– Uf, odio la salchicha Falukorv. ¡Qué asco!
Lisa apartó el plato con una expresión de repugnancia manifiesta y se cruzó de brazos disgustada.
– Pues qué pena, porque es lo que hay -replicó Erica con voz firme.
– Pero yo tengo hambre… ¡Quiero comer otra cosa!
– No hay ninguna otra cosa. Si no te gusta la salchicha, cómete los macarrones con ketchup -Erica se esforzó por adoptar un tono suave, pese a que estaba negra por dentro.
– Los macarrones son asquerosos. Yo quiero comer otra cosa. ¡Mamá!
Britta clavó una mirada inquisidora en su anfitriona, mientras acariciaba la mejilla al saco de gritos en que se había convertido su hija, que la premió con una sonrisa. Lisa, convencida de su victoria y con las mejillas encendidas, clavó en Erica una mirada exigente. Pero ya se habían pasado de la raya: era la guerra.
– No hay otra cosa. O te comes lo que tienes en el plato o nada.
– Pero, por favor, Erica, estás siendo poco razonable. Conny, explícale cómo solemos hacer nosotros las cosas, cuál es nuestra política educativa -lo animó Britta, aunque sin esperar de su parte ninguna reacción-. Nosotros no obligamos a nuestros hijos a nada, porque eso inhibiría su desarrollo. Si mi Lisa quiere comer otra cosa, consideramos que es de ley que se le ofrezca, ni más ni menos. Quiero decir que ella es un individuo con el mismo derecho a expresarse del que disfrutamos los demás. ¿Qué pensarías tú si alguien te obligase a comer algo que no quieres comer? No creo que lo aceptases.
Britta la aleccionaba con su voz de psicóloga profesional, pero Erica sentía que ya estaba colmada y, con una tranquilidad pasmosa, tomó el plato de la niña, lo alzó sobre la cabeza de Britta, le dio la vuelta y se lo puso de sombrero. El asombro al notar que los macarrones le chorreaban por el interior de la camisa hizo que Britta se interrumpiese en mitad de una frase.
Diez minutos más tarde, se habían esfumado, probablemente para no volver nunca más. Erica estaba convencida de que a partir de ahora pasaría a figurar en la lista negra de esa parte de la familia, pero ni recurriendo a toda su voluntad podía decir que lo lamentase. Tampoco se avergonzaba, pese a que, en el mejor de los casos, su conducta podía calificarse de infantil. Había sido un placer dar rienda suelta a la agresividad acumulada durante los días de visita familiar y no pensaba presentar la menor disculpa.
Tenía pensado pasar el resto del día en la terraza con un buen libro y la primera taza de té del verano. De repente la vida se le antojó mucho más placentera.
Pese a ser tan pequeña, el verdor que brotaba en su terraza acristalada, podía compararse con el del mejor de los jardines. Cada una de las flores había sido amorosamente cultivada desde la semilla o el esqueje y, gracias al calor de aquel verano, el ambiente resultaba casi tropical. En un rincón de la terraza cultivaba hortalizas y nada podía compararse a la satisfacción de salir y recoger los tomates, los calabacines, las cebollas o incluso los melones o las uvas que él mismo había cultivado.
Su pequeña casa adosada estaba situada a orillas de la calle Dinglevägen, junto a la salida sur hacia Fjällbacka, y era pequeña, pero funcional. La terraza, como un verde signo de admiración, destacaba entre los humildes jardines del resto de los vecinos.
Sólo cuando se sentaba allí dejaba de sentir añoranza de su antigua casa, aquella en la que había crecido y donde, más tarde, se forjó un hogar propio junto con su esposa y su hija. Las dos estaban ya muertas y el dolor en soledad había ido acrecentándose hasta que un día comprendió que no tenía más remedio que despedirse también de la casa y de todos los recuerdos que albergaban sus paredes.
Claro que la adosada carecía de la personalidad que tanto había amado en la otra, pero la impersonalidad era precisamente lo que le ayudaba a paliar el dolor que se alojaba en su pecho; allí, su pena era más bien un sordo murmullo, incesante pero de fondo.
Cuando Mona desapareció, creyó que Linnea moriría de angustia. Ella llevaba ya tiempo enferma, pero resultó estar hecha de mejor madera de lo que él suponía y vivió diez años más, seguramente por él; no quería dejarlo solo con aquella tristeza. Linnea luchaba cada día por sobrellevar una vida que, a partir de la desaparición de su hija, se había convertido para ambos en una existencia tenebrosa.
Mona había sido siempre la luz de sus vidas. Nació cuando los dos habían perdido ya toda esperanza de tener hijos y, de hecho, no tuvieron más. Todo el amor de que eran capaces se concretó en aquella rubia y alegre criatura cuya risa les encendía el corazón. Les resultaba del todo incomprensible que pudiese desaparecer así, sin más. Él sintió que el sol debería haber dejado de brillar y que el cielo debería haberse venido abajo, pero nada de aquello sucedió. La vida continuaba como de costumbre fuera de aquella morada de sufrimiento. La gente seguía riendo, viviendo y trabajando, pero Mona ya no estaba.
Durante mucho tiempo conservaron la esperanza. Podía ser que estuviese en algún lugar, que estuviese viviendo su vida sin ellos porque hubiese decidido desaparecer voluntariamente. Al mismo tiempo, ambos conocían la verdad. La otra chica había desparecido poco antes y aquello era una coincidencia demasiado significativa como para engañarse. Además, Mona no era el tipo de muchacha capaz de causar tanto dolor de forma consciente. Era una joven buena y adorable que hacía cuanto estaba en su mano por cuidarlos.
El día en que murió Linnea fue para él la prueba definitiva de que Mona estaba en el cielo. La pena y la enfermedad habían reducido a su amada esposa hasta que no quedó más que su sombra. Tras muchas horas de espera, ella le apretó la mano por última vez y su rostro se iluminó con una sonrisa. La luz que observó entonces en los ojos de Linnea era la misma luz que llevaba sin ver diez años, los mismos que hacía que no veía a Mona. Después, su esposa dirigió la mirada a algún punto lejano e impreciso, y se fue. Entonces lo supo: Linnea había muerto feliz porque su hija había ido a recibirla en el túnel. Aquella certeza, le ayudaba a soportar la soledad en más de un sentido. Ahora, al menos, las dos personas a las que más había amado estaban juntas. El reencuentro con ellas era sólo cuestión de tiempo y anhelaba que llegase el día, pero hasta entonces era su obligación vivir su vida lo mejor que supiera. El Señor era poco comprensivo con los que lo decepcionaban y no quería arriesgarse a perder su puesto en el cielo, junto a Linnea y Mona.
Unos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpir su melancólico cavilar. Con gesto cansino, se levantó del sillón y, apoyándose en el bastón, cruzó por entre las plantas, recorrió el pasillo y llegó a la puerta. Un joven de aspecto grave aguardaba al otro lado con la mano en alto, como para volver a llamar.
– ¿Albert Thernblad?
– Sí, soy yo, pero no quiero comprar nada si es que viene a venderme algo.
El hombre sonrió.
– No, no soy vendedor. Me llamo Patrik Hedström, de la policía. ¿Me permite que pase un momento?
Albert no dijo nada, pero se apartó para dejarlo entrar y lo llevó hasta la terraza, donde le indicó que tomase asiento en el sofá. No le había preguntado el motivo de su visita, no era necesario. De hecho, llevaba veinte años esperándola.
– ¡Qué maravilla de plantas! Eso se llama tener mano, supongo -comentó Patrik con una sonrisa nerviosa.
Albert no contestó, pero lo miró con dulzura, pues comprendió que al policía no le resultaba nada fácil presentarse con semejante misión, aunque no tenía por qué preocuparse. Después de tantos años de espera, casi podía decirse que se merecía conocer lo ocurrido. Sufrir por la pérdida era algo que ya había hecho, de todos modos.
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