– ¿Un qué?
La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.
– Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.
«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.
– Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral -siguió explicando Wood-. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. -Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba-. Eso es un Buncher, por ejemplo.
El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que eso es una obra de arte -pensó el policía-. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?
Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.
El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.
Había llegado al Museumsquartier -el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena- cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.
Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era Calendula desiderata) ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente… No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.
«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch. Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata. Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas flores en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado al natural, todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había olido. Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.
La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.
Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.
Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.
Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la flor que olía como su mujer. ¿ Tulip á n p ú rpura? ¿ M á gico carm í n?
Aún pugnaba por recordarlo.
– Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» -continuaba explicando Bosch-. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a Claustrofilia 5, la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.
Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.
– Sé dónde está Kirchberggasse -dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él-. Tendremos que registrar su habitación.
– Claro -asintió Bosch.
Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.
– Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable -apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría-. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.
Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.
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