José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Sea como fuere -dijo-, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.

– ¿Qué sabe la prensa? -preguntó la señorita Wood.

– No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.

– ¿Y en cuanto a Díaz?

– Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.

La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.

– En lo que respecta a la familia de la víctima… -dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.

– Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?

– Así es. Son copias para ustedes.

– Gracias. ¿Quiere más café?

Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía algo que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del mokka vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.

Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.

– Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun -decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.

– Me he limitado a cumplir con mi obligación -declaró Braun-. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.

– Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.

– «Anómala» es decir poco -sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica-. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.

– Entiendo -asintió Bosch.

– En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.

Nuevo asentimiento.

– Pero… -Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»-. En fin, quedo a su disposición -agregó.

No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.

– Su café -dijo Bosch señalando la taza-. Se le va a enfriar.

– Gracias.

En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo gar ç on con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.

De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?

– De hecho -dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran-, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.

– ¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? -preguntó de repente la señorita Wood.

– Quién no lo sabe -repuso Braun-. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo…

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