Quizá debería ir a Urgencias para que le hicieran una prueba de drogas, descubrir antes de que las metabolizara qué clase de sustancias químicas había ingerido exactamente, sustituir sus sospechas por pruebas. Por otro lado, el registro de una prueba de toxicología provocaría preguntas y complicaciones. Se encontraba en la encrucijada de querer descubrir qué había ocurrido antes de dar ningún paso oficial para descubrirlo.
Cuando ya se estaba deslizando por el pozo de la indecisión, una furgoneta blanca grande se detuvo a menos de diez metros, justo delante de la casa de arenisca. El haz de los faros de un coche que pasó hizo que las letras verdes del lateral de la furgoneta resultaran legibles: WHITE STAR LIMPIEZA COMERCIAL.
Gurney oyó que se abría una puerta corredera en el otro extremo de la furgoneta y a continuación comentarios en español, antes de que la puerta volviera a cerrarse. La furgoneta arrancó y un hombre y una mujer con uniforme gris aparecieron en la semioscuridad, ante la puerta de la casa de arenisca. El hombre la abrió con una llave que llevaba sujeta al cinturón en un aro. Entraron en el edificio y, al cabo de un momento, se encendió una luz en el vestíbulo. Poco después se encendió otra luz en otra ventana de la planta baja. Y a intervalos de aproximadamente dos minutos fueron apareciendo luces en las ventanas de cada una de las cuatro plantas del edificio.
Gurney decidió colarse. Parecía un policía, sonaba como tal, y su tarjeta de miembro de una asociación de detectives retirados podía tomarse por credenciales activas.
Cuando llegó a la puerta vio que aún estaba abierta. Entró en el recibidor y escuchó. No oyó pisadas ni voces. Intentó abrir la puerta que conducía del recibidor al resto de la casa. Tampoco estaba cerrada con llave. La abrió y escuchó otra vez. No oyó nada salvo el susurro apagado de una aspiradora en una de las plantas superiores. Entró y cerró la puerta con suavidad tras de sí.
El personal de limpieza había encendido todas las luces, lo que daba al gran vestíbulo una apariencia más fría y desolada que la que Gurney recordaba. La claridad había disminuido la suntuosidad de la escalera de caoba que constituía la principal característica de la estancia. Los paneles de madera de las paredes también parecían de menor valor, como si la luz intensa hubiera eliminado su pátina de antigüedad.
En la pared del fondo había dos puertas. Recordó que una de ellas conducía al pequeño ascensor al cual lo había acompañado la hija de Jykynstyl; si de verdad era su hija, lo cual dudaba. La puerta de al lado estaba entornada, y la sala de detrás estaba tan brillantemente iluminada como el gran vestíbulo en el que se hallaba.
Parecía lo que los anuncios inmobiliarios denominaban una sala de ocio. Estaba dominada por una pantalla plana de vídeo con media docena de sillones dispuestos hacia ella en ángulos diversos. Había una zona de bar en un rincón y contra una pared lateral un aparador con un fila de copas de vino y cóctel y una pila de bandejas de cristal apropiadas para postres elegantes o rayas de cocaína. Miró en los cajones del aparador y vio que estaban todos vacíos. El mueble bar y una pequeña nevera estaban cerrados. Salió de la habitación con tanto sigilo como había entrado y se dirigió a la escalera.
La alfombra persa mitigó el ruido de sus pasos apresurados al subir los peldaños de dos en dos hasta el primer piso y luego al segundo. El sonido de la aspiradora era más fuerte allí e imaginó que en cualquier momento el equipo de limpieza podría bajar desde el piso de arriba, de manera que el tiempo de reconocimiento era limitado. Una entrada en arco conducía a un pasillo con cinco puertas. Supuso que la del fondo sería la del ascensor y las otras cuatro darían a habitaciones. Se acercó a la puerta más cercana y giró el pomo de la manera más silenciosa posible. Al hacerlo, oyó el ruido sordo del ascensor, que se detuvo pasillo abajo, seguido por el suave sonido de su puerta corredera.
Se metió con rapidez en una habitación oscura, que supuso que era un dormitorio, y cerró la puerta, con la esperanza de que quien había salido del ascensor, presumiblemente un miembro del equipo de limpieza, hubiera estado mirando en otra dirección.
Comprendió que se hallaba en una situación complicada: sin poder esconderse porque la habitación estaba demasiado oscura para que encontrara un lugar apropiado y sin poder encender la luz por temor a delatarse. Y si lo encontraban escondiéndose de manera penosa detrás de la puerta de un dormitorio, difícilmente podría escabullirse mostrando unas credenciales de detective retirado. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, de todos modos? ¿Qué era lo que esperaba descubrir? ¿La cartera de Jykynstyl con una pista que le condujera a otra identidad? ¿Un mensaje de correo electrónico de una conspiración? ¿Las fotografías a las que se refería el SMS? ¿Algo que incriminara lo suficiente a Jykynstyl para neutralizar cualquier amenaza? Esas posibilidades eran material de películas de intriga inverosímiles. Así pues, ¿por qué se había puesto en esa posición ridícula, acechando en la oscuridad como un ladrón idiota?
La aspiradora cobró vida ruidosamente en el pasillo, al otro lado de la puerta; su sombra pasaba adelante y atrás por la rendija de luz que se colaba entre la puerta y la moqueta. Gurney retrocedió con cautela, pegado a la pared, a tientas. Oyó que se abría una puerta al otro lado del pasillo. Unos segundos después, el rugido de la aspiradora disminuyó, sugiriendo que la máquina y quien la llevaba habían entrado en la habitación de enfrente.
Las pupilas de Gurney estaban empezando a ajustarse a la oscuridad, una oscuridad que la rendija de luz que brillaba bajo la puerta diluía justo lo suficiente para que se distinguieran unas pocas formas grandes: los pies de una cama king-size , las orejas curvadas de un sillón estilo reina Ana, un armario oscuro apoyado en una pared de tono más claro.
Decidió intentarlo. Palpó la pared de detrás de él en busca de un interruptor y encontró un regulador. Lo giró hasta que estuvo aproximadamente en la zona de intensidad media, luego lo pulsó a su posición de encendido y, a continuación, a la de apagado. Contaba con que los empleados de limpieza estuvieran lo bastante ocupados para que les pasara inadvertido el resplandor de medio segundo de luz mortecina bajo la puerta.
Lo que vio en el breve momento de iluminación fue un espacioso dormitorio con los muebles cuyos contornos había discernido en la semioscuridad, además de dos sillas pequeñas, una cómoda baja con un elaborado espejo encima y un par de mesillas de noche con lámparas ornadas. No había nada inesperado o extraño, salvo su reacción. En el instante en que fue visible, la escena encendió en él la experiencia del déjà vu . Estaba seguro de que ya antes había visto exactamente todo lo que había aparecido en ese destello de luz.
La sensación visceral de familiaridad fue seguida al cabo de unos segundos por una pregunta escalofriante: ¿había estado en esa habitación antes ese mismo día? El escalofrío se convirtió en una especie de náusea. Tenía que haber estado ahí, en esa habitación. ¿Por qué si no había experimentado una sensación tan intensa al ver la cama, la posición de las sillas, el copete festoneado del armario?
Más importante, ¿hasta dónde podía haberlo llevado el poder desinhibidor del alcohol y el Rohipnol? ¿Cuánto de lo que uno creía, cuánto del verdadero sistema de valores de uno mismo, cuánto de lo que era precioso para uno, cuánto de todo ello podía barrer esa mezcla química? Nunca en toda su vida se había sentido tan vulnerable, tan ajeno a sí mismo-tan inseguro de quién era o de qué podría ser capaz de hacer-como en ese momento.
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