Cara Black - Asesinato en Belleville

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Asesinato en Belleville: краткое содержание, описание и аннотация

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La tensión crece en el barrio obrero de Belleville cuando se intensifica una huelga de hambre en protesta contra las estrictas leyes de inmigración. Aimée Leduc se salva por los pelos de morir en un atentado con coche bomba mientras persigue a terroristas entre nacionalistas argelinos y fundamentalistas islámicos que conforman una red clandestina norteafricana en París. Desde que Simenon escribiese las novelas de Maigret, nadie había hecho unas novelas policíacas tan parisinas como las de Cara Black; pasear por las calles de Belleville de la mano de Aimée Leduc te transportará a los rincones más recónditos de la Ciudad de la Luz.

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Se hizo un hueco en la barra entre un corredor de bolsa con un bonito perfil y un hombre mayor de pelo largo, que decía con orgullo a cualquiera que quisiera escuchar que su hija Rosa tocaba el saxofón, aunque estaba en el Conservatoire de Musique.

Ça va, Monique?

Bien, Aimée. ¿Trabajando?

Monique la miró, y le puso un vaso de vino tinto de la casa delante de ella.

Aimée asintió.

Et apr é s? -preguntó Monique.

– Un steak tartare para llevar -dijo ella.

Monique asintió solemnemente.

Un tartare pour Mails Daviz -le dijo Monique al chef, su hermano, que también tenía los dientes separados. Quizás era algo genético.

– Para mí una tartine de queso -dijo Aimée.

– Lo de siempre, ¿eh?

Aimée asintió, dando pequeños sorbos al intenso vin rouge, y tamborileando sus dedos al ritmo de la música.

El corredor de bolsa encendió un cigarrillo, habló seriamente por el móvil y sonrió. Exhaló una bocanada de humo cerca de la oreja de Aimée, a quien le entró ganas de cogerle su Caporal con filtro, y llenar de tabaco sus pulmones. Pero en su lugar, buscó un chicle Nicorette en el bolsillo.

El hombre alzó su copa hacia ella, y la miró fijamente con sus ojos azul oscuro. Ella levantó la suya, y después lo ignoró. No era el tipo de chico malo que le gustaba.

El solo llegó a su fin; entonces el quinteto continuó con la pianista cantando una variación lineal y desapasionada de la versión que hizo Thelonious Monk de April in Par í s. Su voz era suave, casi un susurro.

A Aimée no le apetecía seguir escuchando. Cogió su comida, metió los francos debajo de su copa, y desapareció entre la gente.

En la puerta del apartamento, Miles Davis le dio la bienvenida, y con su negro y húmedo hocico olisqueó el paquete del steak tartare. Ella le dio una patada al radiador que había en la entrada de más seis metros de alto, dos veces, hasta que con una explosión volvió a la vida. Se quitó el jersey de lana que estaba empapado y los pantalones de cuero. Algo le olía a humedad.

– Hora de cenar, Miles Davis -dijo.

Lo cogió en brazos y se lo llevó a la oscura cocina que estaba en la parte de atrás del apartamento. El Sena fluía gelatinoso y negro debajo de los ventanales. Las luces de los faroles salpicaban el muelle, y sus agitadas aguas atrapaban sus diminutos reflejos. Como si se estuvieran ahogando, pensó olla.

Exhausta, echó un vistazo al muelle, con la nariz pegada al frío cristal. La única persona que vio fue una figura que paseaba a un pastor alemán. No subía por qué, pero sintió que no estaba sola. La embargó un presentimiento.

Miles Davis le lamió la mejilla.

Á table, bola de pelo -le dijo, y le dio al interruptor de la luz. La araña parpadeó, y entonces emitió un débil brillo.

Cogió el cuenco del perro, un bol de porcelana de Limoges desconchado, echó con una cuchara el steak tartare, y se lo puso en el suelo para que comiera. Tras cambiarle el agua, dejó caer su tartine en la encimera, demasiado cansada para tener hambre.

Se puso a pensar en su último novio. Le vino la imagen de Yves, con sus enormes ojos castaños y sus estrechas caderas. Cuando él aceptó el trabajo como corresponsal en El Cairo, ella empezó a clavar alfileres en un muñeco de Tutankamón hasta que parecía un acerico. En ese momento, el único macho en su vida estaba en el suelo, a sus pies, con nariz húmeda y meneando la cola.

Aimée oyó cómo la gatera se cerraba con un ruido sordo. El vello de la nuca se le puso de punta. Miles Davis gruñó, pero no se separó de su steak tartare. ¿Quién podría ser?

Cuando se dirigía a la puerta de la entrada, le llegó un olor. ¿Se había muerto algo entre las paredes? Ante ella aparecieron imágenes de agónicas y rabiosas criaturas en descomposición. Agarró una escoba y una de sus botas para utilizarlas como armas, y recorrió el pasillo con cautela. El olor se hizo más fuerte.

El hedor dulzón la alarmó. Había un abultado sobre metido en la gatera que había instalado para Miles Davis. No se había percatado de aquello cuando entró.

Se puso lo primero que había en el perchero, un abrigo azul de piel falsa, y abrió la pequeña puerta. Del pasillo, le llegó una corriente de aire fría y con olor a humedad. Vio el reflejo de sus piernas desnudas en los gastados espejos de enfrente. ¿Era ella ese ser flacucho, con el pelo despeinado, y armado con una escoba y una bota de tacón alto?

El débil gruñido de Miles Davis se convirtió en un agudo ladrido. Con la escoba tanteó el sobre. Distinguió la palabra «desiste» escrita en letra marrón, un marrón muy oscuro. Miró más de cerca. Sangre seca.

Retrocedió.

Al tocar el sobre, había hecho que su contenido se soltara, y algo gris cayó al suelo de azulejos blancos y negros en forma de diamante. Tenía unas manchas y era peludo. El olor, fuerte y fétido, llenó el pasillo.

Al principio, creyó que era un animal disecado, pero era la rata gris más grande que había visto en su vida. Por lo menos, lo habría sido si la cabeza tuviera un cuerpo.

Sintió frío por dentro. La cabeza era tan grande como una cría de gato. Odiaba los roedores, gordos o flacos.

Escudriñó los oscuros rincones, pero sólo vio las polvorientas estatuas en hornacinas que decoraban en espiral la pared de su escalera.

No vio a nadie.

Tenía que deshacerse de ella. El hedor putrefacto llenaba el rellano. Cogió una bolsa rosa de plástico de tati del perchero, y con la ayuda de la escoba metió la chorreante cabeza dentro. Bajó las escaleras de mármol usando el palo para llevar la bolsa alejada del cuerpo.

Esperó que alguien la atacara, pero se imaginó que ya se había ido: dejarle el mensaje había sido el objetivo. Miles Davis ladraba manteniendo los cuartos traseros bajo las tenues luces de los candelabros de pared que había en la entrada. Cuando tiró la bolsa a la basura, el miedo fue dando paso a la ira. Repasó lo que había ocurrido desde la llamada de Anaïs. ¿Tenía eso que ver con Sylvie o con Anaïs?

Hacía tiempo que noches no eran tan movidas, pensó. Una mujer y una rata muertas en una sola noche.

* * *

De vuelta en su apartamento, el olor a humedad perduraba. Fuera de su cuarto, al otro extremo del pasillo, había una pequeña estatua amarillenta. A su lado, una pila de lo que parecía ser vendas manchadas de té. Se quedó petrificada. Vudú… espíritus malignos.

El crujido que oyó detrás de ella hizo que se diera la vuelta.

Yves saltó a un lado. Llevaba puesto el viejo albornoz del padre de Aimée y sonreía. Casi decapita el busto napoleónico de mármol que había en el pasillo al lado de él. Yves se apoyó en el quicio de la puerta, y la luz del baño recortaba su cuerpo bronceado y su pelo mojado.

– ¿Así que es así cómo recibes a alguien que, después de un largo vuelo, te trae unas reliquias egipcias de incalculable valor?

Aimée respiró profundamente.

– Sólo a las que no avisan -le dijo ella, y apoyó la escoba contra la moldura de la puerta-. ¿Te he dado la llave?

– Tu socio René tiene una copia -le dijo él-. Quizá deberías revisar tus mensajes. -Siguió acercándose a ella. Sus oscuras patillas le llegaban al mentón.

– He estado un poco liada -le explicó esta, y se dio cuenta de que todavía estaba descalza y llevaba el abrigo de piel falsa puesto.

– Huele a podrido-dijo Yves arrugando la nariz.

– A tartare de rata -dijo ella-. Alguien está intentando asustarme.

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