»Algunas veces, al observarle, yo me preguntaba, asombrado, por qué permitía que ese hombre me mandara. Pero siempre que veía su cambio de expresión al responder a las objeciones de Visser (Visser era el único que planteaba objeciones cada día), comprendía los motivos de mi obediencia.
»Visser era un hombre violento, ágil y astuto al mismo tiempo. Pero al lado de Dimitrios parecía un niño. En cierta ocasión en que nuestro jefe se había burlado duramente de él, al verse en ridículo, Visser había desenfundado una pistola, blanco de ira. Recuerdo haber visto su dedo temblando sobre el gatillo, presto para disparar: yo, de Dimitrios, me hubiera puesto a rezar. Pero Dimitrios se limitó a sonreír, con aquella sonrisa suya tan insolente, le dio la espalda a Visser y empezó a hablar conmigo acerca de nuestro negocio. Dimitrios siempre se mantenía sereno, aun en los momentos en que se sentía invadido por la cólera.
»Por eso nos quedamos tan sorprendidos aquel día. Dimitrios había llegado tarde y, tras cerrar la puerta, permaneció de pie, en silencio, observándonos durante más de un minuto. Luego se dirigió a su sitio y se sentó. Visser ya nos había adelantado algo sobre el dueño de un café y de los problemas que ese individuo nos podría acarrear y siguió con el tema. Nada de lo que decía era demasiado interesante. Creo que le advertía a Galindo que tendrían que dejar de utilizar ese café, porque ya no era un sitio seguro.
»De pronto, Dimitrios se inclinó sobre la mesa y gritó: Imbécile! [43], y después escupió a Visser en la cara.
»Tan sorprendido como todos nosotros, Visser abrió la boca para decir algo, pero Dimitrios no le dio tiempo ni para decir una palabra. Antes de que lográramos comprender lo que estaba ocurriendo, nuestro jefe había comenzado a acusar a Visser con los más fantásticos cargos que se puedan imaginar. Las palabras fluían sin descanso de su boca y le vimos escupir varias veces, como si fuera un golfo.
»Visser había empalidecido; se puso en pie y se llevó una mano al bolsillo en el que llevaba la pistola. Pero Lenôtre, que estaba a su lado, se levantó también y murmuró algo a su oído. Aquellas palabras lograron que Visser sacara la mano de su bolsillo.
»Lenôtre estaba habituado a ver gente drogada; él, Galindo y Werner habían reconocido los síntomas tan pronto como Dimitrios entró en la habitación. Pero al ver que Lenôtre murmuraba algo al oído de Visser, Dimitrios se volvió contra él. Después nos llegó el turno a cada uno de nosotros.
»Nos dijo que éramos unos idiotas si pensábamos que ignoraba nuestra confabulación contra él. En griego y en francés nos aplicó un buen número de motes desagradables. A continuación empezó a vociferar que él solo era muchísimo más listo que todos nosotros juntos, que a no ser por él todos seríamos unos muertos de hambre, que sólo a él se podía atribuir el éxito que habíamos obtenido (lo cual era cierto, aunque no nos gustara oírselo decir) y que podía hacer de nosotros lo que mejor le pareciese. Prosiguió durante media hora alternando insultos y bravatas. Ninguno de nosotros dijo ni mu. De pronto, bruscamente, tal como había empezado su número, se detuvo, se puso en pie y salió de la habitación.
»Supongo que, después de aquella escena, hubiéramos tenido que pensar en la posibilidad de una traición. Los adictos a la heroína son a menudo traicioneros. Y sin embargo, no estábamos preparados para eso. Alguna vez he pensado que tal vez teníamos una idea demasiado exacta de la cantidad de dinero que Dimitrios ganaba. Recuerdo muy bien que, una vez se hubo marchado, Lenôtre y Galindo se echaron a reír y preguntaron a Werner si el jefe pagaba por la droga que consumía. El mismo Visser sonrió. Ya lo ve usted: el resultado fue un chiste.
»Cuando volvimos a ver a Dimitrios, su estado era normal y nadie aludió a su acceso de ira. Pero a medida que transcurrían los meses, a pesar de que no se produjeron escenas violentas, nuestro jefe se mostraba de mal talante y cualquier pequeño problema despertaba sus iras. También había cambiado su aspecto físico. Estaba delgado, enfermo, con los ojos apagados. Y ya no acudía a las reuniones con regularidad.
»Por entonces se produjo la que tendría que haber sido la segunda advertencia para nosotros.
»A principios de setiembre, Dimitrios anunció de pronto que se proponía reducir las compras durante los tres meses siguientes y echar mano de nuestras reservas. Esto nos sorprendió y presentamos objeciones.
»Uno de los impugnadores fui yo. Mis dificultades para reunir la mercancía de reserva habían sido grandes y no quería que se distribuyera esa droga sin una buena razón. Los demás le recordaron los inconvenientes que habían surgido con anterioridad, cuando carecíamos de reservas. Pero Dimitrios no quiso escucharnos. Le habían advertido, nos dijo, de que la policía estaba dispuesta a tomar medidas para dar un giro a la situación. Agregó que esa cantidad de droga podía llegar a comprometernos seriamente si era descubierta; y no sólo eso: la incautación de esas reservas representaría para nosotros una enorme pérdida financiera. También él lamentaba desprenderse de nuestras existencias, pero era lo mejor que se podía hacer para salvaguardar nuestra seguridad.
»No creo que ninguno de nosotros se nos haya ocurrido pensar que Dimitrios estaba liquidando, tal vez, sus haberes, antes de largarse de la organización. Supongo que pensará que, por ser gente con experiencia, todos nosotros éramos demasiado confiados. No anda muy errado.
»Salvo uno de nosotros: Visser, que siempre parecía ponerse a la defensiva cuando hablábamos con Dimitrios. Incluso a Lydia, que tan bien conocía a la gente, la engañó. En cuanto a Visser, un inútil de tan engreído como era, era incapaz de pensar que alguien, ni siquiera un drogadicto, fuera a traicionarle. Además, ¿por qué sospechar de Dimitrios? Ganábamos dinero, todos, pero Dimitrios ganaba más, mucho más que nosotros. ¿Había algo razonable para que sospecháramos de él? ¿Quién hubiera sido tan sagaz como para pensar que se comportaría como un loco?
Peters hizo una pausa y se encogió de hombros.
– Ya conoce usted todo lo demás. Se convirtió en soplón. Todos fuimos arrestados. Yo estaba en Marsella, con Lamare, cuando nos cogieron. La policía obró con mucha astucia. Nos vigilaron durante una semana entera antes de arrestarnos. Me figuro que esperaban sorprendernos con las manos en la masa. Por suerte, advertimos la vigilancia la víspera del día que debíamos recibir un importante cargamento proveniente de Estambul.
»Lenôtre, Galindo y Werner fueron menos afortunados. Llevaban algo de droga en sus bolsillos. La policía, por supuesto, trató de obligarme para que dijera lo que sabía sobre Dimitrios. Me enseñaron el dossier que él les había enviado. Habría sido igual si me hubieran preguntado por la luna.
»Tiempo después supe que Visser conocía más detalles que nosotros; pero tampoco quiso revelar nada sobre nuestro negocio. En realidad, tenía otra idea en la cabeza. Informó a la policía acerca de un apartamento que Dimitrios tenía, en el distrito decimoséptimo. En rigor se trataba de una mentira. Visser pretendía obtener, merced a su colaboración, una sentencia más leve que las nuestras. Pero no fue así. Murió hace un tiempo, pobre hombre.
Peters exhaló uno de sus profundos suspiros y se sacó un cigarro del bolsillo.
Latimer bebió un sorbo de su segunda taza de café. Estaba frío; cogió un cigarrillo y aceptó la lumbre del mechero de su anfitrión.
– Y bien -dijo cuando vio que el cigarro de Peters estaba ya encendido-. ¿Qué hay? Aún me falta saber cómo puedo ganarme aquel medio millón de francos.
Peters sonrió como si estuviera presidiendo la merienda dominical de una escuela y Latimer hubiera pedido que le sirvieran una segunda pasta de grosellas.
Читать дальше