– ¿Por qué lo dice?
– Porque si no hay crimen no habrá best seller.
– ¿Dudan de mí? Habrá sangre y muy pronto.
– ¿Dónde? -preguntó Sara, abriendo mucho los ojos.
– Será vertida aquí -repuso la escritora, abarcando con un melodramático gesto las calles de Hanga Roa. Por la acera se acercaban un cerdo y un niño, el primero lo bastante lustroso como para poner fecha próxima a su sacrificio.
– ¿Y quién será la víctima? -siguió indagando Sara.
– El señor Camargo, naturalmente -aseveró Úrsula con la precisa frialdad con que habría revelado un axioma matemático.
Una luna redonda y blanquecina se alzaba en un cielo teñido de sombras violetas. La inspectora tuvo una premonición. La lancha en la que había embarcado Camargo detenía su motor en algún punto de alta mar y el piloto, un joven rapa nui, se abalanzaba sobre su pasajero, golpeándole hasta arrojarle al mar, en aguas de tiburones.
– ¿Le sucede algo, inspectora?
La angulosa mirada de Úrsula taladraba a Martina como el pico de un pájaro carpintero.
– No, nada.
– Me pareció que sufría un lapsus. Se ha puesto pálida.
– Debe de ser el calor.
– Está refrescando.
– Entonces, será que he cogido frío -repuso Martina-. Volveré a mi hotel, todavía no he deshecho la maleta. ¿En qué hotel están ustedes?
– Se llama Polinesian Sun -informó Sebastián.
– Queda metido al interior y es pequeño -lo descalificó Úrsula, dirigiendo una agresiva mirada a su marido, como si, en aras del ahorro, la hubiese alojado en un establecimiento indigno de su categoría personal y artística-. ¿Tiene planes para cenar, inspectora? Después de gastarle esta broma me gustaría invitarla… Porque no habrá creído una palabra de nuestra pequeña representación, ¿verdad?
– Yo sí -confesó Sara.
– No podré acompañarles, lo siento -dijo Martina-. Tenemos una cita con el señor Camargo y el resto de los invitados del Easter. A menos que no le hayan asesinado, claro.
– Esté tranquila, inspectora, eso no ocurrirá hasta el eclipse -pronosticó Sebastián, y se echó a reír batiendo muelas, como habría hecho un duende-. ¡Ya ven que también participo en los argumentos de mi mujer!
– Espero que indulte a mi cuñado -le pidió Sara.
– El eclipse será sobre las cuatro de la tarde y entonces… adiós. Aunque nadie tendrá que contárnoslo, porque estaremos ahí.
– ¿En el Easter? -preguntó Sara, sin distinguir qué era verdad y qué ficción.
– El señor Camargo nos ha invitado a ver el eclipse con ustedes -aclaró Úrsula-. Naturalmente, hemos aceptado.
A modo de despedida, Martina tomó parte en el juego.
– ¿Le adelantamos algo a propósito de su asesinato?
– No se les ocurra decirle una sola palabra -les advirtió Sebastián, poniendo un gesto pérfido-. Tiene que ser una sorpresa para la víctima.
Sara esbozó una sonrisa. Martina cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde la muerte de su hija Gloria.
Apenas habían tomado asiento en el restaurante Tataku Vane, cuando Francisco Camargo preguntó a Martina de Santo:
– ¿Qué sabe de los hombres pájaro?
– Poca cosa -admitió la inspectora-. Pero mi padre, que conocía muy bien esta isla, sostenía que era el mito más enigmático de las viejas culturas del Pacífico.
– Lo es. Me propongo financiar nuevos estudios. Quiero que investiguen a fondo, hasta que lo sepamos todo acerca de los hombres pájaro. Hay algo que hasta ahora se ha escapado a los arqueólogos…
– ¿Se refiere a alguna interpretación? -le ayudó la inspectora, viéndole vacilar.
– Creo que es algo relativo a… la inmortalidad.
– La isla de Pascua está llena de misterios -observó Jesús Labot, sentado frente a ellos.
– No os imagináis hasta qué punto -asintió su cuñado-. En la excavación que patrocino en la bahía de La Pérouse hemos hecho un descubrimiento sensacional. El mundo merece saberlo y voy a hacerlo público. En cuanto revele su secreto, la comunidad científica va a experimentar una conmoción. La historia de la isla de Pascua se contemplará desde otra óptica. Los hombres pájaro existieron realmente, pero no habían nacido aquí ni procedían del otro lado del mar, sino que… cayeron del cielo.
Estaban cenando al aire libre. Camargo les invitó a reparar en la bóveda celeste, cuajada de estrellas.
– Nadie que contemple algo así puede dudar que allá arriba exista vida inteligente. Y, con toda probabilidad, mucho más evolucionada que la nuestra.
– No nos dejes con la miel en los labios, Paco -le animó Labot-. Adelántanos algo de esos hombres pájaro con los que pareces tener línea directa.
– Ni una palabra -se cerró el banquero-. No hasta que tenga enfrente a un buen montón de periodistas.
– ¿Puede visitarse la excavación? -se interesó Martina.
– Será un placer acompañarla.
– Estará usted demasiado ocupado.
– No lo crea. Mis trabajos en Pascua están tocando a su fin. Al menos, en esta primera fase.
– ¿Tiene nuevos proyectos para la isla?
– Desde luego. Aunque la mayoría, hoy por hoy, son irrealizables.
– Por lo poco que le conozco, lo dudo.
– Viniendo de una mujer tan inteligente como usted, inspectora, lo consideraré un elogio.
– Tengo la impresión de que hay muy pocas cosas que se resistan a su voluntad, señor Camargo.
– Vuelve a halagarme… ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
– Sara me ha hablado de usted. Y en Santander tuve la oportunidad de conversar con su esposa.
– ¿De qué hablaron? -curioseó el magnate.
– Doña Concha está muy ilusionada con el proyecto urbanístico de la costa que usted le ha delegado. Ícaro Residencial, creo recordar que se llama.
– Pobre Conchitina… -comenzó a responder Camargo, pero, sospechando que su esposa, de la que le separaban un par de comensales, había oído algo, moderó el tono-. Ella sería incapaz de desarrollar algo tan complejo, pero nada me cuesta hacer que se sienta útil. Miento, porque cada caprichito suyo me cuesta un buen dinero… Hay que pagar a arquitectos, decoradores, ingenieros… El trabajo le va grande. Desde que tuvo la menopausia está de baja de todo, hasta de ama de casa, pero si no se entretiene con algo… No es que yo la desprecie, entiéndame…
– ¿Cómo puedes hablar así, papá?
Rebeca estaba detrás de él. Se había levantado a pedir algo en la barra y había escuchado las últimas frases.
– Volviendo a los hombres pájaro, inspectora…
– No te hagas el loco -le recriminó Rebeca, hablando a su padre al oído en tono colérico-. ¿A todo el mundo le vas contando que estás casado con una pobre aldeana?
Haciendo caso omiso de su hija, Camargo volvió a dirigirse a Martina.
– ¿Eran hombres o eran dioses? Los expertos creen que se trata de un culto extinguido, de una página olvidada de la historia, pero voy a demostrar que están vivos y que pueden regresar en cualquier momento.
Enfurecida, Rebeca volvió a sentarse junto a su madre. Concha había palidecido, señal de que le habían llegado los ofensivos comentarios de su marido. Martina supuso que no debía de ser la primera vez que el banquero la desdeñaba en público. Labot, para quien esa situación tampoco podía ser nueva, se esforzó por distraer a Concha con una anécdota que le había ocurrido esa misma tarde en el mercado de Hanga Roa.
Camargo siguió monopolizando a Martina.
– ¿Y a qué lugar mejor, sino a esta isla, podrían haber venido esos hombres pájaro que tal vez ahora mismo estén observándonos, colgados de las estrellas, que son los árboles del universo? Una isla perdida, fuera de ruta… ¿Sabía, inspectora, que no existe un lugar más aislado en todo el planeta? Si, en lugar de haber viajado en avión, lo hubiésemos hecho en mi yate, desde Valparaíso, aun avanzando a toda máquina no habríamos tardado menos de una semana de navegación. Siete eternos días sin divisar otra cosa que agua y más agua por una ruta que casi ningún buque transita. Un lugar que…
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