– Tranquilo, soy un amigo -dijo él, y abrió poco a poco la puerta. Había una figura agachada detrás de limpiadores y mopas-. Deja que te ayude, pequeño.
– Me llamo Simone -dijo una carita que lo miraba enfadada, que surgió lentamente con un móvil en la mano y un gastado osito de peluche marrón en los brazos-. Este juego es aburrido. -Tosió y reprimió sus moqueos-. ¡Quiero irme a casa!
Bernard se arrodilló, rígido e incómodo por el mono, con los brazos ocupados con el arma.
– Yo también -dijo él.
– ¡Tú no puedes! -exclamó ella, y se limpió los mocos de la nariz con la manga.
– Me llamo Bernard.
– Eres el hombre malo.
– Deja que te explique… -comenzó a decir él.
– ¿Dónde está mi maman? -dijo ella ceceando.
¿Sería la mujer de arriba?
– Dime cómo es.
– La empujaste -dijo Simone, su tono de voz cada vez más alto-. Te vi. No es justo. Todo el mundo sabe que no se puede empujar a la gente.
– Pero no fui yo.
– ¡Mentiroso!
Cuando Bernard intentaba calmarse, Simone le cerró la puerta y le pilló los dedos con ella. Se tambaleó del dolor, sacó la mano y retrocedió dando un traspié. Se golpeó con fuerza la cabeza en el pasamanos, y se desplomó. La ametralladora se le escapó de las manos, y el cargador se le cayó estrepitosamente del bolsillo al parqué.
En cuclillas, Simone miró por la rendija de la puerta. El hombre malo parecía dormido. Le había hecho daño. ¡Bien, eso le enseñaría a no empujar a la gente! Las reglas eran las reglas, pero a veces uno tenía que aprender a golpes, como dijo papá, darle a la gente su medicina… ¿era eso lo que había dicho? Bueno, algo parecido.
Le sonaron las tripas, y hacía demasiado calor en ese armario. Era hora de ir a buscar a su maman y una tartine con mantequilla. Le había dado una paliza al hombre malo. Ya se podían ir a casa.
En caso de que nadie la creyera, levantó el arma del suelo. Era tan pesada y fea. Qué pena; no cabía en su mochila de Tintín. Se colgó la correa al hombro, pero el arma rozaba el suelo. Bastó con enrollar la tira al cuello tres veces. Recogió el suave y negro cargador lleno de balas y lo introdujo en la muesca del arma, como hacían en la tel é . Suspiró. ¡Qué pesada, y cuántas cosas tenía que llevar!
Y al osito de peluche no le gustaba tanta sacudida. Lo metió entre las correas del arma y esperó que no le importara estar tan apretado. Cuando bajaba las escaleras, escalón por escalón, sujetándose al pasamanos con la mano que tenía libre, recordó el teléfono y, como pudo, dio la vuelta. El osito se iba a enfadar con tantas idas y venidas. Cuando cogió el móvil, que estaba en el armario encima del cubo de metal, se encendió una luz verde. A lo mejor ya funcionaba. Le dio al botón que maman le había enseñado, el de la letra grande que no podía recordar.
* * *
El nuevo móvil de Aimée, conectado a su anterior número, sonó. Aunque le había dicho a Yves que la dejara en paz, tenía la esperanza de que fuera él. Tranquil í zate. No es momento para que te asalten im á genes de Yves y sus patillas.
– Al habla Aimée Leduc -dijo ella en tono formal.
– ¡Un flic la va a ir a recoger! -le gritó Sardou-. ¡Venga para aquí ya!
Empezó a hablar, pero afuera una sirena anunciaba la llegada de la moto de un policía.
Cuando llegó al improvisado cuartel general, Sardou parecía que iba a escupir fuego.
– Simone sólo quiere hablar con usted -le dijo él, y le pasó bruscamente el móvil.
Aimée respiró profundamente.
– ¿Simone? -dijo ella. Agarraba con tal fuerza el teléfono que tenía los nudillos blancos.
– Dile a todos que he ganado, Aimée -dijo la niña con voz cansada.
Al otro lado de la línea se oyó un ruido metálico estrepitoso. Una serie breve de clics hizo que Aimée se diera cuenta de que Sardou estaba localizando la llamada. Vaya sistema tan primitivo tenían los flics. A René le daría la risa, pero no era divertido.
– Puedes hablar conmigo, Simone, soy policía y quiero ayudarte -dijo Sardou.
– Eso es lo que me dijo el hombre malo -le respondió ella. Su voz sonaba incluso más cansada-. Pero ya me encargué de él. Así que deja de hablar.
– Simone, cuéntame lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo? -le intentó persuadir Aimée, en un tono de voz suave-. Sólo un poco. El resto me lo dirás ante un chocolate caliente, ¿vale?
Simone bostezó. Sardou permanecía en silencio.
– Aja, seguro que preferirías un Orangina, ¿eh? -Aimée se rió, con la esperanza de que su risa sonara auténtica.
– ¿Tendré un gran Orangina aunque maman diga que las bebidas frías me dan dolor de estómago?
– ¿Qué me dices de uno doble? -le preguntó Aimée.
– Hice dormir al hombre malo y le cogí el arma -le dijo Simone.
– ¿Dónde estás? -la interrumpió Sardou.
– Pero Aimée -dijo la niña a punto de llorar-. ¿Dónde está maman?
– Mira Simone, me llamo Sardou. Puedo ayudarte…
– Sé que estás con el hombre malo -le dijo Simone, que colgó con un sonoro clic.
¡Había una niña de cuatro años que deambulaba con un arma, y Sardou había hecho que se enfadara! Y no sabían nada de Anaïs. Aimée se estremeció, e intentó no pensar en lo que podía haberle pasado.
Oyó que Sardou farfullaba algo al otro lado del teléfono, que emitía un zumbido. Aimée agarraba el teléfono con fuerza. Tenía que mantenerse calmada y serena. Respiró profundamente.
– Sardou, cuando le dé al botón de rellamada, déjeme hablar a mí. ¿No está de acuerdo en que es lo que hay que hacer en esta situación?
Sonaba diplomático, pensó ella. Durante lo que pareció ser un minuto, lo único que oía era el zumbido y el clic de la otra línea. Sardou debía de estar consultando con los demás.
– Asegúrese de que consigue que Rachid se coloque en la ventana -dijo finalmente.
Nerviosa, Aimée midió sus palabras.
– ¿Cómo puede pensar que una niña pequeña pueda hacer eso? Rachid no es estúpido.
– Por lo visto parece que se ha deshecho de un terrorista.
Sardou podría tener razón.
– ¿Sería suficiente una ventana del patio?
– Que mire hacia el sur -interrumpió al otro lado el ministro Guittard.
Aimée le dio a la tecla de rellamada de su móvil. Saltó una grabación: «La persona a la que llama no puede atender en estos momentos su llamada o está fuera de cobertura. France Telecom le agradece su paciencia y le sugiere que lo intente de nuevo pasados unos minutos».
Genial.
– Confiaba en mí, Sardou; la ha fastidiado -le dijo ella.
La conversación de Sardou y Guittard había sido una pérdida de tiempo y había resultado inútil. Hasta que Simone contestó, estaba a la espera.
– Llame de nuevo. Siga intentándolo, mademoiselle Leduc -le pidió Guittard, y colgó.
Más o menos lo había resuelto.
Fue entonces cuando miró su nuevo móvil con la batería… su reloj de Tintín parado… la cabeza le iba a toda velocidad. Cuando dejó la propuesta en la edf, el director le había pedido que apagara el móvil porque la radiación electromagnética del inhibidor afectaba a los sistemas. Los aplastaba, había dicho él. Los campos electromagnéticos eran bastante altos debido a todo el equipo sin revestimiento y al refuerzo de hierro pesado de las paredes de la planta. No había razón para que no lo hiciera ahora.
– Sardou -dijo ella en un tono de voz seguro y tranquilo-. Sé cómo desactivar la bomba sin tocar el ordenador.
* * *
Bernard se dirigió a las escaleras, que se movían vertiginosamente mientras él se arrastraba hacia ellas. Sentía un dolor punzante en la mano. ¿Adónde se había ido la pequeña? ¿Dónde estaba el arma?
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