José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– ¿Quieres decir que los padres tenemos la potestad de retirar a Danielle de la obra y hacer que pongan en su lugar a una sustituta? -preguntó Roland tras una pausa.

– Eso es.

– ¿Y por qué deberíamos hacerlo?

– Te lo he explicado. La exposición será dura para ella.

– Pero ha estado casi tres meses entrenándose, Lothar. La han pintado en secreto en una especie de granja al sur de Amsterdam, y no…

– Te lo digo por experiencia. Una exposición de este calibre es muy fuerte…

– Oh, vamos, Lothar. -De repente el tono de su hermano era burlón-. No hay nada malo en lo que va a hacer Nielle. Para calmar un poco tu conciencia calvinista te diré que ni siquiera se exhibirá desnuda. No sabemos aún el título de la obra ni cómo será la figura, pero en el contrato que hemos firmado se advertía bien claro que no se exhibiría desnuda. Por supuesto, todos los ensayos los hace en completa desnudez, pero eso también se estipulaba en el contrato…

– Escucha, Roland. -Bosch intentaba no perder la calma. Sostenía el auricular con una mano mientras se daba furiosos masajes en la sien con la otra-. No se trata de cómo se exhiba Nielle ni de lo preparada que esté. Se trata de que la exposición será muy dura. Si tú aceptas, una sustituta podría ocupar su lugar en el Túnel. Exhibir una copia en vez del original es una práctica muy común en muchas exposiciones…

Hubo un silencio. Bosch casi quería rezar. Cuando Roland volvió a hablar, su tono de voz había cambiado: era más serio, más inflexible.

– Jamás podría hacerle esa jugarreta a Nielle, Lothar. Está muy ilusionada. Tengo escalofríos y fiebre cada vez que pienso en ella y en la enorme oportunidad que se le ha presentado. ¿Sabes lo que nos ha dicho Stein? Que jamás había visto a un lienzo tan joven y tan profesional al mismo tiempo. Así la llamó: lienzo… ¡Y añadió que, con el tiempo, nuestra hija podría llegar a convertirse, incluso, en una nueva Annek Hollech…! ¿Te imaginas a nuestra Nielle convertida en la Annek Hollech del futuro? ¿Puedes imaginártelo?

El mundo había desaparecido para Bosch. Sólo existía aquella voz excitada que arañaba palabras en su oído.

– Te juro que me ha costado mucho acostumbrarme a ver a mi hija de esta forma, pero ahora estoy metido de lleno en el asunto y Hannah está conmigo. Queremos que Nielle se exhiba y sea admirada. Creo que es el sueño secreto de todo padre. Comprendo que la experiencia será fuerte, pero no lo será más que participar en una película o una obra de teatro, ¿no crees? Te sorprendería saber cuántos niños, hoy día, son cuadros famosos… ¿Lothar…? ¿Sigues ahí…?

– Sí -dijo Bosch-. Sigo aquí.

La voz de Roland, por primera vez, titubeaba.

– ¿Hay algún problema que no me has contado, Lothar?

«Diez cortes, ocho de ellos en aspa. Los huesos saltaron en astillas y las vísceras quedaron reducidas a simple polvo, a ceniza de cigarrillo. ¿Qué te parece este problema, Roland? ¿Qué tal si te hablo de un loco llamado El Artista?»

– No, Roland, no hay ningún problema. Creo que la exposición saldrá muy bien y que Danielle estará magnífica. Adiós.

Cuando colgó, se levantó y se acercó a la ventana. El sol flotaba denso y dorado sobre los pequeños edificios y la zona verde del Vondelpark. Recordó que un informe meteorológico reciente pronosticaba mal tiempo para las fechas próximas a la inauguración. Quizá Dios permitiera que cayese un diluvio sobre los malditos telones y «Rembrandt» terminara suspendiéndose.

Pero sabía que no tendría tanta suerte: la historia demostraba que Dios protegía las artes.

A Benoit le gustaba de vez en cuando dar la impresión de que no le ocultaba nada a los cuadros. En su aterciopelado despacho de la séptima planta del Nuevo Atelier había ocho, y dos de ellos, al menos, eran lo bastante valiosos como para que el director de Conservación les demostrara, cada vez que podía, que los trataba con más respeto que a los seres humanos. Esto incluía, por supuesto, dialogar abiertamente con sus invitados sin necesidad de colocarles cobertores auditivos.

El despacho era un lugar pacífico y cómodo, almohadillado en azul. La luz destellaba intensamente en los hombros del delicado óleo de Philip Brennan, de sólo catorce años de edad, colocado detrás de Benoit. Bosch lo veía pestañear a ratos perdidos. Colgado del techo pendía una copia oficial de la Claustrofilia 17 de Buncher en una caja de cristal con orificios para respirar. A espaldas de Bosch, un Cenicero de Jan Mann se abrazaba las piernas sosteniendo el plato con el trasero. En la ventana, la espléndida anatomía de una rubia Cortina de Schobber esperaba, en postura de ballet, orden de descorrerse. La comida fue servida por dos utensilios de Lockhead, chico y chica, de pasos suaves, gatunos, perfumados. La Mesa era de Patrice Flemard: una plancha rectangular apoyada en la espalda de una figura rapada y pintada de azul de manganeso que, a su vez, se apoyaba en la espalda de otra figura similar. Cada una estaba atada por las muñecas a los tobillos de la otra. La inferior era una chica. Bosch sospechaba que la superior también, pero resultaba imposible cerciorarse.

La comida, en realidad, fue un pequeño banquete. Benoit no perdonaba nada: sopa de anguilas y eneldo con algas hiladas, pierna de ciervo en nuez moscada y fondo de parra con ensalada de hierbas y endivias y un postre que semejaba la huella de un crimen reciente: mousse de arándanos y frambuesa en sopa de leche agria, todo confeccionado por un catering que servía diariamente al Atelier. Antes y después, Benoit se entregó al ritual de las medicinas. Ingirió en total seis cápsulas rojiblancas y cuatro grageas esmeraldas. Se quejaba de la úlcera, afirmaba que no podía permitirse nada de lo que comía y que, para permitírselo, debía compensarlo con fármacos. Aun así, probó el Chablis y el Laffite que las figuras de Lockhead depositaron sobre la Mesa con gestos elegantes. La respiración suavísima de la Mesa hacía oscilar el vino. Bosch comió mal y apenas bebió. La atmósfera del despacho lo aturdía.

Hablaron de todo lo que podían hablar en voz alta en presencia de la docena de personas que había en la habitación aparte de ellos (aunque el silencio hacía pensar que estaban solos): de «Rembrandt» y las discusiones con el alcalde de Amsterdam sobre la instalación de la estructura de telones en el Museumplein; de los invitados que acudirían a la gala de presentación; de la posibilidad cada vez más firme de que la familia real holandesa visitara el Túnel antes de la inauguración.

Cuando la conversación languideció, Benoit alargó la mano hacia el empinado culo del Cenicero y atrapó los cigarrillos y el encendedor del gran plato dorado que se equilibraba sobre sus nalgas. El Cenicero era claramente masculino y estaba pintado en azul turquesa mate y decorado con líneas negras que recorrían sus piernas depiladas.

– Vamos al otro salón -dijo Benoit-. El humo no es conveniente para los cuadros y adornos.

«Eres un artista de la hipocresía, abuelito Paul», pensó Bosch. Sabía que Benoit había previsto desde el principio aquella segunda charla en privado, pero quería que sus obras se llevaran la buena impresión de que lo hacía para no molestarlas mientras fumaba.

Se dirigieron al salón contiguo y Benoit cerró la pesada puerta de roble. Casi sin transición, comenzó:

– Lothar, la situación es caótica. Esta mañana me he reunido con Saskia Stoffels y Jacob Stein. Los norteamericanos han decidido frenar. La financiación de la nueva temporada está paralizada. El asunto de El Artista les preocupa, y no les está gustando nada la retirada masiva de cuadros de Van Tysch. Desde aquí intentamos venderles la idea de que El Artista es un problema europeo, un loco nacional, por decirlo así. El Artista no es exportable, les explicamos, actúa en Europa y sólo en Europa. Pero ellos dicen: «Sí, sí, muy bien, pero ¿lo habéis atrapado?».

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