Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– ¿Y qué te crees que llevo, pijama?

Llevaba un blazer marrón y pantalones vaqueros.

– Pareces un federal de paisano intentando pasar por un jodido yuppie. Les cojo los carnets y te los paso. Tú vuelves al coche como si fueses a llamar para comprobar si son delincuentes o si se les busca por algo, y anotas los nombres. Mañana haré que me los comprueben.

– Todavía tienes amigos en South Broad.

– Y también tengo confidentes, en caso de necesidad.

– ¿Les vas a enseñar una insignia, o qué?

– ¿Por qué no esperas a verlo? Venga, frena justo detrás de ellos.

– ¿Les doy un toque?

– Sí, ráyaselo. Eso les hará más cooperadores.

Jack vio que los dos individuos del coche estaban mirando hacia atrás, a los faros de su coche.

– Matrícula de Louisiana -dijo.

Paró muy cerca del brillante maletero del Chrysler y apuntó el número mientras Roy, al salir, decía:

– Es de alquiler.

Cuando Jack se acercó al lado contrario del coche, Roy ya le estaba pidiendo al conductor que le enseñara su permiso de conducir, al tipo con pinta de criollo. El otro estaba inclinado hacia delante, diciéndole a Roy:

– No tiene que enseñarle ningún carnet. Tenemos permiso. ¿Quién coño es usted, que no se ha enterado?

Era el que había llevado la voz cantante en la gasolinera Exxon. El tipo de las gafas de sol, aunque en aquel momento no las llevaba.

Jack oyó que Roy decía:

– Señor, a lo mejor no quiere enseñármelo él mismo. Pero voy a verlo, de una manera o de otra. ¿Está claro?

El que parecía criollo sacó la cartera diciéndole al otro individuo algo que Jack no pudo oír. Y luego Roy le dijo al otro:

– Usted también, señor, si no le importa. Tengo curiosidad por saber quiénes son los gilipollas que se han creído que pueden quedarse aquí todo el tiempo que quieran.

Aquel tío empezó a contestar algo acerca del «permiso» de nuevo, enfadado. Jack no captó todas las palabras. Los dos tipos hablaban entonces entre ellos, en castellano, y Roy esperaba. Finalmente, el del asiento de la derecha sacó una cartera de la chaqueta y Jack miró hacia la casa de Lucy.

El plan era que ella saliera con Amelita mientras ellos entretenían a los dos tipos. La había llamado para exponerle el plan después de hablar con Roy, y Lucy había dicho que estaba bien, siempre que pudieran salir antes de las nueve y media. En aquel momento eran las nueve y veinte.

Roy le pasó los dos carnets de conducir y el sobre del alquiler del coche por encima del techo del Chrysler mientras el que había estado hablando decía algo de llamar al comisario de policía del distrito y que ya se enteraría.

Jack fue a su coche y entró, dejando la puerta abierta a fin de tener luz para ver lo que hacía. Apuntó el nombre de Crispín Antonio Reyna. Ese era el jefe, no el conductor. Tenía treinta y dos años y vivía en el cayo de Biscayne, en Florida.

«Algo en que pensar, ¿eh? ¿Por qué se habrá traído el coronel a estos fulanos desde Florida?»

El alquiler de la National Rental estaba también a su nombre. Parecía que Crispín Antonio Reyna era el jefe. Tenía sentido, era el que llevaba la voz cantante. El tipo con pinta de criollo, que se llamaba Franklin de Dios -«¿Cómo diablos puede haber un nombre así?»-, tenía cuarenta y dos años. Su dirección habitual era de Miami.

Jack salió y se acercó al Chrysler. Vio que Roy miraba hacia atrás y luego se apartaba del coche para encontrarse con él en la parte trasera.

– Los dos son de Florida.

A Roy no pareció sorprenderle. Dijo:

– Están intentando explicarme que es un asunto de inmigración y que tienen permiso policial para estar aquí todo el tiempo que quieran.

– ¿Y tú qué crees?

– Eso es lo de menos. Daremos por hecho que es todo pura mierda. No digas ni una palabra si te preguntan si has hablado con el capitán, ¿vale?

Roy volvió a acercarse al conductor, mientras Jack se dirigía al lado contrario. Miró hacia la casa de Lucy, la tercera detrás de la densa arboleda. No se veía ni una luz. Oyó que Roy le decía al conductor:

– Pretende que me trague esa mierda, ¿eh? Será mejor que salga del coche.

Jack oyó la voz de Roy, con aquel tono de policía que le era tan fácil simular, y vio un coche que de repente encendía las luces y salía de entre los arbustos de la entrada de casa de Lucy, un Mercedes oscuro. Jack lo vio enfilar la calle y alejarse hacia Saint Charles, y cómo las luces rojas se iban empequeñeciendo en la oscuridad, casi hasta desaparecer, cuando Crispín Antonio Reyna empezó a gruñir en castellano. Jack se dio la vuelta y vio que Franklin de Dios, de Miami, se inclinaba sobre el volante y buscaba la llave de contacto.

No cabía duda de que se iban a escapar, porque además no había nada delante que pudiera retenerlos. Hasta que Jack vio que Roy metía la mano, agarraba un puñado de cabellos, tiraba de la cabeza de Franklin de Dios y la apoyaba contra la base de la ventanilla.

– ¿Pretendes escaparte? -dijo Roy. Volvió a meter la mano, esta vez la izquierda, y la sacó con una pistola-. Oh, oh, ¿qué tenemos por aquí?

En aquel momento Jack se acercaba al otro, a Crispín Reyna, después de haber visto cómo se hacía. Oyó que Roy le decía a Franklin de Dios que podía salir del coche por sus propios pies o esperar a que lo sacara por la ventanilla, y al mismo tiempo que lo oía vio la mano de Crispín Reyna sobre la guantera, apretando el botón para abrirla. Jack metió la mano, agarró del pelo a Crispín Reyna y tiró con fuerza hacia el respaldo del asiento. Luego cambió de mano, aprendiendo a medida que lo hacía, y presionó con la palma de la mano sobre la cara del individuo para mantenerle quieto, al tiempo que tanteaba en la guantera con la otra mano. Jack se apartó del coche con una automática de acero azulado, sosteniéndola con ligereza, contemplando su brillo mortecino a la luz de la calle. Le resultaba agradable al tacto. Volvió a acercarse al coche cuando vio que Crispín Reyna se daba la vuelta para mirarle. Le indicó que mirase hacia delante y le puso el cañón de la pistola en la oreja.

Roy había hecho salir a Franklin de Dios y le había dicho que se apoyara contra el coche, con las piernas abiertas.

– Venga, ábrelas.

El tipo hacía lo que le decían, inexpresiva su cara de criollo, con aquellos pómulos sobresalientes que parecían grabados sobre alguna madera dura y suave.

– ¿Nos llevamos a estos cabrones a comisaría?

– Odio el papeleo -respondió Jack.

– A mí también me fastidia. ¿Qué te parece? El río está aquí mismo.

Jack vio que los tranquilos ojos de Franklin de Dios le miraban, y se llevó la mano a la cara, apoyando el codo en el techo del coche.

– El Misisipí, eso es, buena idea. La corriente los llevaría a Pilot Town. Eso si saben nadar.

– ¿No te gustaría añadirles un poco de peso?

– Creo que tendríamos que darles una oportunidad.

Quien se puso a hablar fue Crispín Reyna, diciendo que eran unos cabrones locos y que sería mejor que llamaran a sus superiores inmediatamente.

– Ya les he dicho que tenemos permiso para estar aquí.

– O cambiando de idea… -dijo Jack-, ¿qué tal si los tiramos al Outlet Canal? Llegarían al golfo antes del amanecer.

Vio que Roy, más alto que Franklin de Dios, asentía:

– A no ser que quieras llevarlos al cementerio de los desconocidos.

– ¿Dónde está eso?

– En la parroquia de San Juan Bautista, en el pantano. Dicen que si algún día se levantasen la mitad de los cadáveres de ahogados que hay allí, habría gente suficiente para llenar el Superdome.

– Es duro, ¿no? -dijo Jack.

Lo que no podían hacer era simplemente soltarlos. Lucy necesitaría poco más o menos una hora libre de preocupaciones y sin tener que mirar hacia atrás. Así que metieron a Franklin de Dios y a Crispín Reyna en el maletero del Chrysler, entre las protestas bilingües de Crispín. Finalmente consiguieron apretar al uno contra el otro, como si fueran dos amantes del gran dormitorio de Angola, mientras Roy les decía que perdonasen y que los sacaría al cabo de un rato.

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