Y, tras un breve silencio que ninguno de los dos empleó en otra cosa que en mirar a los ojos del contrario como jugadores de ajedrez, o como un solo individuo frente a un espejo, Stein agregó:
– Hasta puede que se escriba un libro. En cuyo caso, no hará falta contemplar la obra para formar parte de ella: bastará con leer y reaccionar.
«Reaccionar, en efecto», pensaba Wood sintiendo que Stein no se equivocaba en este punto. Ella ya había reaccionado. Contemplaba La penumbra sabiendo que era la obra más grande de Van Tysch, quizá la mayor y más sincera obra de arte de todos los tiempos. Su sensibilidad se lo decía, su pasi ó n se lo decía. Renunciar a La penumbra no sólo significaba renunciar al arte sino también al oscuro sentido de la existencia. Una parte del alma de Wood, un territorio ignoto que nada tenía que ver con la frialdad de su cerebro calculador, comprend í a la intención del Maestro, aquel modo de «tachar» sus «amadas creaciones» de la misma forma que su padre tachaba sus cuadros, su manera de cancelar la deuda pendiente con su pasado y captar hasta el último matiz de su propio sufrimiento creador… La penumbra era una obra liberadora. Con ella, Van Tysch le enseñaba, desde su muerte, la forma de romper con las ataduras y escapar de los recuerdos. De todos los recuerdos. «Te entiendo. Te comprendo -quiso decirle al Maestro-. Entiendo tu propósito.» Desde ese punto de vista, la destrucción de Desfloraci ó n, Monstruos y Susana no sólo resultaba comprensible, sino necesaria. El mundo, tal como suponía Stein, nunca lo comprendería: pero el mundo nunca comprende el milagro de un genio terrible.
Por primera vez en muchos años, la señorita Wood se sentía feliz. Sus ojos brillaban y su respiración, en el gélido ambiente de la cámara, era cada vez más rápida.
Un vago temor la inquietó de repente.
– ¿Dónde está Baldi ahora?
Stein consultó el reloj al mismo tiempo que ella.
– Son casi las diez. Si todo ha ido bien, Baldi estará en el Viejo Atelier, cumpliendo con su obligación. Ya puede figurarse que no debe caer en manos de la policía. Ningún policía podría comprender esto. Los policías son funcionarios a sueldo, como usted, pero con mucha menos sensibilidad que usted. Empezarían a hablar de crímenes y culpables, de justicia y de cárcel, y todo el arte contenido en una obra como ésta les importaría un bledo. Serían capaces… Serían capaces de estropearla. De dejarla inacabada, incluso.
La inquietud de Wood iba en aumento. Stein enarcaba sus espesas cejas con aire interrogativo.
– Tengo que avisar a Bosch -dijo Wood.
– Bosch no es ningún problema -repuso Stein-. Ignora adónde ha llevado Baldi el cuadro. A las diez en punto todo estar á consumado…
– Prefiero cerciorarme.
Abrió el bolso y sacó el móvil. Tenía las manos agarrotadas por el frío.
No podía ser. Tenía que impedirlo. Al menos, esto s í tenía que impedirlo. Era su Gran Obra, la Obra transformadora. Y ella protegía su arte porque lo adoraba con la misma terrible pasión que el propio Maestro. La señorita Wood no albergaba ninguna duda sobre la tarea que le aguardaba.
Era necesario impedir a toda costa que La penumbra quedara inconclusa.
21.58 h
Lothar Bosch estaba observando a Póstumo Baldi a través del cristal unidireccional de la cabina de ensayo. Aquella figura vestida de blanco lo hipnotizaba. Era como si Baldi fuera un dibujo animado, un juego de ordenador que se moviera siguiendo pautas misteriosas.
Wuyters y él acababan de descubrirlo en el extremo final del pasillo del primer sótano. La cabina estaba insonorizada y el cristal permitía que ambos lo contemplaran sin que Baldi pudiera percibirlos. Pese a la máscara de cerublastina, y tal como había sospechado desde el principio, Bosch lo reconoció de inmediato al observar sus ojos. «Son espejos -pensaba-. En efecto.»En el momento en que lo sorprendieron, Baldi terminaba de colocar a la mujer. Los tres lienzos se hallaban debidamente etiquetados y desnudos, boca arriba en el suelo de la cabina. No parecían haber sufrido desperfectos. Sin duda, Baldi ya había realizado las grabaciones y se disponía a cortarlos. Bosch se estremeció.
– ¿Entramos ya, señor? -preguntó Wuyters, levantando el arma.
– Llama antes a los demás -dijo Bosch.
Se habían situado junto a la puerta de la cabina, aguardando. Sostenían las pistolas firmemente con ambas manos. Wuyters conectó el micro y avisó a los otros dos agentes. Bosch observó que el joven estaba tan nervioso como él, quizá más.
Cuando Wuyters terminó de hablar, miró a Bosch en busca de nuevas instrucciones. Éste le hizo señas indicándole que se preparara para abrir la puerta de la cabina bruscamente.
En ese instante su móvil repicó. Sin perder de vista la figura de Baldi, y pese a saber que era imposible que éste lo oyera, contestó con premura. Se alegró al oír la voz de Wood y respondió de inmediato, en un susurro angustiado, antes de que ella hablara.
– ¿April? ¡Dios mío, ya lo tenemos! ¡Estaba en el Viejo Atelier! ¡Se ha metido en una de las cabinas de ensayo y se dispone a…!
Entonces Wood lo hizo callar con sus enérgicas palabras.
21.59 h
Todo había sucedido muy rápido. Primero, aquel imprevisto disparo. Se encontraban tan indefensos que ni Rodino ni Krupka lograron siquiera esbozar una reacción. Matt disparó primero hacia Rodino, que se llevó la mano a la garganta y abrió mucho los ojos. Ni Krupka ni ella pudieron ver la aguja clavada en su cuello. Entonces, con similar rapidez, amartilló el arma, apuntó a Krupka y disparó de nuevo. Luego se volvió hacia ella. Instintivamente, Clara se protegió con las manos.
– Calma -le dijo Matt en castellano.
Se acercó y le apartó las manos del cuello con suavidad de amante.
Una abeja de cristal punzó su garganta. Después, la habitación comenzó a perder las dimensiones.
Lo primero que vio al despertar fue a Krupka, que la miraba desde el suelo con expresión horrorizada. Comprendió que ella también estaba en el suelo, igual que él y que Rodino, boca arriba, respirando fatigosamente.
Le dolía la cabeza. El suelo estaba demasiado frío, o bien ella se encontraba desnuda por completo. La dureza de la piel le hizo saber, al mismo tiempo, que seguía pintada de óleo. Pero no lograba recordar qué hacía allí, bajo aquella luz de quirófano, tendida como un paciente a punto de bisturí. Krupka y Rodino también estaban desnudos.
Alrededor de su cabeza se movían unos zapatos blancos. Los zapatos iban y venían, como carentes de un destino concreto. Una sombra se proyectaba en ocasiones sobre ella. Krupka alzaba la vista, los ojos dilatados de terror. Rodino gemía. Clara también intentaba mirar hacia arriba, pero los fluorescentes la cegaban.
– ¿Qué está haciendo? -oyó decir a Krupka. O quizá decía: «¿Qué tal está usted?». El inglés de Krupka (más aún en aquellas circunstancias) era difícil.
Nuevos pasos. Clara alzó la cabeza y vio al hombre acercarse con aquel extraño aparato y agacharse junto a ella. El hombre la sujetó firmemente cogiendo un mechón de su pelo pintado. El tirón fue doloroso. Quiso alzar los brazos o moverse, pero estaba demasiado débil y mareada. De repente recordó quién era aquel joven de rostro de plástico que la miraba con tanta indiferencia como un muro blanco. Se llamaba Matt y les había dicho que iba a retocarlos por orden de Van Tysch.
Matt acercaba un aparato a sus ojos. ¿Qué era? Parecía un instrumento clásico de dentista o de barbero.
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