Eric Ambler - La Máscara de Dimitrios

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La máscara de Dimitrios (en inglés The Mask of Dimitrios) es una novela de espionaje escrita por el británico Eric Ambler y publicada en 1939. Eric Ambler marcó un hito con esta obra dentro de lo que es la novela de espías, eliminando de ella los personajes heroicos e introduciendo esos personajes mixtos en los que se mezclan caracteres encomiables junto a miserias. De un marcado cinismo, que probablemente se origine en sus experiencias en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Amblera añade el exotismo de unos escenarios orientales que conocía perfectamente. Ambler es el creador de la persona corriente convertida en espía casi contra su voluntad, y sometido a peligros que no imagina por su propia ingenuidad.Su protagonista es un escritor británico, Charles Latimer, que se encuentra en la ciudad de Estambul, donde conoce casualmente a un miembro de la policía secreta turca por quién descubre que un peligroso criminal internacional
conocido entre otros nombres por el de Dimitrios ha sido hallado muerto, ahogado en el puerto. Intrigado por la figura de este personaje, traficante de armas, conspirador, espía internacional, Latimer se desplazará por los Balcanes tras una sombra. Latimer recorrerá los vericuetos del recientemente fraccionado Imperio otomano (Turquía, Bulgaria, Grecia, Serbia…) y de allí se trasladará a París y Suiza para hablar con espías y ex espías internacionales. Y a lo largo de toda esta investigación se va imponiendo la figura de Dimitrios, símbolo de la decadencia de una época.

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De pronto, parecía que el ruido se hubiera aplacado en torno a ellos; el escritor pensó que tal vez tuviera algodón en los oídos.

Madame Preveza movió con gesto cansado la cerilla y la arrojó al cenicero que tenía ante sí. Sus ojos siguieron inmóviles. Después, con un tono muy suave, dijo:

– No me gusta su presencia aquí. Largo… Largo de aquí, ¡los dos!

– Pero…

– ¡Largo de aquí! -repitió sin alzar la voz ni mover la cabeza.

Marukakis echó una mirada a Latimer, se encogió de hombros y se puso de pie. Latimer le imitó. La mujer esbozó un gesto de fastidio.

– Siéntense -ordenó con brusquedad-. No quiero escenas en este lugar.

Los dos hombres se sentaron.

– Madame, si usted nos explica cómo podemos largarnos sin ponernos en pie antes -dijo Marukakis ácidamente-, se lo agradeceríamos.

Los dedos de la mano derecha de Irana Preveza se movieron, veloces, para coger el pie de una copa. Por un momento, Latimer creyó que la mujer estrellaría la copa contra la cara del griego. Pero después sus dedos se abrieron, mientras ella decía algo en griego, con excesiva rapidez para que Latimer lograra comprenderlo.

Marukakis negó con un gesto.

– No, mi amigo no es policía. Es escritor de novelas y busca información.

– ¿Por qué?

– Es un hombre curioso. Vio el cadáver de Dimitrios Makropoulos en Estambul, hace un mes o dos, y tiene curiosidad por saber algo más acerca de ese individuo.

Madame Preveza se volvió hacia Latimer y le aferró el brazo con fuerza.

– ¿Ha muerto?¿Está seguro de que ha muerto?¿Ha visto usted mismo su cadáver?

Latimer asintió con un gesto. La actitud de aquella mujer le hacía sentirse como si fuera un médico que desciende por una escalera para anunciar que todo ha terminado.

– Le han acuchillado y le han arrojado al mar -dijo, pero en seguida se maldijo a sí mismo: había sido demasiado torpe.

En los ojos de la mujer brilló una emoción que Latimer no pudo identificar. Quizá, a su manera, ella le había amado. ¡Una parte de vida! Sin duda seguirían las lágrimas.

Pero no las hubo, sino una pregunta:

– ¿Llevaba dinero encima?

Sin comprender, Latimer sacudió la cabeza.

Merde ! -exclamó madame, sin demasiada preocupación por el purismo-. Ese hijo de camella enferma me debía mil francos franceses. Y ahora jamás los volveré a ver. Salop! [22]¡Largo de aquí, ustedes dos, antes de que les haga echar a la calle!

Poco faltaba para las tres y media de la madrugada cuando Latimer y Marukakis se marcharon de La Vierge St. Marie.

Las dos horas precedentes las habían pasado en el despacho privado de madame Preveza, una habitación con doble nivel en el piso, llena de muebles: un piano de cola, de madera de nogal cubierto con un chal de seda blanca, con flecos y pájaros pintados en los extremos, algunas mesillas con miniaturas y fruslerías, varias sillas, una palmera que languidecía en un tiesto revestido con cañas de bambú, un sofá y un escritorio muy grande, con una tapa plegable, de roble español. Conducidos por la dueña del club nocturno, Marukakis y Latimer habían llegado al despacho después de haber atravesado la cortina de terciopelo azul y de haber recorrido un tramo de escalera y un pasillo apenas iluminado, que tenía a ambos lados puertas numeradas; allí, el olor hizo pensar a Latimer en una clínica particular, muy cara, durante las horas de visita a los enfermos.

Por cierto que aquella invitación a subir al despacho había sido lo último que Latimer se esperaba. Había seguido muy de cerca la última exhortación para que se largaran. Pero madame se había mostrado apenada: les había pedido disculpas. Mil francos eran mil francos. Ahora podía estar bien segura de que no los volvería a ver jamás. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Latimer pensaba que aquella mujer era fantástica. La deuda databa del año 1923. No resultaba creíble que hubiera estado esperando la devolución del dinero, después de quince años. Tal vez en algún rincón de su cerebro había mantenido intacta la romántica ilusión de que algún día Dimitrios habría de llegar para cubrirla con una lluvia de francos. ¡El gesto clásico de los cuentos de hadas! Las noticias traídas por Latimer habían hecho añicos aquella ilusión y cuando se hubo disipado su ira, madame Preveza sintió que necesitaba un poco de simpatía a su lado. Quedaba olvidada aquella petición de información sobre Dimitrios. Los portadores de las malas noticias debían saber hasta qué punto habían sido malas aquellas nuevas. Irana Preveza estaba diciéndole adiós a una leyenda. Necesitaba, pues, una audiencia: una audiencia que fuera capaz de comprender hasta qué punto era ella una mujer tonta y generosa.

Y así, echando sal a la herida, había anunciado con cierta unción que la casa pagaba los tragos.

Marukakis y Latimer se sentaron en el sofá, en tanto que La Preveza prefería apoyarse en el escritorio. De uno de los innumerables casilleros del mueble, había sacado una libreta pequeña, con los ángulos superior e inferior derechos doblados por el uso. Después de pasar varias páginas, leyó:

– 15 de febrero de 1923 -cerró la libreta con un golpe seco y levantó los ojos, poniendo a los cielos por testigos de la absoluta veracidad de aquella fecha-. Fue ese día; ese día le presté el dinero. Mil francos que Dimitrios me prometió con insistencia devolverme. Era un dinero que me debían a mí y que recibió el. Antes que hacer una escena (porque yo detesto las escenas), preferí decirle que le prestaba ese dinero. Y Dimitrios me aseguró que me lo pagaría, que al cabo de unas semanas recibiría mucho dinero. El recibió el dinero, pero jamás me ha pagado mis mil francos. ¡Y después de todo lo que he hecho por él!

»Yo había recogido a ese hombre en el arroyo, messieurs. Eso fue en diciembre. ¡Jesús, qué frío hacía! En las provincias del oriente la gente moría más de prisa que si les hubieran ametrallado… y yo he visto morir gente ametrallada. En aquella época yo no tenia un lugar como esta casa, ya me comprenderán ustedes. Desde luego que era una niña, entonces. A menudo recibía propuestas para posar para alguna fotografía. Una de esas fotografías era mi favorita. Llevaba una sencilla túnica de terciopelo blanco, ceñida a la cintura por un lazo, y una corona de pequeñas flores blancas. En mi mano derecha, que descansaba… así… sobre una bonita columna blanca sostenía una rosa roja… La han utilizado para una tarjeta postal, pour les amoureux [23], y el fotógrafo había pintado la rosa y también había hecho imprimir unos versos muy bonitos al pie de la fotografía.

Los párpados oscuros y húmedos de madame Preveza habían caído sobre sus ojos mientras ella recitaba con voz suave:

Je veux que mon coeur vous serve d'oreiller,

Et à votre bonheur je saurai veiller . [24]

– Muy bonito, ¿verdad?-la sombra de una sonrisa le iluminaba los labios-. Oh, quemé todas mis fotografías hace años. A veces me he lamentado por ello, pero creo que he hecho bien. No es bueno estar recordando siempre el pasado. Por eso, messieurs, me he enfadado esta noche, cuando ustedes me hablaron de Dimitrios: porque él es el pasado. Y tienes que pensar en el presente y en el futuro.

»Pero Dimitrios no era un hombre al que se pueda olvidar con facilidad. He conocido a muchos hombres pero sólo he temido a dos en toda mi vida. Uno fue el hombre con quien me casé. El otro, Dimitrios. A veces te engañas a ti misma, ya me entienden ustedes. A veces piensas que quieres ser comprendida, cuando lo que quieres es que te comprendan a medias. Y si una persona te comprende de verdad, le temes. Mi marido me comprendía, porque me amaba y yo le temía por eso. Pero en cuanto él se cansó de amarme, me pude reír de él y dejé de temerle. Pero Dimitrios era distinto. Dimitrios me comprendió mejor que yo misma. Pero no me amaba. No creo que haya amado a nadie en ninguna ocasión.

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