La pelirroja señaló con un índice pecoso a una ruidosa manada de adolescentes, entre diecisiete y dieciocho años, que se acercaban por la abarrotada acera.
– ¿Ve ese chaleco rojo? ¿Con la camisa de lana a cuadros rojos? Ese es Jaime.
Anne echó una ojeada a la masa de pelambreras colgantes y chaquetas de leñador. Por último, su mirada se fijó en un joven con una luminosa melena rubia. Era alto, enjuto y bastante más aplomado que los demás componentes del tumultuoso grupo. «Tiene una especie de jactancia inconsciente», pensó Anne.
– No sé si ésta será una idea terrífica -masculló Anne dirigiéndose a Katherine pero sin perder de vista a Jaime.
– ¿Qué quiere decir?
– Me pregunto… Está bien… Muchas gracias. Le estoy muy agradecida por su ayuda -dijo Anne a la chica.
Mientras se abría paso entre los chillones y jocosos grupos -como quien intenta sortear las rompientes caminando hacia el océano -, Anne se sintió inquieta. Se le ocurrió que tal vez la idea no fuera tan buena después de todo.
– ¡Hola! Me llamo Anne Feeney -dijo cuando se acercó al muchacho alto, de largo cabello rubio y perfectas facciones Chippendale -. Me han dicho que usted es Jaime Jordán.
No hubo una réplica inmediata por parte del muchacho, tan sólo una sonrisa fría y calculadora.
– Eso significa que usted es Jaime, supongo.
Anne esbozó una sonrisa forzada sintiéndose cada vez más insegura. Esto empeora por momentos , pensó.
El chico hizo saltar un cigarrillo de una cajetilla roja y blanca.
– Sí, soy Jaime. ¿Por qué?
– ¿Querría hacerme el favor de caminar conmigo durante unos minutos? -le preguntó Anne. Sintió que sus mejillas enrojecían-. Me gustaría hablar con usted a solas. No represento a ninguna revista ni periódico. Para ser franca, estoy un poco nerviosa y asustada. ¿Quiere usted acompañarme un rato?
Jaime Jordán miró primero a sus compadres. Todos le aprobaron con una sonrisa disimulada. Luego, examinaron detenidamente los senos de Anne, sus largas y esbeltas piernas.
– Está bien -dijo finalmente Jaime -. Demos ese paseo.
– A propósito…, soy una monja -dijo Anne tan pronto como se distanciaron de los otros.
Jaime Jordán permaneció impertérrito, quizás algo divertido.
– Ya. Por cierto, yo no soy un estudiante de este centro. Realmente colaboro con la Oficina Federal de Estupefacientes.
Anne rompió a reír. Aquello le recordó un poco las descabelladas bravatas de las chicas en St. Anthony.
– Eso me parece un poco improbable. -Anne sonrió al muchacho -. La gente cree todavía en las monjas huidizas, con hábitos negros al estilo de Sally Fields. Pero esto es la pura verdad. Mi papel.
– Está bien -replicó Jaime -. Sea como fuere le prestaré atención. ¿Qué sucede, hermana? Así es como lo dicen allá en Salve Regina…
– La primavera pasada, usted salió con Kathleen Beavier -dijo Anne.
– Me lo estaba esperando. -Jaime sacudió la cabeza -. Está bien. Salí una vez con Kathleen Beavier. Una cita de verdad. Más algunas salidas para tomar un tentempié después de la clase.
– ¿Cómo es que hubo una sola cita? -inquirió Anne.
Al mismo tiempo pensó sin poder evitarlo que ambos harían una pareja llamativa.
– ¿Por qué una sola cita? Bien, no podemos dejar que el chico adelgace demasiado, ¿verdad?
Anne iba a fruncir el entrecejo pero se contuvo. «Los chicos serán siempre chicos», pensó.
– ¿Querría ser sincero conmigo por un minuto? -inquirió con su mejor tono autoritario de Hope Cottage-. Verdaderamente esto es muy serio, Jaime. Al menos para mí. Yo no habría tenido el valor necesario para acercarme a usted y sus amigos si no fuera algo importante.
El muchacho rubio se morigeró un poco.
– ¡Eh! Estoy paseando con usted, ¿no?
– Jaime, ¿querría contarme exactamente lo sucedido el 23 de enero? Sé que usted fue con Kathy a un baile serio en Salve Regina. Por favor, dígame qué ocurrió después del baile.
Una mirada colérica e incluso dolida desfiguró el rostro de Jaime Jordán.
– ¡Escuche, maldita sea, me importa muy poco lo que diga ella¡! Nosotros lo hicimos en la noche del gran baile! Todo el mundo sabe que lo hicimos. Kathy Beavier fue como un pez muerto, lo reconozco, pero eso no la convierte en virgen Santa. ¡Y ella lo sabe!
– Jaime -dijo Anne bajando la voz -, he leído los diagnósticos médicos. Kathleen sigue siendo virgen. ¡Kathleen Beavier no ha hecho nunca nada con nadie !
Jaime Jordán sacó las manos de los bolsillos y las alzó violentamente. Durante un instante Anne temió que le largara un puñetazo delante del público escolar.
– ¡Eh, mierda de vaca! -gritó él en su lugar-. ¡La conseguí con esto !
Jaime Jordán se echó mano entre las largas piernas cubiertas con pantalones vaqueros. Luego, dio media vuelta y se alejó de Anne.
– ¡Ah, maldita sea! -masculló Anne mientras los estudiantes la abordaban por ambos lados dándole codazos, algunos mirando descaradamente a la mujer mayor.
Dos chicas encendieron tranquilamente dos arrugados cigarrillos de marihuana.
Anne comenzó a temblar. Pensó que ella misma necesitaría un cigarrillo. Aún no podía creer lo que había hecho…, hablar por su cuenta a Jaime Jordán. Al mismo tiempo pensó que Jaime Jordán era un terrible embustero psicópata, lo que se llamaba sociópata en St. Arithony's…
O bien lo era Kathleen Beavier.
ANNE Y KATHLEEN
Anne observó curiosa a Kathleen-cuando ésta manoseaba una vieja muñeca de trapo que era como una combinación entre Charlie McCarthy y Huckleberry Finn.
A los siete u ocho años de edad, Kathleen había confeccionado esa singular muñeca.
La cara era una media de color carne rellena con toallas de papel arrolladas. La muñeca tenía unos ojos negros estrafalarios, una nariz bulbosa, una sonrisa hecha a calceta, gafas confeccionadas con alambre eléctrico. Llevaba un pañuelo auténtico en el bolsillo de una pequeña camisa de verdad. Los tirantes de la muñeca estaban hechos con cintas de tela escocesa; sujetaban unos calzones cortos. También llevaba calcetines y pequeños zapatos Buster Brown auténticos… Kathleen había llamado Mister Fibs a su muñeco de confección casera.
– Lo hice yo misma.
Kathleen levantó la vista y miró hacia la puerta del dormitorio donde, según su presentimiento, había alguien vigilándola.
– Debí de ser un renacuajo muy avispado cuando era pequeña.
– ¿Y no te sientes ya avispada… anciana señora de diecisiete años?
– No. -Kathleen sonrió a Anne-. Mucho me temo que la magia se haya esfumado. Ya no hay más magia.
Anne penetró en el acogedor dormitorio de Kathleen, pintado de un amarillo meloso. Observó unos montones de discos, rock y sinfónicos. Posters de «El señor de los anillos». Una habitación bastante normal para una chica de diecisiete años.
– Kathy, he venido para hacerte una pregunta en cierto modo importante.
Anne tomó asiento en una mecedora de pino amarillo junto a la cama con baldaquín de Kathleen.
– ¿Confías realmente en mí, Kathy? Quiero decir, ¿real y sinceramente?
– ¿Es ésa la pregunta tan importante?
Anne se aclaró la garganta e hizo una profunda inspiración. Después expulsó lentamente el aire. -No… Pero, ¿es así?
Kathleen sonrió. Una sonrisa contagiosa, de increíble inocencia; una sonrisa absolutamente carismática. Anne lo pensó por enésima vez.
– Confío mucho en ti… -Los ojos de Kathleen bajaron la vista para mirar al muñeco de su infancia y no a Anne.-Yo… yo también te quiero mucho, Anne.
Anne notó que necesitaba llegar a la boca del estómago para el siguiente aliento. ¿Por qué le afectaría tanto Kathleen? La muchacha podía cortarle la respiración con unas cuantas palabras escogidas. Con una mirada. O una sonrisa.
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