Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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Brunetti se encontró, y no por primera vez, atrapado en la ambivalencia. En este caso, le otorgaba ventaja -y, se dijo, también al bien público- el hecho de que la signorina Elettra hubiera llevado a su terreno el sistema judicial de la ciudad. Pero en lugares donde estuvieran a cargo personas de menos… menos probidad…, los resultados podían no ser tan saludables.

Desechó estos pensamientos, dio las gracias a la signorina Elettra por su ayuda y regresó a su despacho.

Allí seguía al cabo de una hora, en cuyo transcurso leyó y firmó con sus iniciales varios documentos e informes, cuando la signorina Elettra fue a hablar con él.

– He encontrado al hombre de mis sueños -dijo al entrar, en un tono como para dar a entender a Brunetti que ese hombre era el joven magistrado.

– Debo interpretar eso como que él ha aprovechado la experiencia de usted en lo relativo a las particularidades de la ciudad.

Su sonrisa era tranquila, y su gesto de asentimiento, un ejercicio de gracia.

– Su secretaria dijo unas pocas palabras amables sobre mí antes de pasarme con él.

– ¿Tras lo cual usted lo indujo a pasar por alto la dudosa legalidad de algunas de las cosas cuya autorización le pedía?

La frase pareció herirla, aunque sirvió para espolearla y replicar:

– No estoy segura de que en este país quede alguna legalidad que no resulte dudosa.

– Sea como sea, signorina, tengo curiosidad por saber qué lo convenció a dar la autorización.

– Todo -respondió, con indisimulada satisfacción-. Creo que este joven puede acabar siendo una mina de oro para nosotros.

Brunetti pensó en la advertencia escrita sobre las Puertas del Infierno, y por un momento estuvo tentado de apartarse y no continuar por un terreno que no era de dudosa legalidad, sino de ausencia de legalidad, pero la hipocresía no se contaba entre sus vicios. También apreciaba el hecho de que ella hubiera usado el plural, así que sonrió y dijo:

– Tiemblo al pensar lo que podría pedirle que autorizara.

Incapaz de disimular su decepción, le recordó:

– Yo nunca lo he comprometido a usted en nada de esto, dottore.

– ¿Tan sólo se ha comprometido usted? -inquirió él, sabiendo que aquello era imposible.

Ella se abstuvo de contestar, lo que finalmente lo impulsó a enfrentarse al hecho de que durante años la signorina Elettra había estado efectuando solicitudes que iban mucho más allá de sus atribuciones. Pero ¿cómo formular la pregunta sin que sonara como una acusación?

– ¿A quién se le han enviado las respuestas a esas solicitudes?

Al vicequestore, por supuesto -respondió ella sencillamente.

Por un momento Brunetti la imaginó como si compareciera diciéndole eso a un juez; vio su pelo tirante echado hacia atrás, su rostro completamente desprovisto de maquillaje; sin joyas, con el atuendo modesto que usaba, quizá con un vestido azul marino, con una falda de corte y longitud pasados de moda y zapatos cómodos. ¿Se arriesgaría a llevar gafas? Sus ojos permanecerían modestamente bajos frente a la majestad de la ley; y su modo de hablar, también modesto, sin bromas, sin desafíos, sin alardes de ingenio. Por vez primera Brunetti se preguntó si ella tendría algún tipo de grisáceo segundo nombre que exhibir para una ocasión como aquella: Clotilde, Olga, Luigia. Y Patta -Brunetti no tuvo otra opción que emplear la frase americana- would take the fall. [1]

– ¿Le haría eso? -preguntó Brunetti.

– Por favor, dottore -rechazó en tono ofendido-, debe usted reconocerme cierta capacidad para los afectos humanos, o cierta debilidad.

De hecho, Brunetti tenía razones para reconocerle más que cierta capacidad en aquel sentido, de modo que preguntó, decidido a hablar con contundencia:

– Pero si algo fuera mal, ¿dejaría que a Patta lo empaquetaran por eso?

Se las arregló para parecer auténticamente sorprendida por la pregunta; sorprendida y luego decepcionada de que a él pudiera ocurrírsele semejante cosa.

– Ah -replicó, dejando la sílaba en el aire un buen rato-. Yo nunca podría perdonarme si hiciera eso. Además, usted no tiene idea de lo que tardaría yo en aleccionar a quien enviaran para reemplazarlo.

Finalmente, pensó Brunetti, allí se ventilaba algo más que hipocresía de rango.

En tono reticente, la signorina Elettra dijo:

– Y debo confesar que, con los años, casi le tengo cariño.

Oírla decir algo así causó sorpresa a Brunetti porque aceptó que, probablemente, compartía sus sentimientos.

Después de dejarle tiempo suficiente para considerar cuanto le había dicho, añadió con una sonrisa agradable:

– Además, todas las solicitudes son enviadas en nombre del teniente Scarpa.

Brunetti no dejó de advertir su uso de la voz pasiva.

Sólo le costó un momento tomar conciencia de la genialidad de aquello.

– Vaya, parece que el teniente se ha excedido en sus atribuciones profesionales durante todos estos años, al solicitar información sin una orden de un magistrado… -rumió sin considerar necesario comentar el rastro de pruebas cibernéticas que estaba seguro habían quedado tras él.

– También ha penetrado en códigos bancarios, hurtado información de Telecom, revuelto en los archivos clasificados sobre ciudadanos en oficinas estatales, y robado copias de extractos de tarjetas de crédito de la gente -enumeró la signorina Elettra, escandalizada por la magnitud de la perfidia del teniente.

– Estoy asombrado -dijo Brunetti. Y lo estaba: ¿qué mente podía preparar semejante trampa para el teniente?-. ¿Y todas esas solicitudes procedían directamente de su correo electrónico? -preguntó, interrogándose sobre qué laberinto habría creado la signorina Elettra con las respuestas.

La duda que ella manifestó fue mínima y su respuesta, una sonrisa al tiempo que explicaba:

– El teniente cree que es la única persona que conoce la contraseña de su cuenta. -Su voz se suavizó, pero no su expresión-. Yo no quise inquietarlo con la lectura de las respuestas, de manera que se transfieren automáticamente a una de las cuentas del vicequestore.

El nombre de «Giorgio» se deslizó en el oído de Brunetti. Era el amigo, frecuentemente nombrado, de la signorina Elettra, el cibergenio de todos los cibergenios, pero la discreción mantuvo quieta la lengua de Brunetti y no pronunció el nombre en voz alta, como tampoco preguntó si el vicequestore conocía la existencia de su propia cuenta.

– Es notable que el teniente fuera tan poco precavido como para utilizar su propia dirección para obtener esta información -dijo Brunetti, cuyos pensamientos se dirigieron a Riverre y a Alvise, y a la gran seguridad que aquella información les daba.

– Probablemente se cree demasiado inteligente para que lo descubran -sugirió la signorina Elettra.

– Qué tontería por su parte -observó Brunetti, recordando cuán a menudo el teniente había hecho méritos tratando de demostrar a la signorina Elettra su superior inteligencia-. Debió haberse percatado de lo peligroso que era… -empezó a decir Brunetti, y al ver la sonrisa de ella y la amplitud de sus conocimientos, añadió-: pensar que podía salirse con la suya.

– El teniente a veces pone a prueba mi paciencia.

La frialdad de la sonrisa de la signorina Elettra reconfortó el corazón de Brunetti.

24

Como si le hubiera dado alas la nueva experiencia de trabajar dentro de los límites de la ley, la signorina Elettra obtuvo la información que faltaba hacia mediodía del día siguiente, cuando entró en el despacho de Brunetti. Aunque quizá trató de imitar la anodina expresión de la Justicia, con los ojos vendados, cuando colocó los papeles sobre la mesa, no consiguió disimular su satisfacción por haber cumplido con su trabajo tan rápidamente.

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