Glenn Cooper - El libro de las almas

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La nueva novela del autor de La biblioteca de los muertos plantea un nuevo y aún más estremecedor reto: Encontrar un libro que revela el destino último de la humanidad.
¿Qué harías si conocieras la fecha del fin del mundo?
Cuando un hombre a las puertas de la muerte encarga a Will Piper la búsqueda de un libro, el ex agente del FBI no lo duda un instante. Un libro antiguo en el que va a descubrir un secreto estremecedor: una misteriosa epístola escrita por Félix, el último superior de la abadía de Vectis, deja constancia de los extraños acontecimientos relacionados con la biblioteca de los muertos y revela la naturaleza de la última fecha registrada: el 9 de febrero de 2027…el fin de la humanidad.
Will deberá enfrentarse, entonces, a un dilema moral de difícil solución: revelar a la humanidad una verdad aterradora o callar para siempre.

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Los robots estaban tan juntos que casi formaban un muro continuo. Will se arrastró hacia la izquierda hasta situarse detrás del que estaba más alejado.Ya no tenía controlada la posición del último vigilante. La pierna le sangraba copiosamente, pero conservaba los cinco sentidos. Si la bala le hubiese seccionado la arteria, estaría al borde del desmayo.

Entonces, el último vigilante cometió el error de obedecer una orden.

Por el auricular oía a Frazier gritando como un demente.

– ¿Cuál es tu situación? ¡Dame un informe de tu puta situación, ahora mismo!

– ¡Hay dos bajas! -respondió el hombre a pleno pulmón-. ¡Me disparan! ¡Parte delantera del edificio!

Will apoyó todo el peso en la pierna sana y se enderezó rápidamente, asomándose por la caja de escaneado del robot como uno de esos topos de plástico a los que hay que asestar un mazazo en los juegos de feria. Apuntó hacia el sitio de donde provenía la voz y atravesó el carro de metal con seis balas. El último vigilante intentó levantarse pero se vino abajo, sangrando por el abdomen.

Will se apresuró a quitarse el cinturón y se lo apretó en torno al muslo con toda la fuerza que fue capaz de soportar. Apenas aguantaba su propio peso. Arrancó a correr como un loco, pasó por encima de los hombres sangrantes, cruzó cojeando el vestíbulo y salió a la noche sin luna.

A lo lejos se oían sirenas de bomberos que sonaban cada vez más fuerte.

Will no sabía cuántos vigilantes más habría ahí fuera, pero sabía que tendrían que cubrir las otras salidas, al menos durante un rato.

Su coche estaba a solo unos metros.

Iba a conseguirlo.

Capítulo 37

La sangre del muslo de Will se derramaba sobre el asiento del coche. El aturdimiento iba y venía, y de pronto sintió unas náuseas que lo obligaron a detenerse en el arcén de la carretera. Abrió la puerta, se inclinó hacia fuera y vomitó.

Tenía que restañarse la herida cuanto antes. Necesitaba tener la mente despejada. De lo contrario, estaría perdido.

Frazier se arrodilló junto al cuerpo de DeCorso para palparle la carótida y tomarle el pulso que sabía que no tenía. «Piper dos, DeCorso cero», pensó Frazier. El mismo tipo le había disparado dos veces, y la segunda había sido mortal. ¿Quedaba claro cuál de los dos era el mejor? La esposa de DeCorso se llevaba bien con la suya. Recibiría una buena indemnización por la muerte en acto de servicio de su marido, así que la pérdida no sería tan terrible.

Tendría que encargarse de Piper en persona.

Los otros dos hombres estaban vivos, pero por poco. Ordenó a su equipo que llamaran a una ambulancia. No podía hacer nada por ellos. Sabía que uno de ellos iba a morir. Conocía las fechas de fallecimiento de todos sus hombres, algo imprescindible desde el punto de vista operativo, en su opinión.

No conocía la suya propia.

Podría haber infringido las normas para averiguarlo, pero era muy respetuoso con el reglamento. Además, su instinto le decía que era FDR.

Las sirenas de los bomberos se oían ya muy cerca. Al salir de la nave, reparó en un rastro de sangre que atravesaba el vestíbulo. «Me alegro -pensó-. Espero que le duela.»

Antes de que llegaran los bomberos, se alejó en el coche con sus dos hombres, que seguían enteros. A saber dónde estaba Piper.

Will aprovechó un semáforo en rojo para reajustarse el torniquete y arrancó de nuevo. Iba por la avenida Vernon, en dirección este, buscando una tienda abierta. Necesitaba encontrar una farmacia. Necesitaba un par de pantalones nuevos. Necesitaba un ordenador. Necesitaba encontrar a Dane. Necesitaba deshacerse del coche. Necesitaba hablar con Nancy. Necesitaba más balas; solo le quedaban siete en el cargador. Necesitaba hacer muchas cosas en muy poco tiempo.

Llamó de nuevo al móvil de Dane y una vez más saltó el buzón de voz. Nadie cogía el teléfono en su habitación del motel, y, por insistencia de Will, el recepcionista mandó a alguien a llamar a la puerta y abrirla con una llave maestra. La habitación estaba vacía. Por último, Will llamó a la terminal de aviación general, donde le comunicaron que nadie había tocado el avión de Dane desde el mediodía. El piloto no había vuelto por allí.

«Ya está -pensó Will-. Los vigilantes lo han encontrado.» Estaba solo. Se quedó mirando el teléfono que sostenía en la mano y se maldijo, irritado.

Si tenían a Dane, tenían su teléfono y el número de su móvil de prepago. Y si tenían eso, lo tenían a él. Abrió la ventanilla, tiró el móvil a la calle y se despidió de su medio de contacto con el resto del mundo.

Frazier permanecía en comunicación constante con el centro de operaciones de Área 51. Circulaba hacia el este por Vernon, guiándose por la ubicación del móvil de Piper.

– ¡Hemos perdido la señal! -gritó el técnico a través del auricular de Frazier.

– ¿Cómo que la habéis perdido?

– Ya no se recibe nada. Debe de haber apagado el móvil, o le ha quitado la batería.

Frazier aporreó el salpicadero, frustrado.

– ¡Lo teníamos a un kilómetro!

– ¿Qué hago ahora? -le preguntó el conductor.

– Sigue conduciendo. Deja que piense.

Will estaba en Crenshaw, conduciendo hacia el norte, atravesando la oscura extensión urbana sin rumbo fijo. El dolor lo estaba volviendo loco, y el mareo empezaba a resultar peligroso. Divisó a lo lejos el letrero del centro comercial Baldwin Hills Crenshaw Plaza y siguió adelante hasta llegar allí. Al ver que había un Wal-Mart, entró en el aparcamiento cubierto y estacionó el coche en la plaza más cercana a la entrada que encontró.

Bajó, luchando contra el dolor, y agarró el primer carrito con que se topó, tanto para apoyarse en él al andar como para ocultar en la medida de lo posible la pernera ensangrentada. Haciendo una mueca, entró en los grandes almacenes bamboleándose, pasó junto a un hombre mayor con delantal, el encargado de dar la bienvenida a los clientes, que se fijó de inmediato en las manchas rojas de su pantalón pero miró hacia otro lado, algo que la gente de ese barrio estaba acostumbrada a hacer.

Will empujó su carrito directamente hacia la sección de parafarmacia, donde cogió gasa estéril, vendas, pinzas y antiséptico, además de un bote de paracetamol, como si eso fuera a aliviarle el dolor. Necesitaba narcóticos, pero eso quedaba descartado.

A continuación, se dirigió a la sección de ropa para caballero y eligió unos pantalones oscuros talla cuarenta y cuatro, así como un paquete de calzoncillos y unos calcetines. En la zona de probadores, se dirigió al compartimiento del fondo y se quitó los pantalones, adheridos a las piernas por la sangre. De pie frente al espejo, temblando, examinó la herida. Tenía un agujero morado de poco más de cinco milímetros en la parte interior del muslo, a unos diez centímetros del pliegue de la ingle, del que manaba de forma incesante una sangre viscosa color rojo oscuro. Había presenciado suficientes autopsias para saber que había tenido suerte. El músculo abductor estaba a una distancia considerable de la arteria femoral. Pero hasta ahí llegaba su suerte. No había orificio de salida. Seguramente el robot había frenado la bala lo suficiente para que perdiera parte de su energía. La tenía alojada en el muslo. En menos de un día, se le infectaría la pierna. Si no lo operaban ni le administraban antibióticos, desarrollaría una sepsis.

Sacó del envoltorio los tres calzoncillos, enrolló uno de ellos hasta que quedó bien apretado y se lo puso en la boca a manera de mordaza. Mojó la herida con una solución de yodo marrón oscuro y acometió la tarea más dolorosa. Con las pinzas, introdujo una tira de gasa por el agujero de bala. Mordió la prenda con fuerza, y le saltaron las lágrimas de dolor. No tenía elección. Debía rellenar la herida para detener la salida de sangre. Si no se coagulaba, se desangraría. Se sometió a la tortura de meter las pinzas repetidamente y empujar la gasa a través de la piel y los tejidos subcutáneos hasta el interior del músculo carnoso.

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