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John Verdon: No abras los ojos

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John Verdon No abras los ojos

No abras los ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse. Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa. Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse. Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Aquello estaba bastante lejos de ser verdad, al menos en ese momento. Se preguntó, con un escalofrío de terror, si Ashton estaba siendo irónico: tal vez veía su verdadero estado de ánimo y ahora estaba bromeando.

Gurney sentía que su cerebro, responsable de sus grandes victorias profesionales, estaba resbalando de costado en el barro, perdiendo tracción y dirección, mientras trataba de encajar demasiadas cosas al mismo tiempo: el Héctor irreal; el Jykynstyl irreal; y las decapitadas Jillian Perry, Kiki Muller, Melanie Strum y Savannah Liston. Y también la muñeca sin cabeza que había aparecido en la sala de costura de Madeleine.

¿Dónde estaba el centro de todo ello, el lugar en el que convergía todo? ¿Era en Mapleshade? ¿En la casa de arenisca de la que se ocupaban las «hijas» de Steck? ¿En algún oscuro café de Cerdeña, donde en ese mismo momento Giotto Skard podría estar tomándose un expreso, acechando como una araña arrugada en el centro de su telaraña, donde convergían todos los hilos de sus empresas?

Preguntas sin responder que se apilaban con rapidez.

Y ahora una muy personal: ¿por qué no había considerado la posibilidad de que hubiera micrófonos en la sala?

Siempre había sentido que el concepto de pulsión de muerte era un paradigma más que simplista, del que se abusaba, pero en ese momento se preguntó si no sería la mejor explicación de su conducta.

¿O simplemente su disco duro mental estaba demasiado lleno de detalles que no había podido digerir?

Detalles sin digerir, teorías poco firmes y asesinatos.

Cuando todo lo demás falla, vuelve al presente.

El consejo de Madeleine: estar aquí, en el aquí y el ahora. Prestar atención.

Atención al momento: el santo grial de la conciencia.

Ashton estaba en medio de una frase:

– … tragicómica torpeza del sistema de justicia criminal, que no es sistemático ni justo, pero que sin duda alguna es criminal. Cuando trata con delincuentes sexuales, el sistema es absurdamente diplomático e inepto hasta el ridículo. De los delincuentes que condena, no ayuda a ninguno y empeora a la mayoría. Libera a los que son lo bastante listos para engañar a los llamados profesionales que los evalúan. Las listas públicas de delincuentes sexuales son incompletas e inútiles. Bajo la protección de esta trampa de relaciones públicas, el sistema suelta a serpientes que devoran niños. -Miró a Gurney, a Hardwick, otra vez a Gurney-. Este es el lamentable sistema al que todo su fino engranaje mental, toda su lógica, todas sus capacidades para la investigación y toda su inteligencia sirven en última instancia.

Era un discurso extraño, pensó Gurney, una elegante diatriba con el tono estudiado de quien lo ha hecho antes-posiblemente en conferencias con sus colegas-, aunque estaba animado por una furia palpable que distaba mucho de ser artificial. Al mirar a los ojos de Ashton, reconoció aquella furia como una emoción que había visto antes. La había percibido en víctimas de abuso sexual. Recordó haberla visto en los ojos de una mujer de cincuenta años que estaba confesando el asesinato con un hacha de su padrastro de setenta y cinco años, que la había violado cuando ella tenía cinco.

Su defensa en el tribunal fue que quería estar segura de que su propia nieta no tendría que temer de él, que ninguna nieta de nadie tendría que tenerle miedo. Sus ojos estaban llenos de una rabia salvaje y protectora, y a pesar de los intentos que hizo su abogado para que callara, continuó jurando que el único deseo que le quedaba era matar a todos los monstruos, a todos los violadores, matarlos a todos y hacerlos pedazos. Cuando la sacaron de la sala, estaba chillando, gritando que esperaría a las puertas de las prisiones y mataría a todos los delincuentes que liberaran, a todos los que quedaran sueltos en el mundo. Usaría hasta el último gramo de fuerza que Dios le había dado para hacerlos pedazos.

Fue entonces cuando Gurney sintió que todo encajaba, cuando encontró la respuesta para la ecuación simple que lo explicaba todo.

Miró a Scott Ashton, posado como un halcón con ojos brillantes en su gran silla eclesiástica, y vio, por primera vez, quién era en realidad aquel hombre.

Gurney habló con tanta naturalidad como si hubieran estado discutiendo el tema toda la mañana.

– No hay ninguna posibilidad de que Tirana vuelva a hacer daño a nadie.

Al principio Ashton no reaccionó, aparentemente no había oído las palabras de Gurney, y mucho menos las acusaciones de asesinato que implicaban.

Sin embargo, detrás de él, en el oscuro rellano, Gurney detectó otro movimiento, más identificable esta vez como un brazo con una manga marrón; al final de él un pequeño reflejo de algo metálico. Luego, como antes, se retiró en el oscuro hueco de detrás del umbral.

Hasta ese momento la cabeza de Ashton había estado ligeramente inclinada hacia la izquierda. Ahora giró, en el movimiento en arco más pequeño imaginable, hacia la derecha. Se cambió la pistola de la mano derecha a la izquierda, que permanecía en su regazo. Elevó la mano derecha tentativamente a un lado de su cabeza, de manera que las yemas de los dedos tocaron un poco la oreja y la sien, permaneciendo allí en un gesto que era al mismo tiempo delicado y desconcertante. Combinado con el ángulo de la cabeza, creaba la peculiar impresión de un hombre que escuchaba una melodía esquiva.

Finalmente sus ojos buscaron los de Gurney y bajó la mano al brazo de la silla, levantando al mismo tiempo la otra, que empuñaba la pistola. Una sonrisa surgió y se desdibujó en su cara, como una flor absurda, de vida fugaz.

– Es un hombre listo, muy listo.

El murmullo de fondo de voces que emanaba de los altavoces del monitor de detrás se hizo cada vez más alto, más agudo.

Ashton al parecer no se fijó.

– Tan listo, tan perceptivo, tan ansioso por impresionar. Me pregunto a quién quiere epatar.

– Algo está ardiendo-dijo Hardwick en un tono de voz alta y urgente.

– Es usted un niño-continuó Ashton siguiendo su propia línea de pensamiento-. Un chico que ha aprendido un truco de cartas y no deja de mostrárselo una y otra vez a las mismas personas, tratando de recrear la reacción que tuvieron la primera vez.

– ¡Joder, algo está ardiendo!-repitió Hardwick, señalando la pantalla.

Gurney estaba mirando de forma alterna a la pistola y a los ojos engañosamente calmados del hombre que la sostenía. Lo que estuviera ocurriendo en la pantalla tendría que esperar. Quería que Ashton continuara hablando.

Hubo otro movimiento en el rellano, y un hombre pequeño, vestido con un chaqueta de punto marrón, entró lenta y silenciosamente en el umbral de la oficina. Gurney tardó un segundo extra en identificarlo como Hobart Ashton.

Gurney se obligó a mantener sus ojos en la pistola de Scott Ashton. Se preguntó cuánto de lo que estaba ocurriendo comprendía el padre, si es que comprendía algo. ¿Qué pensaba hacer, si es que pensaba hacer algo? ¿Cuál era la razón de su acercamiento furtivo? ¿Por qué había subido la escalera y se había escondido en el rellano? Algo más urgente, ¿podía ver la pistola de su hijo desde donde estaba? ¿Comprendería lo que significaba? ¿Hasta qué punto deliraba? Y quizá, lo más importante, ¿el anciano podía crear a propósito o inadvertidamente, una distracción momentánea, que concediera a Gurney una oportunidad para lanzarse a través de la sala y arrebatarle la pistola antes de que Ashton pudiera usarla contra él?

Una repentina intervención interrumpió sus pensamientos.

– ¡Mierda! ¡La capilla está en llamas!-gritó Hardwick.

Gurney miró a la pantalla sin perder de vista dónde permanecían Scott Ashton y su padre. En la pantalla, la transmisión de vídeo de alta definición mostraba claramente el humo que procedía de los apliques en las paredes de la capilla. Las chicas o bien habían salido de sus bancos o bien se precipitaban a hacerlo. Se congregaban en el pasillo central y en la plataforma elevada más cercana a la posición de la cámara.

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