Candito miró al piso, mientras registraba su memoria.
– Está cabrón eso -admitió Candito-. Esa sí que es nueva en el ambiente. Pero quiere decir algo, Conde. A lo mejor que le estaban pagando algo… Bueno, y tú quieres que yo te ayude, ¿verdad?
– No, ahora no. A lo que vine fue a avisarte que tienes que quitar la piloto -le dijo al fin, y encendió otro cigarro.
– Y eso, ¿hay líos?
– Parece que sí, pero no me preguntes, porque no sé bien cuál es el problema y, además, no te lo puedo decir. Nada más hazme caso y quita la piloto.
Candito se pasó la mano por la cabeza, como si necesitara despejar algo que se había alojado entre sus agresivos pelos rojos.
– Está bien, Conde, tú sabes por qué me lo dices… Qué lástima, ¿no? Me estaba buscando unos pesos…
– ¿Y el mulato del otro día? ¿El de la bronca?
Ahora Candito sonrió, pero parecía aburrido y triste.
– Dijo que venía a hablar conmigo para que lo dejara entrar a mear…
– ¡Te lo dije!, pero es que ustedes están locos.
– No, Conde, no estamos locos. Tú sabes de lo tuyo y yo sé de lo mío… Ese tipo es un cobrador.
– ¿Cómo que un cobrador?
– Lo que oíste. La gente lo alquila para que él cobre por ellos: lo mismo cobra dinero prestado que cualquier tipo de deuda: un tarro, un chivatazo, cualquier cosa que la gente quiera cobrarle a otro. Y el tipo es un profesional de eso.
El Conde movió la cabeza, negándose a creer aquello, aun cuando sabía que viniendo de Candito debía de ser cierto.
– Pero ¿y si de verdad el tipo quería mear?
– En esta casa nadie puede entrar a mear. Eso lo sabe todo el mundo, así que eso es un cuento chino del tipo ese. Y si era verdad que quería mear, pues se jodio, el pobre, pero el que no se podía joder era yo. O tú. O Carlos.
El Conde volvió a sacudir la cabeza, negando algo que no era capaz de negar con palabras.
– Seguro que era por mí.
– Dice él que no, pero eso nunca se sabe…
– El que nunca sabe soy yo, Rojo. ¿Tú sabes que me estoy sintiendo como si estuviera fuera del juego? Es una cosa rarísima, pero cada vez entiendo menos. O todo está cambiando muy rápido o yo me estoy volviendo imbécil. No sé, no sé, pero tengo la cabeza hecha un patiñero… Dame más café, anda -pidió entonces, y encendió otro cigarro-. Déjame decirte una cosa, Rojo. Después que quites la piloto, desaparécelo todo, y trata de irte una semana para la playa, o para la luna, como tú dices… Pero si alguien viene a verte por cualquier lío, lo primero que tienes que hacer es llamarme y que me busquen donde quiera que esté metido. Porque si te meten en candela, me tienen que quemar a mí también… De todas maneras, ve mañana a la iglesia, y pídele a Dios, también de parte mía, que nos tire un cabo, si es que puede.
– ¡Qué clase de tipo tú me has salido, Conde!
– Oye, y hablando de todo un poco. Ya que vas a cerrar el negocio, ¿por qué no me das una cervecita para quitarme el calor?, ¿eh?
El Conde se miró en el espejo: de frente, directamente a los ojos, observó el ángulo esquivo de su perfil, y cuando terminó el examen debió aceptar: es verdad, tengo cara de policía. ¿Y qué voy a hacer con esta cara de policía si me sacan de la policía? Por lo pronto, no voy a afeitarla hoy, se dijo, y fue entonces cuando decidió llamar a Alberto Marqués y aceptar su invitación. ¿A las nueve? Está bien. En Prado y Malecón… Cuidado con la bala del cañonazo, príncipe…
Ahora, a las nueve y cuarto, el Conde ya había estado tres veces en cada una de las dos esquinas y la recta que conforman el cruce del Paseo del Prado y la avenida del Malecón, pues había cometido el error de no especificar con el Marqués el sitio exacto de la cita. Lo peor era que todo el tiempo había sentido cómo las manos se le humedecían, del mismo modo que solía sucederle cuando esperaba a una mujer de estreno. Esto es mariconería mía, se había acusado, pero ni la conciencia de arrastrar aquel cargo terrible mitigó la transpiración que no tenía siquiera la justificación del calor: del mar, a esa hora, salía una brisa leve pero suficiente, que refrescaba aquel viejísimo rincón de la ciudad y arrastraba con sus rachas intermitentes a ciertas mujeres con olor a puerto, brotadas, como mariposas turbias, de alguna flor de ciclo lunar y convocadas tal vez por la penumbra apenas inaugurada y siempre favorable a su oficio de tinieblas. El Conde comprendía que su ansiedad se debía a la incertidumbre: ¿adónde iban a ir?, ¿qué cosas le propondría ver (o hacer) Alberto Marqués? Aunque estaba seguro de que el viejo dramaturgo no intentaría con él ningún cruce de espadas, el Conde había sentido un rubor tangible y consideró, antes de salir de su casa, que, si tenía cara de policía y hasta lo investigaban por ser policía, esa noche debía llevar su pistola de policía, cuyo peso frío sostuvo entre las manos por un minuto, antes de convencerse de que los riesgos de esa noche no se defendían con plomos y optó por abandonar el arma en la profundidad de su gaveta. Por pensar en la pistola, pensó de nuevo en su amigo, el capitán Jesús Contreras, el terrible Gordo, y la noticia que le había traído Manolo. Me cago en mi madre, se dijo, observando la planicie oscura del mar, inabarcable, como la felicidad o el miedo, pensaba el Conde, cuando oyó su voz.
– No piense tanto, señor policía teniente Mario Conde. ¿Me disculpa la tardanza?
Y lo vio: era el mismo, pero también era otro, como si de algún modo se hubiera disfrazado para un carnaval extemporáneo. Una melena rubia, corta pero bien poblada, cubría ahora el original desgreñado de su cabeza, dándole un aspecto de caricatura viviente que trataba de remediar con constantes ajustes del casco capilar. Mientras, la cara empolvada con esmero y abundancia, tenía la palidez amarillenta de una máscara japonesa. Usaba una camisa rosada, en forma de bata abierta al cuello, que flotaba sobre la delgadez de su esqueleto sombrío, y un pantalón negro, muy ajustado contra sus muslos flacos, y unas sandalias sin medias, que dejaban ver la impudicia de sus dedos gordos, con aquellas uñas como garfios agresivos. El Conde comprendió entonces: más que un error, había cometido una locura. Por eso miró hacia los tres encuentros de las dos avenidas, buscando posibles perseguidores, pues si lo estaban vigilando, como decía Manolo, lo iban a botar no por corrupto o por incapaz, sino por imbécil. Trató de imaginar, desde la acera de enfrente, qué imagen ofrecían él y Alberto Marqués y se horrorizó con lo que vio.
– Bueno, saque la brújula -dijo al fin, dispuesto a enfrentar su destino.
– Vamos a subir por Prado, pues aunque mucha gente no lo crea, el sur también existe.
– Usted manda -aceptó el Conde, y cruzaron la avenida del Malecón, alejándose del mar.
Tras los pasos del Marqués, el policía siguió la ruta marcada a través del viejo paseo, flanqueado por algunos falsos laureles, cada vez más maltratados, y por las colas que engordaban y se alargaban en cada parada de ómnibus. Las farolas supervivientes iluminaban el piso sucio de aquel sitio que, por primera vez, el Conde comenzó a imaginar como un bulevar.
– ¿Sabe que este paseo es una réplica tropical de Las Ramblas de Barcelona? Los dos mueren en el mar, tienen casi los mismos edificios a los lados, aunque en una época los pájaros enjaulados que venden en Barcelona fueron aquí animales libres y silvestres. El último encanto que perdió este sitio fueron aquellos totises que venían a dormir en los árboles. ¿Se acuerda usted de eso? A mí me gustaba ver por las tardes cómo volaban esos totises desde toda la ciudad, formando bandadas cada vez más grandes mientras más se acercaban al Prado. Nunca supe por qué esos pájaros negros escogieron estos árboles del mismo centro de La Habana para venir a dormir cada noche. Era algo mágico verlos volar como ráfagas oscuras, ¿verdad? Y fue un acto de nigromancia su desaparición. ¿Dónde estarán ahora los pobres totises? Una vez oí decir que se fueron por culpa de los gorriones, pero el caso es que no queda ni uno por aquí. ¿Los botaron o se fueron voluntariamente?
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