– ¿El rojo? Es el color de las advertencias, ¿verdad? O algo político. El rojo es el color de la revolución, de la vieja Alemania Oriental, el comunismo, toda esa mierda. -Dirk hizo una pausa para atender a una dienta. Aguardó hasta que la mujer no pudiera oírlo para continuar-. ¿Acaso Hauser no estaba relacionado con todo aquello en los años sesenta y setenta? Tal vez el asesino tenga algo contra los «rojos».
– Podría ser… -Fabel suspiró-. Quién sabe lo que pasa por una mente como ésa. Esta mañana hablé con alguien que me sugirió que revisara el pasado de Hauser; específicamente su pasado político, más de lo que lo haría normalmente en un caso así. Pero nadie me ha comentado que Hauser participara en nada parecido a la «acción directa».
– Nunca se sabe, Jan. Hay muchas personas en altos puestos políticos que tienen algunos trapos sucios que ocultar.
Fabel dio otro sorbo a la cerveza.
– De verdad que necesito algo a lo que aferrarme…
21.30 h, Osdorf, Hamburgo
Maria se sentó en el sofá y sostuvo la copa vacía de vino sobre la cabeza, agitándola como si estuviera haciendo sonar una campanilla. Frank Grueber salió de la cocina y la cogió.
– ¿Otra?
– Otra. -La voz de Maria era monótona y triste.
– ¿Te encuentras bien? -Grueber había estado en la cocina, metiendo en el fregadero los platos de la cena que había preparado. A pesar de sus treinta y dos años, Grueber conservaba el aspecto de un muchacho. Tenía las mangas subidas hasta los codos, dejando al descubierto sus delgados antebrazos, y su pelo grueso y oscuro le caía sobre las cejas, que estaban fruncidas en un gesto de preocupación-. Has bebido bastante…
– Un día difícil. -Maria lo miró y sonrió-. He estado investigando el pasado de aquella joven rusa que asesinaron hace tres meses. -Se corrigió-. Ucraniana.
– Pero yo creía que ya habías capturado al asesino -dijo Grueber desde la cocina. Reapareció con una copa de vino tino, que depositó sobre la mesa delante de Maria antes de sentarse en el sofá a su lado.
– Sí… Lo capturamos entre todos. Es sólo que ella no tiene nombre, un nombre real. Quiero devolvérselo. Lo único que ella deseaba era una vida nueva. Estar en otra parte, ser otra Persona. Dios sabe que hay ocasiones en que puedo identificarme con eso.
Maria le dio un largo sorbo a su Barolo. Grueber apoyó el brazo en el respaldo del sofá y acarició con suavidad el pelo rubio de Maria. Ella sonrió débilmente.
– Estoy preocupado por ti, Maria. ¿Has vuelto a ver a ese médico?
Maria se encogió de hombros.
– Tengo una cita esta semana. Le detesto. Y no estoy para nada segura de que sirva. No sé si existe algo que pueda servirme. De todas maneras, mejor cambiemos de tema… -Señaló con un gesto el gran aparador antiguo que estaba ubicado contra la pared de la sala-. ¿Es nuevo? -preguntó. Grueber suspiró sin dejar de acariciarle el pelo.
– Sí… Lo compré el fin de semana. -Su tono dejaba bien claro que le molestaba cambiar de tema-. Necesitaba algo para esa pared.
– Parece caro -dijo Maria-. Como todo… -Movió la copa para referirse a la sala y a la casa en general.
– Perdón-dijo Grueber.
– ¿Perdón por qué?
– Por ser rico. No puedes elegir la cuna en la que naces, ¿sabes? Yo no pedí tener padres adinerados, de la misma manera que otros no pidieron nacer pobres.
– A mí no me molesta… -dijo Maria.
– ¿No? Yo me las arreglo solo, ¿sabes? Siempre lo he hecho.
Maria volvió a encogerse de hombros.
– Como he dicho, no me molesta. Debe de ser bonito tener dinero. -Recorrió la sala con la mirada. La decoración era de buen gusto y se notaba que era muy cara. Maria sabía que Grueber era el dueño de aquel apartamento y que no tenía que pagar hipoteca. Era la parte inferior de una inmensa mansión en Hochkamp, una zona de Osford. Ella sospechaba que él también era dueño de la otra parte del edificio, que estaba en alquiler. El apartamento mismo representaba una propiedad inmobiliaria muy valiosa. Hamburgo era una de las ciudades más ricas de Alemania y Maria sabía que los padres de Grueber eran ricos incluso para los niveles de Hamburgo. Más aun, Frank Grueber era hijo único. Una vez le había explicado a Maria que sus padres prácticamente habían perdido toda esperanza de tener un hijo. Como consecuencia, Grueber había crecido en un mundo donde podía tener todo lo que quisiera. Además, en poco tiempo heredaría una fortuna y era evidente que ya tenía considerables recursos financieros a su disposición. Maria se había preguntado con frecuencia por qué alguien escogería la carrera de científico forense cuando podía elegir cualquier cosa.
– Tener dinero no garantiza la felicidad -dijo Grueber.
– Eso es extraño. -Maria lanzó una risa pequeña y dolorosa-. Porque no tenerlo garantiza la infelicidad…
Se dio cuenta de que había vuelto a pensar en Olga X, y en Nadja, y en los sueños que debieron tener ellas sobre una nueva vida en el Oeste. Para Olga, el apartamento de Grueber probablemente habría sido la encarnación de su sueño y, en su ingenuidad, seguramente había pensado que podría alcanzar aunque fuera sólo una pequeña parte de su sueño trabajando duro en un hotel o restaurante de Alemania. Maria siempre imaginaba el pasado de Olga de la misma manera: el estereotipo de una pequeña aldea en una vasta estepa, con robustas babushkas, sus cabezas cubiertas con bufandas negras, transportando unas cestas pesadas y muy cargadas. Y siempre imaginaba a una Olga sonriente y de cara radiante mirando con esperanza hacia el oeste. Sabía que era más probable que Olga proviniera de alguna gris y deprimida metrópolis postcomunista, pero no podía sacarse el lugar común de la cabeza.
– Eres un buen hombre, Frank -dijo Maria, sonriendo-. ¿Lo sabes? Eres amable, dulce. Una persona decente. No sé por qué me aguantas, con todos mis complejos. La vida sería mucho más simple para ti si no estuvieras conmigo.
– ¿Sí? -dijo Grueber-. Es mi decisión. Y estoy contento con ella.
Maria miró a Grueber. Ya había pasado un año desde que lo conoció. Llevaban seis meses en esa relación, pero aún no había habido sexo entre ellos. Contempló sus grandes ojos azules, su rostro juvenil y la tupida mata de pelo negro. Lo deseaba. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia delante, puso una mano detrás de su cabeza y lo acercó hacia ella. Se besaron, y ella le metió la lengua en la boca. Él deslizó su brazo a su alrededor y ella pudo sentir el calor de su cuerpo.
– Vayamos al dormitorio -dijo. Se puso de pie y lo guió de la mano.
Se desvistió tan rápido que perdió un botón de la blusa. No quería que pasara el momento; no quería que esa ventana de normalidad se cerrara de golpe. Se tumbó en la cama y tiró de él. Lo ansiaba. Entonces sintió a Grueber encima de ella, apretándose contra ella. Sintió su cuerpo sobre el suyo y de pronto creyó que se ahogaría, que se asfixiaría. Una oleada de náuseas la sobrecogió y quiso gritarle que saliera de encima, que dejara de tocarla. Miró el rostro dulce, apuesto y juvenil de Frank Grueber y sintió una repulsión profunda y violenta. Grueber se dio cuenta de que algo iba mal y se echó atrás. Pero Maria cerró los ojos y tiró de él hacia ella. A través de los párpados cerrados imaginó que era otra la cara que la miraba y la repulsión desapareció.
Dejó los ojos cerrados y, cuando Frank Grueber la penetró, mantuvo el asco a raya trayendo otra cara a la mente, una cara angulosa y cruel. Una cara que la miraba con ojos fríos, verdes y sin amor.
Sábado 27 de agosto de 2005, nueve días después del primer asesinato
20.30 h, Neumühlen, Hamburgo
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