– ¿Quién es Elisabeth B algo? ¿Sigue trabajando en la redacción?
– Siguen todos -contestó Bertilsson, y continuó, enfatizando cada una de las palabras-, siempre siguen todos. Todo el mundo está siempre aquí.
Luego se recompuso y añadió:
– Supongo que te refieres a Elisabeth Berntsson.
– Probablemente -confirmó Hjelm-. ¿Está aquí ahora?
– Es la persona con la que acabo de hablar.
Hjelm echó un vistazo hacia la mujer de la melena azabache, que estaba tecleando como si le fuera la vida en ello.
– ¿Cómo era la relación entre ella y Hassel?
Bertilsson recorrió la sala con una mirada inquieta, de una manera que debería haber activado la curiosidad de cualquiera que no estuviera dormido. Nadie reaccionó. Möller estaba sentado tras sus puertas de cristal mirando por la ventana. No parecía haberse movido desde la última visita de Hjelm.
– Eso se lo tendréis que preguntar a ella -zanjó Bertilsson con firmeza-. Yo ya he dicho bastante.
Al acercarse los dos policías, la mujer levantó la vista de la pantalla del ordenador.
– ¿Elisabeth Berntsson? -preguntó Hjelm-. Somos de la policía.
La periodista los contempló por encima de las gafas.
– ¿Sus nombres? -quiso saber con voz ligeramente ronca, de fumadora.
– Yo soy el inspector Paul Hjelm y éste es el inspector Jorge Chávez. Somos de la policía criminal nacional.
– Ajá -constató ella reconociendo los dos nombres de la prensa-. O sea que tras la muerte de Lars-Erik hay algo más que lo que nos han dicho…
– ¿Podemos hablar en un lugar más discreto?
Ella arqueó una ceja, se levantó y se dirigió hacia una puerta de cristal. La siguieron hasta un despacho vacío. Igual que el de Möller.
– Siéntense -invitó ella, y se instaló tras la mesa.
Encontraron un par de sillas que se asomaban entre el caos de papeles y tomaron asiento. Hjelm atacó sin tregua.
– ¿Por qué llamó usted a la clínica de maternidad del hospital de Danderyd durante la feria del libro de 1992 para comunicar a la mujer de Lars-Erik Hassel que, mientras nacía su hijo, él se entregaba a una profusa actividad sexual en Gotemburgo?
Debería haberse quedado boquiabierta, pero la boca permaneció en su sitio, igual de firme que la mirada.
– In medias res , ¡sí, señor! -replicó ella al instante-. Muy eficaz.
– Eso pretendía -dijo Hjelm-. Pero no se la ve muy sorprendida.
– Siendo quienes son, comprendí que lo habían averiguado.
Si el tono hubiese sido otro, el comentario se podría haber interpretado como un halago.
– ¿Por qué lo hizo? ¿Por venganza? -preguntó Hjelm.
Elisabeth Berntsson se quitó las gafas, las cerró y las dejó sobre la mesa.
– No -dijo-. Por borracha.
– Eso quizá fuera el factor desencadenante, pero dudo que se tratara de la causa real.
– Puede que sí o puede que no.
Hjelm lo intentó por otra vía.
– ¿Por qué ha borrado todos los correos de Hassel?
Chávez le echó una mano.
– No resultó demasiado difícil rastrearlo.
Hjelm le dirigió una discreta mirada de gratitud.
Elisabeth Berntsson daba la impresión de tener la cabeza en otra parte. Detrás de la rígida concentración de su curtido rostro se libraba una lucha interior. Al final respondió:
– La profusa actividad sexual a la que usted ha hecho referencia la realizaba sobre todo conmigo. Lars necesitaba a alguien con más solidez que esa veinteañera. En la práctica ya habían acabado; todo lo que hice fue acelerar un poco el proceso. Fui el catalizador -añadió ella al final con un toque sarcástico.
– ¿Y después de eso qué? ¿Ustedes dos por los siglos de los siglos, amén?
Berntsson bufó.
– A ninguno de los dos nos interesaban demasiado ni la eternidad ni el amén. Supongo que estábamos demasiado marcados por el lado más sórdido de la vida en pareja y le habíamos cogido el gustillo a las alternativas. Tampoco hay que hacerle ascos a las aventuras de una noche. Personalmente llevo una vida social activa y me gusta tener libertad de movimientos. El gusto de Lars supongo que se inclinaba más por… las franjas de edad más bajas. Para mí, él era un amante que no estaba mal y un punto más o menos fijo de mi existencia. Como en la programación televisiva: a la misma hora en el mismo canal. Y digo canal en toda la extensión de la palabra.
Hjelm la contempló y tomó una decisión rápida.
– ¿Le dejó leer los correos amenazantes?
– Me cansé. Eran muy repetitivos; eternas variaciones sobre el mismo tema. De una insistencia increíble. Una obsesión. Algún tipo que había encontrado un chivo expiatorio en el que verter todas las frustraciones de su vida.
– ¿Un tipo?
– Todo apuntaba a que sí; un lenguaje muy masculino, por decirlo de alguna manera.
– ¿De cuántos correos estamos hablando?
– Los primeros seis meses llegaron con cuentagotas, pero durante el último mes aquello se convirtió en un verdadero diluvio.
– ¿Así que los recibió durante unos seis meses?
– Más o menos.
– ¿Cuál fue la reacción de Hassel?
– Al principio se alteró bastante. Luego, cuando se dio cuenta de que más bien se trataba de una actividad terapéutica, se quedó como pensativo, como si reflexionara sobre lo que podría ser aquello por lo que le castigaban. Pero al final, cuando todo empezó a acelerarse, volvió a tener miedo y decidió desaparecer una temporada. Fue así como surgió la idea del viaje a Nueva York.
Hjelm renunció a comentar los costes de aquella huida.
– ¿Puede describirnos el contenido de esos correos con mayor detalle?
– Descripciones muy explícitas de lo malvado que era y, sobre todo, de lo que iban a hacer con su cuerpo. Pero sin referencias concretas a lo que había hecho mal, y eso era lo que le preocupaba, creo; el hecho de que quien le acusaba no dijera de qué.
– ¿Y usted quién cree que era la persona que le acusaba?
Ella se quedó callada un momento, toqueteó las gafas y las fue poniendo en diferentes ángulos sobre la mesa.
– Tuvo que ser un escritor -dijo al final.
– ¿Por qué?
– Bueno, usted mismo ha leído los artículos de Lars.
– ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijo Möller. O sea, ha visto que Lars no se cortaba un pelo si había algo que no le gustaba. Ésa era su marca característica como crítico; así construyó su reputación nacional. Pero actuando así resulta inevitable herir a ciertas personas. Y algunos de los heridos nunca levantan cabeza. Quien siembra sangre…
Hjelm reflexionó sobre la curiosa frase final; ¿estaba citando a alguien?
– ¿El autor de los correos escribía como un escritor?
– Un escritor fracasado, sí.
Hjelm, distraído, se rascó el grano de la mejilla, y eso que no solía tocarlo cuando estaba con otras personas. Un pequeño trocito de piel cayó, revoloteando en el aire, hasta la pernera del pantalón Elisabeth Berntsson lo contempló sin inmutarse.
Hjelm le echó una mirada rápida y cargada de intención a Chávez, y dijo:
– Estamos otra vez donde empezamos: ¿por qué ha borrado todos los correos de Hassel?
– No lo he hecho.
Hjelm suspiró y se volvió hacia su compañero, que a esas alturas debía haber tenido tiempo suficiente para inventarse una historia. La cuestión era si conseguiría seguirle el juego, pues andaban los dos un poco oxidados.
Chávez estuvo a la altura.
– Llegamos a la redacción a las 15.37. A las 15.40 Bertilsson le preguntó por la contraseña de Hassel. A las 15.41 la introdujo, pero era errónea. Regresó a su mesa, y a usted se le ocurrió la contraseña correcta a las 15.43. Pudimos acceder al buzón de Hassel a las 15.44. Para entonces todo había desaparecido. Conseguí averiguar la hora exacta a la que se eliminaron todos los correos: 15.42, dos minutos después de que, informada de nuestra petición, usted nos facilitara una contraseña errónea.
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