– ¿Y el efecto sobre el turismo? -le preguntaba media hora más tarde un Patta colérico, que volvía del revés el orden de las preocupaciones previstas por Brunetti, pero que aún no conseguía sorprenderlo.
El vicequestore , con evidente fuerza de voluntad, se contuvo hasta que acabó de escuchar los últimos delirios de su siempre insubordinado subordinado.
– ¿Qué se supone que le vamos a decir a la gente? ¿Que no está segura en sus propias casas, pero que de todos modos lo va a pasar bien?
Brunetti, bien aleccionado acerca de los excesos retóricos y las inconsistencias de su superior, se abstuvo de puntualizar que los turistas, al menos cuando estaban en Venecia, no se alojaban en sus propias casas, por más seguros o inseguros que pudieran permanecer en ellas. Asintió de una forma que esperó que pareciera reflexiva.
Brunetti se concentró en encontrar la mirada de su superior -Patta detestaba que la atención de alguien se apartara de él, sin duda el primer paso en la senda de la desobediencia- y adoptó toda la apariencia de que se las estaba viendo con una oposición racional.
– Sí, entiendo su punto de vista, vicequestore. Simplemente espero que el dottor Niccolini… -dejó que su voz se fuera apagando, como si sus pensamientos se hubieran escrito en una pizarra y él los estuviera borrando.
– ¿Qué pasa con él?-preguntó Patta, con los ojos alerta para todo cuanto considerara un matiz.
– Nada, señor -respondió evasivamente Brunetti, como inseguro de si Patta encontraría pesado su proceder o se sentiría mortificado.
– ¿Qué pasa con el dottor Niccolini?-insistió Patta con voz fría, exactamente la que Brunetti había tratado de provocar.
– Pues precisamente eso, señor, que es un doctor. Así es como se presentó él mismo en el hospital, y así es como Rizzardi se dirigía a él.
Eso era pura fantasía por parte de Brunetti, pero pudo haber sido cierto, lo cual bastaba.
– ¿Y qué?
– Le pidieron que identificara el cadáver de su madre -aclaró Brunetti, tratando de emplear un tono como si sugiriera a Patta algo que la delicadeza hacía difícil de expresar.
– La gente se limita a ver la cara -afirmó Patta, pero un instante después quiso asegurarse y preguntó-: ¿No es así?
Brunetti asintió y dijo, como si pusiera fin al asunto:
– Desde luego.
– ¿Qué significa eso? -inquirió Patta con una voz que trataba de ser amenazadora, pero que Brunetti, familiarizado con la bestia después de muchos años, reconoció como la voz de la incertidumbre.
Brunetti se forzó a mirarse las manos, cuidadosamente dobladas sobre el regazo, y luego miró directamente a los ojos de Patta, que siempre era la mejor táctica para mentir.
– Le mostrarían las marcas, vicequestore -dijo, y luego, antes de que Patta pudiera preguntar de qué, continuó-: Y como creían que era un doctor, se las explicarían. Bien, le explicarían a qué podían deberse.
Patta considero la cuestión.
– ¿Cree que Rizzardi lo hizo realmente? -preguntó, incapaz de disimular su insatisfacción porque el medico legale pudiera haberle dicho a alguien la verdad.
– Creería que era lo correcto, porque estaba hablando con un colega.
– Pero sólo es veterinario -replicó Patta encolerizado, pronunciando el nombre con desdén y olvidando al parecer no sólo la relación de su hijo con su husky, sino las muchas veces que había expresado su creencia de que la competencia profesional de los veterinarios aventajaba a la de los médicos del Ospedale Civile.
Brunetti asintió pero optó por no decir nada. En vez de hablar permaneció sentado en silencio y observó el rostro de Patta mientras la mente que había detrás medía las probabilidades y consideraba las posibilidades. Niccolini era un personaje desconocido: trabajaba fuera de la provincia de Venecia, de modo que podía tener algún peso político que Patta ignoraba. Los veterinarios trabajaban con los agricultores, y los agricultores estaban próximos a la Lega, y la Lega era una fuerza política creciente. Más allá de eso, por falta de suficiente fantasía, la imaginación de Brunetti no podía seguir la de Patta.
Finalmente Patta dijo en un tono nada feliz:
– Tendré que pedir a un magistrado que autorice algo. -Un súbito pensamiento cruzó su hermoso rostro. ¿Realmente el vicequestore había hecho una pausa para ajustarse la corbata?-. Sí, tenemos que llegar al fondo de esto. Dígale a la signorina Elettra lo que necesita. Y ya veré.
Había resultado tan impecable que Brunetti no había visto producirse el cambio. Recordó el pasaje -creía que del canto XXV- en el que Dante ve a los ladrones transformados en lagartos y los lagartos en ladrones; el momento de la transformación era invisible hasta que se completaba. Un instante una cosa, el siguiente otra. Así, Patta pasó de abogar por la paz a cualquier precio, a incansable buscador de la justicia, dispuesto a movilizar las fuerzas del orden en pos de la verdad. Como los pecadores de Dante, volvió a caer en tierra con la figura de su opuesto, luego se alzó y se alejó, limitándose a volver la cabeza.
– Iré a hablar con ella ahora mismo, si me lo permite, señor -sugirió Brunetti.
– Sí -lo animó Patta-. Ella sabrá qué magistrado es el mejor. Uno de los jóvenes, me parece.
Brunetti se puso en pie y dio los buenos días a su superior.
La signorina Elettra no pareció ni sorprendida ni complacida por el cambio de criterio de su superior.
– Puedo preguntarle a un guapo y joven magistrado -dijo con la sonrisa calculada que podía usar cuando le pedía al carnicero un pollo joven bien cebado-. No tiene mucha experiencia, así que es probable que esté abierto a… sugerencias.
Esto, pensó Brunetti, probablemente se parecía mucho a la manera en que el Viejo de la Montaña hablaba a sus aprendices de asesinos cuando los enviaba a cometer sus crímenes.
– ¿Cuántos años tiene?
– Seguro que no llega a los treinta -respondió ella, como si considerara que ese número era una palabra que había oído en alguna otra lengua y de la que, quizá, conocía su significado. Luego, en un tono mucho más serio, preguntó-: ¿Qué quiere que le pida?
– Acceso a los archivos del Ospedale Civile correspondientes al tiempo en que fue paciente allí Madame Reynard; archivos de los empleados del mismo período, si tal cosa existe; autorización para hablar con Morandi y con la signora Sartori; historial fiscal de ambos y todos los documentos concernientes a la venta de la casa de la viuda de Cuccetti a Morandi; el certificado de defunción de Reynard y una ojeada al testamento para comprobar cuánto le dejó, así como cualesquiera otros legados.
Aquello le sonaba a Brunetti como algo más que suficiente para seguir adelante.
La signorina Elettra tomó nota de sus peticiones, y cuando terminó, lo miró y dijo:
– Ya dispongo de parte de esta información, pero puedo cambiar las fechas y hacer que parezca que la petición no se hizo hasta que el magistrado la autorizó. -Consultó sus notas y comentó, mientras golpeaba con el extremo del lápiz la lista-: Probablemente no sabe todavía cómo solicitar todo esto, pero sospecho que yo podría hacerle algunas sugerencias que lo ayudaran.
– Sugerencias -repitió Brunetti, en voz muy baja.
La mirada que ella le dirigió hubiera hecho ponerse de rodillas a un hombre menos entero.
– Por favor, commissario -fue todo cuanto dijo, y luego descolgó el teléfono.
Al cabo de unos minutos todo estaba hecho, y la secretaria del magistrado, con quien la signorina Elettra habló con distendida familiaridad, dijo que las órdenes judiciales se entregarían a la mañana siguiente. Brunetti se abstuvo de preguntar el nombre del magistrado, convencido de que se enteraría mirando la firma cuando viera los papeles al día siguiente. Bien, se dijo, cuando consideró la rapidez y eficacia con que se había cumplimentado su solicitud: ¿por qué la judicial había de ser diferente de cualquier otra institución pública o privada? Los favores eran concedidos a la persona cuya petición iba acompañada de una raccomandazione, y cuanto más poderosa era la persona que hacía la raccomandazione, o cuanto más estrecha la amistad entre los ayudantes que descendían a los detalles, tanto más rápidamente se atendía la solicitud. ¿Se necesita una cama en un hospital? Lo mejor es tener un primo médico en ese hospital o estar casada con uno. ¿Un permiso para restaurar un hotel? ¿Problemas con la Comisión de Bellas Artes por la pintura que uno quiere trasladar a su piso de Londres? La persona adecuada no tenía más que hablar con el funcionario adecuado o con alguien a quien el funcionario debiera un favor, y todos los caminos quedaban allanados.
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