– Cierra los ojos… Voy a usar el fijador… Así… -Sintió el disparo de rocío sobre su pelo. Gerardo prosiguió-: Comprendo que estés disgustada conmigo, amiguita. Pero ¿sabes lo que te digo? Si se presentara la misma situación de esta madrugada, volvería a hacer lo mismo… Yo llego hasta cierto punto. No soy, ni nunca seré, un gran maestro de la pintura de personas… Ah, ahora está quedando bien el color… Espera, no hables… Justus sí pudo llegar a serlo, pero carece de ambición. Yo soy incapaz de asustar o hacer daño a una chica que me agrada, ni siquiera a causa de un gran cuadro. En mis manos, todo el hiperdrama se convierte… ¿Sabes en qué…? En hipercomedia. Reconozco que soy un poco payaso, ya me lo decía mi mamá. Así… Ahora hay que esperar unos minutos…
Ella escuchaba en silencio. Cuando volvió a abrir los ojos, Gerardo había desaparecido de su campo visual. El denso aroma del fijador taponaba su nariz. Entonces las manos de Gerardo regresaron. Sostenían un pequeño bote de pintura ocre y un pincel cónico fino.
– Para mí, hay una barrera -dijo mientras mojaba el pincel y lo acercaba al rostro de Clara-. Una barrera, amiguita, que el arte no podrá cruzar jamás. Son los sentimientos. Del lado de allá están las personas. Del lado de acá, el arte. Nada en el mundo puede romper esa barrera. Es infranqueable.
«Me está pintando cejas», pensó ella. Se puso rígida, quiso decirle que a lo mejor al Maestro no le gustaba que tuviese facciones, pero se calló. Notaba las curvas frías del pincel sobre su frente.
Con pulso seguro, con mano muy firme, Gerardo rubricó los arabescos y dirigió la húmeda punta hacia sus ojos. Ella los cerró y sintió una caricia de pájaro: aleteos trémulos; el inicio de los sutiles flecos de las pestañas, el marco de la mirada.
– Creo en el arte, amiguita, pero creo mucho más en los sentimientos. No puedo traicionarme a mí mismo. Prefiero mil veces un cuadro mediocre al desprecio de alguien que me agrada… Alguien a quien he empezado… a respetar y conocer… No te muevas ahora…
Cejas. Pequeñas gotas de pestañas pardas. Dibujos levísimos sobre los bordes de los ojos. Clara iba a hablar pero Gerardo la detuvo con un gesto.
– Silencio, por favor. El artista se dispone a rematar su tarea.
Una curva ascendiendo con pulcritud desde su comisura izquierda.
– Me parece que este mundo no sería tan perverso si todos opináramos igual… Qué difíciles son los labios siempre… ¿Por qué tendrán esta forma tan rara…? Será de decir mentiras.
La línea se prolongó hacia abajo. Clara sentía como si un pájaro caminara por el borde de su boca.
– Me gustas -dijo Gerardo y retrocedió para observarla de lejos-. Decididamente, me gustas. Me has quedado muy bella. Espera, que vas a verte.
Cogió algo del lavabo. Era un pequeño espejo redondo. Se acercó a ella.
– ¿Preparada?
Clara asintió. Gerardo sostuvo el espejo como si fuera un sacerdote con una forma consagrada y lo situó al nivel de su rostro.
Ella miró.
Unas facciones la miraban.
Suaves ondas bajo la frente, cofres elípticos, simetría de curvas ocres. Enarcó las súbitas cejas, maravillándose de su recién nacida forma de expresar asombro. Parpadeó y recibió la caricia de unas pestañas móviles como gorriones que rodeaban el lenguaje de sus ojos, unos ojos que nunca habían enmudecido, que sólo habían sido desposeídos durante un tiempo de su apariencia pero que volvían a mostrarse colmados de luz. Sonrió y elevó las comisuras descubriendo que una brecha hendida en el rostro nunca, nunca podía ser una sonrisa; que la sonrisa era eso que Gerardo le había pintado, exactamente eso: un conjunto de formas que se distienden, el volumen alabeado que se mueve al tiempo que los ojos cumplen su misión y los párpados se entornan. Era maravilloso volver a tener facciones otra vez.
Gerardo sostenía el espejo donde flotaba su rostro como un regalo valioso.
– Ya puedo verte sonreír -dijo, muy serio-. Trabajito me ha costado, amiguita. Pero ya me sonríes.
A Clara le impresionaba su seriedad. Le parecía que lo había juzgado mal desde el principio. Era como si lo viera por primera vez. Como si hubiera algo dentro de Gerardo mucho más sabio y maduro que él mismo o que sus palabras. Pensó por un instante que el rostro de Gerardo también estaba pintado, delineado como el suyo, aunque con sombras borrosas. Fue una alucinación fugaz, pero por un momento le pareció que el secreto de la vida consistía en llegar más allá del dibujo de los rostros y alcanzar a las personas que yacen detrás.
No supo cuánto tiempo permaneció así, sentada frente a aquel espejo que él sostenía, mirándolo y mirándose. En un momento dado, volvió a oír su voz. Pero el espejo ya no estaba y Gerardo se inclinaba hacia ella con el semblante crispado, muy nervioso.
– Clara… Clara, ya est á ah í … He oído su coche… Escúchame… Haz todo lo que él te diga… No discutas su manera de trabajar, ¿oíste…? Sobre todo, por encima de todo, no le discutas… Y no te sorprendas de que te pida cualquier cosa… Es un tipo muy extraño… Le gusta confundir a los lienzos… Ten cuidado con él. Ten mucho cuidado.
En ese instante oyeron la voz de Uhl llamándolos. Palabras en frenético holandés, ruido de puertas. Corrieron hacia el salón, pero no había nadie. La puerta de entrada estaba abierta y se oía una conversación en el porche. Avanzaron hacia allí y Clara se paró en seco.
Había un hombre de espaldas charlando con Uhl. El sol de la tarde recortaba su silueta a contraluz: una sombra austera y negra.
Uhl vio a Clara e hizo un gesto. Estaba muy pálido.
– Te presento… Te presento al señor Bruno van Tysch -dijo.
Entonces el hombre se volvió lentamente hacia ella.
EL ACABADO DEL CUADRO
Ahora es necesario perfilar a los personajes: otorgarles un aspecto, una entidad. Cuando los personajes quedan dibujados, sólo entonces puede afirmarse que el cuadro se acaba.
Tratado de pintura hiperdram á tica
Bruno van Tysch
– La cuestión es… si se puede hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes. -La cuestión es… saber quién es el que manda, eso es todo.
Carroll
El personaje sentado tras el escritorio es un hombre maduro y corpulento. Lleva un traje impecable de color azul oscuro y una tarjeta roja colgada del bolsillo superior de la chaqueta. Está sentado en el centro de un escritorio en ángulo obtuso con tres fotos enmarcadas en uno de los lados. La luz que llega desde atrás a través de dos ventanas altas incide en su calva bastante notoria, asediada de cabellos encanecidos. Sus rasgos poseen cierta nobleza: ojos garzos, nariz aguileña, labios finos, arrugas de un envejecimiento inclemente pero distinguido. Parece muy concentrado en lo que le dicen, pero, si lo observamos con más detenimiento, quizá lleguemos a la conclusión de que sólo finge concentración. El cansancio y la preocupación lo dominan, es incapaz de entender las palabras que le dirigen y, por tanto, apenas escucha. Tiene dolor de cabeza. Por si fuera poco, es lunes. Lunes 3 de julio de 2006.
– ¿Qué te ocurre, Lothar? Te veo perdido en el espacio.
Alfred van Hoore (que era quien había hablado) y su colaboradora Rita van Dorn lo miraban con los ojos muy abiertos. Discutían en aquel momento (o habían estado discutiendo en el instante previo al trance de Bosch) sobre la distribución de agentes de Seguridad camuflados entre los invitados a la presentación a la prensa de la colección «Rembrandt» del día 13 de julio. Van Hoore opinaba que era necesaria cierta protección adicional para el Jacob lucha contra el á ngel, la única obra de la colección que se exhibiría ese día. Los dos agentes colocados a ambos lados no eran suficientes -opinaba Van Hoore- para impedir que alguien de la primera fila saltara hacia el podio con un arma cortante y dañara a Paula Kircher o Johann van Allen, los dos lienzos que componían el Jacob. Resultaban necesarios otros dos de refuerzo en el área central porque un ataque desde esta posición no podría ser repelido a tiempo desde los ángulos. Luego estaban los peligros a larga distancia. Le mostró a Bosch una simulación de ordenador donde un supuesto terrorista arrojaba un objeto hacia el cuadro desde cualquier punto del salón. Al joven Van Hoore le encantaban las simulaciones, y las diseñaba él mismo. Había aprendido a hacerlo mientras coordinaba la vigilancia de exposiciones en Oriente Medio. Bosch pensaba que a Van Hoore le hubiera gustado ser director de cine: movía los muñecos informáticos de un lado a otro como si fueran actores, los dotaba de vestidos y gestos humanos. Fue durante el desarrollo de la simulación cuando Bosch se despistó. No soportaba aquellos dibujos animados.
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