– Recuerdo que pensé que iba a pasar frío.
Se echó a reír.
– ¡Extranjeros!
Anna-Maria y Sven-Erik se quedaron callados. Esperaban sin preguntar. Era mejor que recordara libremente sin ser dirigido. Anna-Maria asintió con la cabeza animándolo y anotó en su memoria: «Extranjero.»
– No pudo ser la semana pasada porque estuve en casa con la gripe. Espera un momento…
Hizo algo con el ordenador y volvió después con un formulario cumplimentado.
– Aquí está el contrato.
«Es increíble -pensó Anna-Maria-. Lo vamos a detener.»
Casi no se podía contener hasta que pudo ver el nombre.
Sven-Erik se puso los guantes y pidió el formulario.
– Extranjero -dijo Anna-Maria-. ¿Qué idioma hablaba?
– Inglés. Sólo sé ése así que…
– ¿Algún acento?
– No y sí.
Cambió el chicle de lugar y se lo puso entre los dientes de delante; la mitad le salía de la boca con lo que la velocidad al masticar iba cambiando. Anna-Maria se puso a pensar en una máquina de coser que va clavándose en un trozo de tela blanco.
– En realidad, británico. Aunque no ese inglés esnob, más… como de working class. Bueno -dijo asintiendo con un gesto de aprobación consigo mismo-. Sí, porque no estaba muy de acuerdo con la larga gabardina y los zapatos. A mí me pareció que parecía un poco ajado aunque estaba muy moreno.
– Nos quedamos con el contrato -le informó Sven-Erik-. Te quedas una copia pero, por favor, no hables de esto con los periodistas. Y queremos todos los datos que tengas en el ordenador, cómo pagó, bueno, lo que haya.
– Y necesitamos el coche -añadió Anna-Maria-. Si está alquilado haz que lo traigan y le das al cliente otro.
– Es por Inna Wattrang, ¿verdad?
– Cuando devolvió el coche, ¿llevaba la gabardina puesta? -preguntó Anna-Maria.
– No lo sé. Creo que dejó la llave en el buzón.
Puso en marcha el ordenador.
– Sí, probablemente cogió el avión del viernes por la noche. O quizá el que sale pronto el sábado.
«En ese caso quizás alguna azafata lo haya visto sin gabardina», pensó Anna-Maria.
– Damos el aviso del hombre del contrato -le dijo Anna-Maria a Sven-Erik cuando estaban de nuevo sentados en el coche-. John McNamara. Que nos ayude la Interpol en los contactos con los británicos. Después, el laboratorio puede ver si la sangre de la gabardina es de Inna Wattrang y si pueden hacer una prueba de ADN con ella…
– No es del todo seguro porque ha estado en el agua.
– En ese caso que haga la prueba el laboratorio Rudbeck de Uppsala. Tiene que poderse relacionar a ese hombre con la gabardina. No es suficiente con que haya alquilado un coche cuando ella fue asesinada.
– Si no se encuentra nada en el coche…
– Los de la Científica tendrán que revisarlo.
Se volvió hacia Sven-Erik y sonrió abiertamente. Él apretó los pies contra el suelo del coche en una búsqueda instintiva del freno. Quería que mirara la carretera cuando conducía.
– Joder, qué deprisa hemos trabajado -le dijo Anna-Maria apretando el acelerador de lo contenta que estaba-. Y lo hemos hecho solitos, sin los de la Criminal Nacional. De cojones.
Rebecka cenó por la noche en casa de Sivving. Estaban en la sala de la caldera. Rebecka, junto a la mesita de formica, veía a Sivving preparar la cena en el pequeño hornillo eléctrico. Ponía rodajas de masa de pescado en una cazuela de aluminio y las calentaba con cuidado con un poco de leche. En una olla al lado cocía patatas variedad almendra. Sobre la mesa había bollitos de pan seco en una cesta hecha de finas láminas de madera y un paquete de margarina salada marca Bregott. El aroma de la comida se mezclaba con el olor de los calcetines de lana recién lavados que estaban tendidos en una cuerda.
– Vaya fiesta -exclamó Rebecka-. ¿O qué dices tú, Bella?
– Ni se te ocurra -le dijo Sivving de forma apagada a su hembra vorsteh, a la que le había ordenado que se quedara tumbada en su sitio al lado de la cama de él.
De los lados de la boca le caían dos hilillos de saliva. Sus ojos marrones testificaban un hambre al borde de la muerte.
– Después te daré mis restos -le prometió Rebecka.
– No hables con ella. Lo interpreta como que tiene permiso para salir de su sitio.
Rebecka sonrió. Miraba la espalda de Sivving. Era un ser fantástico. El pelo, que no lo tenía ralo aunque blanco como la seda y algo más fino que antes, le salía de la cabeza como una esponjosa cola de zorro. Llevaba unos pantalones del economato militar, metidos en unos gruesos calcetines de lana. Maj-Lis tenía que haber tejido una gran cantidad de ellos antes de morir. Y sobre la imponente barriga, llevaba una camisa de firanela. Encima se había puesto un delantal de Maj-Lis, y como no le alcanzaba a abrochárselo detrás, se había metido las cintas en los bolsillos traseros del pantalón para mantenerlo sujeto.
La parte de arriba de la casa, Sivving la había decorado toda con motivos navideños. En cada ventana había puesto una lámpara en forma de estrella, en la ventana de la cocina otra estrella de cartón color naranja que había conseguido en el supermercado ICA, y en la sala de estar una estrella hecha de paja en trabajos manuales. Había sacado los duendes navideños, candelabros de adviento y los mantelitos bordados de Maj-Lis. Dentro de poco, todo volvería a las cajas de cartón que subía a la buhardilla. Los manteles no hacía falta lavarlos, ya que no comía nunca sobre ellos. En la parte de arriba de la casa nada se ensuciaba.
Abajo, en la sala de la caldera donde se había trasladado a vivir, todo seguía igual. Nada de mantelitos y nada de duendecillos sobre la cómoda.
«Me gusta esto -pensó Rebecka-. Que todo sea igual. Las mismas cazuelas y los mismos platos en el estante de la pared. Todo tiene una función. La colcha no deja pasar los pelos del perro a las sábanas cuando Bella se sube encima a escondidas. La alfombra de trapo porque el suelo está frío, no como adorno.» Se dio cuenta de que se había acostumbrado. Ya no pensaba que era raro que Sivving se hubiera trasladado a vivir al sótano.
– Vaya historia lo de Inna Wattrang -comentó Siv-ving-. Todos los día sale en primera página.
Antes de que Rebecka tuviera tiempo de contestar, sonó su teléfono. El número empezaba por el 08 de Estocolmo. En pantalla vio que era del bufete de abogados.
«Måns», pensó Rebecka y se inquietó tanto que se puso de pie de golpe.
Bella aprovechó la ocasión para levantarse también. En medio segundo estaba delante de la cocina.
– Vete de aquí -la riñó Sivving.
Y a Rebecka le dijo:
– Dentro de cinco minutos están listas las patatas.
– Un minuto -le respondió Rebecka y salió hacia las escaleras. Cuando cerraba la puerta del sótano, oyó la voz de Siwing que ordenaba: «Vete a tu cama.»
No era Måns, era Maria Taube.
Maria Taube todavía trabajaba para Måns. En otra vida ella y Rebecka habían sido compañeras.
– ¿Qué tal? -preguntó Rebecka.
– Una catástrofe. Vamos a subir hasta Riksgränsen a esquiar con el bufete. ¿Oyes lo que digo? ¿Qué ideas son ésas? ¿Qué tiene de malo ir a un sitio donde haga calor a tomar el sol y beber copas con sombrilla? ¡Estoy en baja forma! Bueno, por lo menos mi hermana me deja el equipo de esquiar pero parezco una salchicha de las más gordas. Y eso que en Navidad pensé que pasadas las fiestas haría dieta y que podría adelgazar medio kilo a la semana. Como de todas formas después iba a hacer régimen y me quedaría delgadísima, pues en Navidad me puse las botas. De golpe estábamos en Año Nuevo y enero llegó y pasó en un suspiro y pensé empezar a adelgazar en febrero y si bajo un kilo a la semana…
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