Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– Bueno, iremos a hablar con él -decidió Britta ansiosa, al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo de la falda. Se pasó la mano por el pelo para comprobar que no se le habían deshecho las trenzas, lo que arrancó a Frans un comentario burlón:

– Ya, comprendo que te molestas tanto en arreglarte por consideración a Erik, Britta. No sabía que te interesaran los noruegos. ¿No te basta con los suecos? -Frans se echó a reír y Britta se encendió de ira.

– Cállate, Frans, estás haciendo el ridículo. Por supuesto que me preocupo por Erik. Y por averiguar algo de Axel. Y, por otra parte, no tiene nada de malo presentar un aspecto decente.

– Pues para tener un aspecto decente, tendrás que hacer un esfuerzo -repuso Frans, bastante grosero, tironeándole a Britta de la falda. La muchacha se enfureció más aún y parecía a punto de echarse a llorar cuando intervino la voz firme de Elsy:

– Calla ya, Frans. A veces dices tantas tonterías que con la mitad tendríamos de sobra.

Frans se quedó mirando pálido como la cera. Luego se levantó bruscamente y, con la mirada sombría, se alejó de allí a la carrera.

Erik jugueteaba con unas piedrecillas que había en el suelo. Sin mirar a Elsy, dijo en voz baja:

– Deberías tener cuidado con lo que le dices a Frans. Hay algo… algo que esconde y alimenta en su interior… Tengo un presentimiento.

Elsy lo observó perpleja preguntándose cómo habría llegado Erik a tan extraña conclusión. Aunque ya sospechaba ella que tenía razón. Conocía a Frans desde que llevaban babero, pero notaba que algo estaba creciendo en su interior, algo incontrolable, indomable.

– Bah, ¡qué tonterías dices! -atajó Britta-. A Frans no le pasa nada raro. Sólo estábamos… chinchándonos…

– Tú no lo ves porque estás enamorada de él -declaró Erik.

Britta le dio un manotazo en el hombro.

– ¡Ay! ¿Por qué me das? -preguntó Erik frotándose el hombro.

– Porque no dices más que estupideces. Bueno, ¿quieres que vayamos a hablar de tu hermano con el noruego o no?

Britta se puso en marcha y Erik intercambió con Elsy una mirada inquisitiva.

– Estaba en su habitación cuando me marché. No perdemos nada por hablar con él.

Poco después, Elsy daba unos toquecitos prudentes en la puerta del sótano. El joven abrió y quedó algo turbado al ver al grupo.

– Hola -saludó.

Elsy miró a los demás antes de tomar la palabra. Vio con el rabillo del ojo que Frans se les acercaba despacio, ya con una expresión más serena y las manos en los bolsillos, adoptando una pose indolente.

– Pues, queríamos saber si podemos pasar a hablar contigo un rato.

– Por supuesto -asintió el noruego haciéndose a un lado. Britta parpadeó coqueta cuando pasó por delante de él, y los muchachos se saludaron con un apretón de manos. No había muchos muebles en aquella habitación. Britta y Elsy se sentaron en las dos únicas sillas, Hans se acomodó en la cama, que estaba hecha, mientras que Frans y Erik se sentaron tranquilamente en el suelo.

– Es sobre mi hermano -comenzó Erik apartando la mirada. Había esperanza en sus ojos, no mucha, pero aun así, se advertía algún que otro destello.

– Mi hermano ha estado ayudando a los tuyos durante la guerra. Partía en el barco del padre de Elsy, el mismo en el que has venido tú, y llevaba y traía cosas. Pero los alemanes lo cogieron hace un año en el puerto de Kristiansand y… -parpadeó un par de veces-… desde entonces no hemos sabido nada de él.

– El padre de Elsy me preguntó, sí -respondió Hans mirándolo a los ojos-. Pero, por desgracia, no me suena el nombre. Y no recuerdo haber oído hablar de ningún sueco apresado en Kristiansand. Claro que somos muchos. Y no son pocos los suecos que nos han ayudado, desde luego.

– Ya, pero puede que no te suene el nombre y sí lo reconozcas si lo ves, ¿no? -resonó ansiosa la voz de Erik, que tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas.

– No creo, pero bueno, puedes probar. ¿Cómo es?

Erik le describió a su hermano con tanto detalle como pudo. Y no le supuso ningún esfuerzo porque, pese a que hacía un año que no lo veía, aún lo recordaba con toda claridad. Claro que, por otro lado, Axel se parecía a muchos otros jóvenes y resultaba difícil dar cuenta de algún rasgo distintivo que lo diferenciase del resto de los suecos de su edad.

Hans escuchó con atención, pero terminó por negar resuelto.

– No, no me suena lo más mínimo. Lo siento de verdad.

Erik quedó abatido y decepcionado. Todos guardaron silencio unos minutos, hasta que Frans dijo:

– Bueno, cuéntanos qué aventuras has corrido durante la guerra. ¡Debes de haber vivido cosas muy emocionantes! -rogó expectante.

– Qué va, no hay mucho que contar -contestó Hans reticente, pero Britta protestó. Mirándolo fijamente, lo animó a que les contara algo, cualquier cosa, de lo que había vivido. Tras mostrarse reacio otra vez, el noruego cedió y comenzó a referirles cómo estaban las cosas en Noruega. Les habló del avance alemán, de los padecimientos del pueblo, de las misiones que había llevado a cabo para combatir a los alemanes. Los otros cuatro jóvenes lo escuchaban boquiabiertos. Aquello era tan emocionante… Claro que a los ojos de Hans había aflorado la tristeza, y todos comprendían que, seguramente, habría presenciado demasiado sufrimiento pero, aun así… No podía negarse que aquello era muy emocionante.

– Pues a mí me parece que has sido muy valiente -observó Britta, y se ruborizó al decirlo-. La mayoría de los jóvenes no se atreverían a hacer nada de eso, sólo los que son como Axel y como tú tienen el valor suficiente para luchar por aquello en lo que creen.

– ¿Insinúas que nosotros no nos atreveríamos? -farfulló Frans, doblemente irritado al constatar que las miradas de admiración que Britta solía dispensarle a él tenían ahora al noruego por destinatario-, Erik y yo somos igual de valientes, y cuando tengamos la edad de Axel y… Oye, por cierto, ¿tú cuántos años tienes? -le preguntó a Hans.

– Acabo de cumplir diecisiete -respondió Hans, que no parecía sentirse muy cómodo ante tan vivo interés por su persona y sus asuntos. Buscó la mirada de Elsy, que había guardado silencio todo el rato escuchando a los demás, pero la joven entendió el mensaje.

– Creo que deberíamos dejar que Hans descansara un rato, ha sufrido mucho -sugirió dulcemente mirando a sus amigos. Todos se levantaron a disgusto y le dieron las gracias a Hans mientras se dirigían a la puerta. Elsy iba en último lugar y, antes de cerrar la puerta, se volvió a mirarlo.

– Gracias -dijo Hans sonriéndole-. Ha sido muy agradable tener un poco de compañía, así que venid otro día si queréis. Es sólo que ahora me siento un poco…

Elsy le devolvió la sonrisa.

– Lo comprendo perfectamente. Volveremos en otra ocasión. Y te enseñaremos el pueblo. Ahora será mejor que descanses.

La muchacha cerró la puerta tras de sí. Pero, curiosamente, la imagen del joven noruego se le quedó grabada en la retina, negándose a desaparecer.

* * *

Erica no estaba en la biblioteca, tal y como creía Patrik. Cierto que hacia allí se dirigía pero, apenas acababa de aparcar el coche cuando una idea arraigó en su mente. Había habido otra persona en el entorno de su madre. Una persona cuya amistad había cultivado mucho más allá de aquel período de hacía sesenta años. En realidad, la única amiga que recordaba que su madre hubiese tenido cuando Anna y ella eran pequeñas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Pero Kristina era, ante todo, su suegra, de modo que casi se le había olvidado que, además, había sido amiga de su madre.

Muy resuelta, Erica volvió a arrancar el coche y puso rumbo a Tanumshede. Era la primera vez que le hacía a Kristina una visita espontánea, y miró de reojo el móvil preguntándose si no debería llamarla primero. No, qué puñetas. Si ella se tomaba la libertad de presentarse en cualquier momento sin avisar en casa de su nuera y de su hijo, bien podía Erica hacer lo propio.

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