Martina quiso interponerse, pero era tarde. Sara había visto las fotos de Sergio. Sin dejar de mirarlas, se mordió el dorso de la mano hasta hacer brotar un hilo de sangre.
– ¡Cómo no me daría cuenta! ¡Dios, oh, Dios!
– Está bien, Sara -dijo Martina abrazándola-. Llora todo lo que quieras.
– ¿Dónde está mi niña? ¿Puedes responderme a eso?
La inspectora iba a ampararse en cualquier lugar común, pero prefirió seguir callada. Sara se sonó la nariz y sin dejar de llorar dijo:
– Ese era su muñeco favorito -señaló un tigre de felpa que les miraba retadoramente desde la almohada, como si hubiese recibido la orden de proteger a su dueña.
Martina se sintió conmovida.
– ¿Tiene nombre?
– Gloria le llamaba «Tras».
– ¿Por qué?
– No lo sé. De pequeña, y también de más mayor, cuando estaba enfadada, solía dormir con él. Lo ganamos en la feria de Santander, en una de esas casetas de tiro al blanco. Fue la propia Gloria quien acertó en las dianas. Tiene…, tenía una puntería increíble. -Sara tuvo que sonarse de nuevo, anegada en lágrimas-. Tratándome como si fuera tonta, cosa que, en realidad, soy -continuó, a punto de venirse abajo-, Gloria me explicó que los feriantes desvían el punto de mira, por lo que al disparar hay que corregir la posición. Pero yo no lo lograba nunca. Siempre he sido muy torpe, para eso y para todo.
Llevada por un impulso maternal, Sara cogió el tigre y lo abrazó. El muñeco era enorme, casi tan grande como ella. Martina pasó la mano por el afelpado vientre y se llevó una sorpresa al palpar algo más duro que el relleno.
– ¡Qué curioso! Parece que hay algo ahí.
Una disimulada cremallera atravesaba la panza del felino. La inspectora la descorrió, metió la mano y extrajo un cuaderno de tapas azules.
– Debe de ser de Gloria.
La inspectora se lo entregó a la madre. Sara empezó a hojearlo. Martina alcanzó a entrever unas cuantas líneas de una página al azar, escrita en irregulares hileras con una letra grande, separada y redonda, típica de adolescente. Como si no tuviera luz, Sara le dio la espalda para seguir leyendo. Pasó rápidamente un par de páginas más y se guardó el cuaderno.
– ¿Qué es? -preguntó Martina-. ¿Una especie de diario juvenil?
– Se trata de poesías, simples pinitos literarios. A Gloria le tira…, le tiraba la literatura. Tenía mucha imaginación. Salgamos de aquí, Martina, te lo ruego. Un minuto más y no podré resistirlo.
El aeropuerto de Santiago de Chile no se diferenciaba prácticamente en nada de cualquier otro de similar tamaño. Las mismas e impersonales naves reducidas a tanques de viciado oxígeno, grupos de cansados viajeros con la ropa arrugada, idénticos mostradores de atención al cliente…
Con una punzante jaqueca, la inspectora De Santo miró sin fuerzas en derredor suyo. Las maletas tardaban en salir y le estaba entrando sueño. En el avión había dormido cinco o seis horas. Para ella, podía ser más que suficiente. En condiciones normales, no solía dormir tanto. Pero hacía años que no acometía un viaje tan largo y las catorce horas de vuelo le estaban pasando factura.
Otros veinte eternos minutos transcurrieron frente a la cinta de equipajes, que ni siquiera había sido activada. Los nervios de la inspectora, nada pacientes, se estaban cargando. Más que cualquier otra cosa habría deseado fumar, pero en el aeropuerto estaba prohibido.
– ¿Un cigarrillo? -le ofreció en ese momento uno de sus compañeros de pasaje.
Se le había acercado por detrás, sin que ella se diera cuenta. Era un tipo de los que se autocalifican de atractivos, con el pelo castaño oscuro planchado hacia atrás. Martina había coincidido con él en la parte trasera del avión, cuando se había levantado a por un sándwich y un zumo de naranja. Tampoco aquel pasajero había pegado ojo. A la cruda luz de la sala de equipajes presentaba bastante peor aspecto que amparado por la penumbra del área de descanso de la cola del avión, en aquel cubículo en que las azafatas dormitaban por turnos.
El desconocido se le había acercado más de lo necesario, hasta casi tocarla. Martina no se sintió intimidada, pero sí incómoda frente a su poco natural sonrisa. «¿Se habrá propuesto conquistarme?», temió, llegando instantáneamente a la conclusión de que entraba en lo posible.
– No se permite fumar -le informó-, pero eso usted ya lo sabe.
La sonrisa del pasajero se mantuvo incólume.
– Me gusta desafiar las prohibiciones. ¿Una calada?
Su ahuecada mano ocultaba un cigarrillo encendido. Martina hizo un gesto negativo. Él preguntó con descaro:
– ¿Qué planes tiene para Santiago?
– Ninguno en especial.
– ¿Un poco al albur de lo que pueda suceder? -Su sonrisa se esponjó, como si su estrategia de seducción fuera por buen camino, y añadió-: Mis amigos me consideran un experto en proponer y organizar actividades… ¿cómo decirlo? Complementarias.
Iba demasiado deprisa. La inspectora decidió pararle los pies.
– Voy a tener mucho trabajo. Por cierto, ¿a qué se dedica usted cuando no está halagando a alguien?
La ironía era nítida. A la réplica del viajero asomó la espuma de una ola de irritación.
– Dígame cuál es su ocupación y yo le hablaré de la mía.
– Suele darme reparo -confesó Martina.
– ¿Por qué motivo?
– No es normal trabajar con vivos que podrían estar muertos y con muertos que deberían seguir viviendo.
– ¿Se trata de una adivinanza?
– Me encantan los juegos.
– En ese caso, déjeme participar… Ya lo tengo. ¡Es dueña de una funeraria!
– Frío.
– De un museo de cera.
– Congelado.
– De una editorial de literatura fantástica.
– Soy inspectora de policía. Homicidios.
El tipo retrocedió medio paso. Martina sonrió.
– Espero no verle por allí.
– ¿Por dónde? ¿Por su… comisaría?
– ¿Por qué me mira de ese modo? ¿Hubiese preferido que me dedicase a las pompas fúnebres?
– ¿Y cómo le estoy mirando? -farfulló él.
– Como a un bicho raro. ¿Qué le pasa, no me cree?
La sonrisa del pasajero se había esfumado. Una mueca se esforzaba por reconstruirla, con un balance tirando a tragicómico.
– No me imaginaba que las policías españolas fuesen tan guapas.
– Trasladaré sus elogios a mis compañeras, señor…
– Leca, Enrique Leca.
El pasajero dio otra furtiva calada a su cigarrillo, ocultándolo de inmediato en el hueco de la mano.
– Espero que no vaya a denunciarme por fumar.
– Tampoco lo haré por acoso. Pero tenga cuidado con las otras agentes, no todas son tan buenas chicas como yo.
Leca encajó con relativa deportividad esa nueva patada en el estómago. Tiró y pisó el pitillo, anudó su corbata y ofreció a Martina una diestra tan vigorosa como para triturar un puñado de nueces.
– Permítame presentarme de manera oficial: soy soltero.
Como si hubiese dicho algo irresistiblemente gracioso, se echó a reír. Su risa, del mismo tipo que la de Sara Labot, aspiraba a resultar contagiosa. Martina decidió seguirle la broma.
– Esa condición puede ser un cargo o una carga. Tampoco yo estoy casada.
– Entonces, inspectora, por ese lado vamos bien -se animó su interlocutor, extrayendo una tarjeta de su cartera-. Le proporcionaré algunos datos míos. Entre otras responsabilidades, soy vicepresidente de la Confederación de Empresarios de Madrid y consejero de Banca de Cantabria.
– ¿Viaja por negocios?
– Siempre.
– ¿Solo?
– Ahora mismo debería estar con el ministro de Economía y con el presidente de mi holding, el señor Francisco Camargo. Llegaron a Chile ayer, en el avión privado del señor Camargo. No pude acompañarles y he cogido este vuelo. ¿Y su nombre, inspectora…? ¿Martina de Santo? ¡Mire, ahí sale mi maleta! -Leca consultó su reloj, un caro modelo de Patek Philippe-. Tengo que salir corriendo, mis jefes me esperan… En serio, me encantaría volver a verla. ¿En qué hotel se aloja?
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