José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Los ojos de la muchacha de pelo pintado de rojo bizqueaban cuando Póstumo acercó la cuchilla a su rostro.

De repente comprendió su error.

La hoja que había elegido no era la apropiada. Había pensado destruir primero la figura más grande, la del Segundo Anciano, pero había cambiado de opinión al final y se había decidido por la femenina. Sin embargo, el cortalienzos estaba preparado para la más gruesa. Si la cortaba con aquella hoja, sería como desintegrar su rostro en un cúmulo de astillas. No quería pulverizarlo: era necesario marcar bien las aspas.

Soltó con delicadeza el mechón de cabellos, apagó el motor y se incorporó. Regresó a la mesa y buscó la hoja más fina. Empleaba distintas clases de cuchillas, a veces para cada parte del cuerpo, según la estructura de los huesos. Con los gemelos apenas había necesitado realizar un cambio, pero con la adolescente el proceso había sido penoso porque era una anatomía nimia, casi etérea. No quería recordar los sucesivos cambios de cuchillas que había requerido la destrucción de Desfloraci ó n, las interrupciones con el cuerpo de la niña cortado a medias, la sangre fulgurando bombeada por un corazón que aún latía. El uso de distintos cortalienzos hubiera facilitado su tarea, pero no podía arriesgarse a llevar tantos objetos encima. Su trabajo era minucioso, y la lentitud, casi obligatoria.

Encontró la cuchilla que necesitaba. Se hallaba junto a la cámara de vídeo - escáner que había sacado de la bolsa de hule, con la que después filmaría los destrozos. A su espalda, los lienzos parecían dormidos por fin. No había problema: con el primer corte despertarían.

Desprendió la cuchilla más gruesa del huso metálico y la arrojó a la mesa. Colocó la cuchilla más fina. Encendió el motor para probarla.

Dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la chica.

22.02 h

Estaba a punto de cruzarlo.

El espejo. Por fin.

Se había acercado a su superficie lisa y gélida y comprobaba que aquel mundo de témpano era fascinante. Sentía miedo, por supuesto, el miedo de abrir la puerta de una habitación clausurada y penetrar en la oscuridad. El miedo de una niña pequeña: una sensación desagradable y tentadora a la vez, el dulce oculto en la casita de chocolate de la bruja. Ven, Clara, y cógelo. Y ella daría los pasos necesarios y lo cogería, pasara lo que pasara. Haría cualquier cosa con tal de obtener la merecida y terrible recompensa.

– «Mírate en el espejo -ordenaba el pintor. Sus ojos eran incoloros y su blancura infinita-. Mírate en el espejo -repetía.»Matt la había soltado un momento antes, pero ahora cogía sus cabellos de nuevo y aproximaba a su rostro aquel extraño aparato giratorio y ensordecedor.

Sabía que eso que iba a contemplar, eso que estaba a punto de contemplar, era lo horrible. El último retoque a su cuerpo en la gran obra de su vida. «Vamos allá -se dijo-. Vamos allá. Tengamos valor.» ¿Qué otra cosa era el arte de verdad, qué otra cosa era la obra maestra, sino el profundo resultado de la pasión y el coraje?

Tomó aliento y alzó más el rostro, lo presentó al sacrificio como si corriera hacia un padre cariñoso que le tendiera los brazos.

Lo horrible. Por fin.

En ese instante se produjo el estrépito y todo terminó para ella.

22.05 h

Bosch había disparado directamente a través del cristal. Por el suelo de la cámara rodaba ahora un cilindro con vida propia. El cortalienzos seguía encendido y la hoja aserraba el aire con rabia.

Wuyters, que había guardado el arma obedeciendo sus órdenes, lo miraba con intensa sorpresa. Bosch no había querido mezclarlo en lo que había decidido hacer. Era preciso que el único culpable fuera él. Un prurito de antiguo policía lo había impulsado a asegurarse de que Wuyters siguiera cumpliendo con su deber hasta el último momento.

Todo había terminado, pero Bosch seguía inmóvil. No bajó la pistola ni siquiera cuando le dijeron que Baldi había muerto. Tampoco lo hizo cuando le aseguraron que los lienzos se hallaban fuera de peligro, que Baldi no había llegado a cortar a la muchacha en su segundo intento, cuando cambió de cuchilla después de que Wuyters y él creyeran que la había cortado. El eco del disparo ya se había extinguido, el estrépito del cristal roto también, pero Bosch aún mantenía el arma en alto.

Era curioso -pensaba- lo que había ocurrido con Baldi. Él había visto cómo su cabeza recibía el disparo y la sangre saltando como pintura, pero no había distinguido ningún destrozo de vísceras, nada realmente terrible: sólo aquella mancha roja tiñéndolo todo, ensuciando la blancura tersa de su cráneo. Recordó que, de niño, un tintero que había manejado con torpeza había producido el mismo efecto sobre su cuaderno de dibujo. Suponía que la cerublastina era la responsable de aquella pulcritud. Observó, a través de la ventana rota, cómo uno de los agentes apartaba los trozos de la máscara desvelando la destrucción. Por dentro, Baldi ya no tenía cara. Su cerebro semejaba papel roto. «Lo siento -pensó Bosch mirando aquella cosa antiestética, aquel garabato de huesos y tejidos blancos-. Lo siento. Me he cargado el lienzo.» Sabía perfectamente que Baldi no era culpable. Sabía que el arte no era culpable. Tampoco Van Tysch: Van Tysch sólo era un genio.

El único culpable era él, Lothar Bosch. Un hombre vulgar.

Por fin logró bajar los brazos. Observó que Wuyters seguía a su lado, mirándolo.

– ¿Sabes lo que ocurre, Jan? -le dijo Bosch con inmenso cansancio, a modo de explicación-. Que nunca me ha gustado el arte moderno.

22.19 h

Wood escuchó en silencio. Después colgó y se dirigió a Stein:

– Mi colaborador, Lothar Bosch, ha impedido que Bruno van Tysch acabe su obra póstuma. Se considera plenamente responsable y aceptará todas las consecuencias que se deriven de su conducta. También me ha dicho que ha decidido presentar su dimisión. -Hizo una pausa-. Le ruego que añada mi dimisión a la del señor Bosch, pero adjudíqueme a m í toda la responsabilidad en el asunto. No logré informar correctamente al señor Bosch sobre lo que estaba sucediendo y el señor Bosch actuó según un criterio erróneo. Soy la única responsable de lo sucedido. Muchas gracias.

Stein se echó a reír. Fue una risa silenciosa y poco alegre. Se asemejaba, en cierto modo, al llanto que había expresado momentos antes. Luego quedó en silencio. Su rostro expresaba una ligera contrariedad, como si se avergonzara de su propia conducta.

Sin aguardar otra respuesta, la señorita Wood se alejó hacia el fondo del pasillo embaldosado.

La mitad de luna que iluminaba la noche de Edenburg se había elevado más.

¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?

RILKE

Durante un tiempo hubo sonidos. Luego se instaló el silencio.

Mientras doblaba los calcetines y los guardaba en la maleta, Lothar Bosch pensó que tal vez aquélla era la única paz y felicidad a la que personas como él podían aspirar en este mundo. No había nada mejor, se dijo, que alisar unos calcetines y colocarlos cuidadosamente en una maleta. Contempló el equipaje a medio hacer y la maleta bostezando sobre la cama. El sol de la terraza abierta de su dormitorio enviaba una Holanda fresca y acuática hacia su olfato. La cama, como un misterioso tablero blando de ajedrez, se hallaba cubierta de fichas: columnas de ropa interior, calcetines, libros y camisas. Bosch había comenzado el ritual con escasos ánimos, pero había terminado agradeciéndolo. Ya no le parecía tan mala la idea de pasar con Roland y su familia el resto del verano en Scheveningen. De hecho, incluso empezaba a apetecerle. Se había quedado sin trabajo, y era necesario, como decía su hermano, «empezar a vivir la vida del jubilado».

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