Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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Raffi persistió en ignorarla y continuó comiendo. Ella insistió:

– O por qué los amigos de papá y mamá creen que deben ir de vacaciones a las Maldivas o a las Seychelles.

Raffi se sirvió un vaso de agua, desdeñando el champán. Bebió el agua, dejó el vaso en la mesa, echó hacia atrás la silla y se volvió hacia su hermana. Levantó un pie y lo extendió en dirección a ella.

– Comprados en el mercado de Lignano este verano por diecinueve euros -declaró orgullosamente, imprimiendo al pie un movimiento circular, para mostrar mejor el zapato-. Nada de Clarks, ninguna etiqueta.

Bajó el pie e hizo girar la silla, volviéndose a colocar en su sitio a la mesa. Tomó su tenedor y siguió comiendo.

Cabizbaja, Chiara miró a su madre y luego a su padre. De haber sido un chico, ella y Raffi probablemente se habrían enzarzado en una pelea, y Brunetti sospechó que hubiera intervenido para proteger al más pequeño. ¿Por qué, entonces, cuando el combatiente usaba sólo palabras, había que dejarla sola, para que se protegiera por sí misma?

Brunetti había participado en las que consideraba peleas normales en su época de crecimiento: nunca pasaron de unos pocos puñetazos y un buen surtido de empujones. No recordaba haber resultado nunca herido, ni, por supuesto, haber herido a nadie, y ninguna de las peleas le había dejado un recuerdo claro. Pero aún se acordaba de una tarde en que Geraldo Barasciutti, que se sentaba a su lado en clase de matemáticas, se había reído cuando Brunetti cometió un error gramatical, mezclando el veneciano con el italiano.

– ¿Qué te pasa? ¿Es que tu padre se gana la vida descargando barcos? -preguntó Geraldo, dándole un codazo en las costillas.

Lo dijo como una broma: era bastante corriente entre los niños confundir ambas lenguas. Pero la verdad había herido su sentido de la identidad -un sentido frágil, porque tenía que llevar los zapatos y las chaquetas desechados de su hermano-, ya que su padre, en efecto, trabajó en otro tiempo en los muelles, descargando barcos para ganarse la vida. Fue ese día y esa observación lo que Brunetti recordaba como lo peor que le había sucedido de niño. Su formación universitaria, su posición como comisario de policía, la categoría y fortuna de la familia de su esposa: todo eso podía poner en tela de juicio el recuerdo de aquellas palabras y el dolor que le causó lo que, sin intención alguna, tenían de verdadero.

– Lo extraño -dijo Brunetti, sosteniendo su copa en dirección a Raffi, aunque hablando en defensa de la postura de Chiara- es que probablemente yo no podría establecer la diferencia entre esto y el prosecco que tomamos todos los días.

– ¿Todos los días? -preguntó Paola, aunque no antes de que Brunetti hubiera intercambiado una sonrisa con su hija.

– El prosecco que bebemos habitualmente -dijo, corrigiéndose.

Acabó su champán, cogió la botella vacía y fue al frigorífico en busca de una segunda. Pero se conformó con su cotidiano prosecco y lo puso en la mesa.

– Lo que está haciendo vuestro padre -explicó Paola a sus hijos mientras Brunetti arrancaba el papel de estaño- es daros un ejemplo del método científico. No está preparado para permitir que su observación quede sin demostrar.

– ¿Cuál? -indagó Raffi-. ¿Sobre la diferencia entre el champán y el prosecco o sobre que lo bebéis a diario?

– Sobre las dos cosas -declaró Brunetti, y sus palabras fueron seguidas por un fuerte estallido.

23

A la mañana siguiente Brunetti se levantó temprano y fue a hacerse el café. Mientras esperaba que subiera, se acercó a la ventana trasera, con la esperanza de que las montañas fueran visibles, pero no lo eran. Se quedó mirando la calima distante, mientras consideraba el extraño caso de Madame Reynard. No había forma de saber, a menos que se les preguntara a ellos directamente, cómo Sartori y Morandi habían acabado firmando el testamento. ¿Y por qué una mujer de la edad de Madame Reynard -por no mencionar su fortuna- había ingresado en el Ospedale Civile y no en una clínica privada?

El resoplido del café lo distrajo. Se lo sirvió, puso el azúcar y añadió leche fría, aunque la hubiera preferido caliente. Regresó a sus pensamientos. ¿En qué coyuntura las órbitas de esas cuatro personas se habían cruzado en una habitación de hospital: una heredera agonizante, el abogado que se convirtió en su heredero y los testigos del testamento ológrafo que beneficiaba a aquél? Como caídos del cielo, una enfermera y un hombre con antecedentes penales actuaron como testigos de ese testamento que implicaba la transferencia de unos cuantos millones. Una extraña constelación, ¿y qué superficie tenía el piso que uno de los testigos adquirió poco después?

Sus pensamientos se dirigieron a la mujer que había convivido con la signora Altavilla. Brunetti evocó con cierta incomodidad su inicial predisposición a no sospechar de ella, sino de su amante, el profesor de química lo suficientemente audaz como para advertir a la signora Altavilla de que tenía al enemigo metido en casa. El meridional.

Se quedó mirando la pintura de la pared de la cocina, el Gran Canal con su aspecto de siglos atrás, y luego evocó el piso de la signora Altavilla tal como lo encontraron. Volvió a mirar su pintura, y esta visión despertó el recuerdo de los clavos solitarios en las paredes de la signora Altavilla. Buscó el telefonino en el bolsillo de su chaqueta y marcó el número de Niccolini.

En cuanto el doctor oyó su nombre, dijo:

– Commissario, iba a llamarlo hoy mismo.

– ¿Por qué razón, dottore ? -preguntó Brunetti, aliviado porque se le ahorrara un intercambio de frases corteses, aunque no tenía nada de cortés lo que cada uno tenía que decirle al otro.

– El piso de mi madre. Faltan algunas cosas -dijo Niccolini en tono agitado, pero no airado.

– ¿Cómo lo sabe, dottore?

– Fui allí ayer. Con un amigo. Sólo a ver. Me acompañó para…

Su voz se debilitó, pero Brunetti, al recordar lo que había visto en el piso, decidió mostrarse amable y dejarle recuperar la voz.

– … ayudarme.

Brunetti comprendió, desde luego, que así fuera.

¿Podría decirme qué faltaba?

– Tres dibujos. Eran muy pequeños.

– ¿Eso es todo?

– Creo que sí. Por ahora.

– ¿De dónde faltaban?

– Uno estaba en la habitación de invitados. Y dos en el vestíbulo, nada más salir de la habitación.

Brunetti evocó la sombra fantasmal bajo el clavo de la habitación de invitados, y era vagamente consciente de los dos del vestíbulo. No recordaba haber visto otros. Pero, sin duda, si Gabriela Pavon decidió robar los dibujos en el último minuto, ello se debía a que era lo más fácil de coger. Vaya nervios templados que debía tener para hacerse con los dibujos mientras las otras dos mujeres estaban allí mismo, en el pasillo.

– ¿Qué eran esos dibujos?

– Uno era de Corot. Los otros dos, de Salvator Rosa. Pequeños, pero de buena calidad.

El doctor mantuvo un largo silencio y luego dijo, con voz débil e indecisa:

– Creí que debía contárselo. Podría significar algo.

Brunetti dio las gracias al doctor por llamarlo y colgó. Se sentó, miró durante un rato la pintura, y después acabó su café, dejó la taza en el fregadero y fue a ducharse.

Cuarenta minutos más tarde, llegaba al dique de San Lorenzo. Apoyó los codos en la barandilla y miró pasar las embarcaciones, tratando de pensar cómo podría convencer a Patta para llevar a cabo una investigación oficial sobre la muerte de la signora Altavilla. Imaginó la estatua de la Justicia, con la venda en los ojos y con la balanza en la mano. En un platillo puso las palabras «sólo una posibilidad» y, en el otro, la publicidad a que sin duda daría lugar la noticia de que una mujer había sido asesinada en su casa. Después de todos aquellos años, era bien consciente de cómo funcionaba la mente de su superior, y sabía que el primer obstáculo iba a ser el perjuicio a la imagen de la ciudad, y el segundo, el perjuicio al turismo.

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