Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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La monja señaló dos de los sillones y ella ocupó su lugar cautelosamente, frente a ellos, en una dura silla de madera, teniendo cuidado de doblar la pierna derecha. Los asientos que ellos ocuparon se habían hundido con el tiempo y con el uso, hasta el punto de que sus cabezas, una vez acomodados, quedaron al nivel de la toca de la superiora.

Brunetti se inclinó a un lado en busca de su cartera, a fin de mostrar su carné, pero la monja se le adelantó diciendo:

– No necesito verlo, signore. Reconozco a los policías en cuanto los veo.

Brunetti desistió y trató de sentarse bien derecho, pero se veía obligado a permanecer encogido, de modo que se puso en pie y se sentó en el brazo del sillón.

– Anoche me llamaron cuando fue encontrado el cuerpo de la signora Altavilla, y acudí a su piso. Hablé con su vecina -dijo, y la monja asintió, dando a entender que conocía a la mujer y sabía de su relación con la signora Altavilla, o que estaba al tanto de la llamada telefónica-. La autopsia que se ha practicado esta mañana… -empezó, y advirtió que los ojos de la monja se contraían- sugiere que murió de un ataque al corazón.

Hizo una pausa y miró a su interlocutora.

– ¿Sugiere? -preguntó suora Rosa.

– Tenía un corte en la frente, que el patólogo cree que debió de producirse al caer. Estuve allí anoche y vi que había caído junto a un radiador. Eso podría explicarlo.

Ella asintió, como si comprendiera, pero no necesariamente como si lo creyera.

Brunetti advirtió entonces algo que no había visto desde que era un niño de la escuela elemental: la monja desplazó su mano bajo su largo escapulario blanco y levantó las cuentas del rosario que llevaba al costado. Las sostuvo mientras miraba a Brunetti, y desgranó entre sus dedos una cuenta y luego otra. Él no tenía idea de si estaba rezando o tan sólo tocaba las cuentas para infundirse fuerza y consuelo. Finalmente, la monja se limitó a decir:

– ¿Podría explicarse?

Como siempre hacía cuando la gente lo pillaba en una mentira, Brunetti compuso una sonrisa desenvuelta e informal.

– No sabremos lo que ocurrió hasta que concluya la inspección ocular en su piso.

– Y tampoco lo sabrán entonces, ¿no es así? Quiero decir con seguridad.

Brunetti vio que Vianello cruzaba y descruzaba las piernas, y luego también se ponía en pie. Se puso en jarras y se inclinó hacia atrás. Cuando de nuevo echó el cuerpo adelante, dijo:

– Madre, si pudiéramos usar uno de estos sillones para interrogar a la gente, creo que nos ahorraríamos mucho tiempo. Y tendríamos mucho más éxito.

Ella trató de contener una sonrisa, pero no lo consiguió. Luego los sorprendió a ambos diciendo, en el más puro veneziano, «Ti xe na bronsa coverta». Al oírla pasar sin esfuerzo de su italiano con acento al dialecto perfectamente pronunciado, ambos se sorprendieron y le dirigieron sonrisas de respuesta. Su afirmación era rigurosa: Vianello se parecía mucho a las brasas de un brasero tapado. Uno nunca sabía qué resplandor se ocultaba allí o qué luz podía brotar de su invisible silencio.

Como si desaprobara la disposición de ánimo que ella misma había propiciado y quisiera ponerle fin, borró su sonrisa. Dirigió la mirada al espacio entre ellos dos, y Brunetti advirtió que recuperaba su expresión de reserva.

– ¿Qué le gustaría saber sobre Costanza?

El hecho de ponerse en guardia la avejentó: tensó la espalda, forzando los músculos que le habían permitido inclinarse hacia delante, y su rostro se distendió fatigadamente.

Vianello imitó a Brunetti y se sentó en el grueso brazo de su sillón. Sacó su cuaderno del bolsillo lateral, apretó el extremo de su bolígrafo y se preparó para tomar notas.

– No sabemos nada en absoluto de ella, madre Rosa -dijo Brunetti-. Su vecina y su hijo la elogiaron.

– No lo dudo.

Cuando parecía que no tenía nada más que decir, Brunetti continuó:

– Me gustaría saber algo de ella, madre.

De nuevo aguardó a que la monja dijera algo, pero no lo hizo.

– ¿Era popular entre las personas de aquí? -preguntó, haciendo un gesto con la mano, como para abarcar la residencia entera.

La monja respondió casi enseguida:

– Era generosa con su tiempo. Estaba jubilada, creo que tendría unos sesenta y cinco años, así que tenía su propia vida, pero los escuchaba. Se llevaba a algunos de paseo, hasta la riva, incluso los embarcaba si querían.

Brunetti no dio indicio alguno de la sorpresa que lo embargó ante aquella súbita locuacidad. Ninguno de los dos hombres respondió, de modo que ella añadió:

– A veces se pasaba la mañana mirando pasar las embarcaciones mientras ellos hablaban, o se sentaba con ellos en sus habitaciones y los escuchaba. Les dejaba hablar durante horas, y prestaba siempre atención a lo que decían. Hacía preguntas, recordaba lo que le habían dicho en visitas anteriores. -Hizo un gesto con la mano en dirección a la puerta de la habitación, imitando el de Brunetti-. Eso los hace sentirse importantes, creen que lo que dicen es interesante y que alguien lo recordará.

Brunetti se preguntó si ella se incluía entre quienes escuchaban y recordaban aquellas historias, o si la hacía sentir importante tener a alguien que recordara lo que decía.

– ¿Los trataba a todos de la misma manera?

Advirtió que ella no estaba preparada para aquella pregunta y que no le gustó oírla. Quizá desaprobaba las amistades con los ancianos o quizá, sencillamente, desaprobaba las amistades.

– Sí. Claro.

Brunetti vio que apretaba el rosario con el puño: se acabó el distendido fluir de las cuentas.

– ¿Ninguna amistad en especial?

– No -respondió al instante la monja-. Los pacientes no son amigos. Ella sabía el peligro que hay en eso.

Confuso, Vianello preguntó:

– ¿Qué peligro?

– Muchos de ellos están solos. Y muchos tienen familias que están esperando que mueran para hacerse con su dinero o con sus casas. -Aguardó un momento, como para comprobar si los impresionaba que una monja pudiera hablar con tan cruda claridad. En vista de su silencio, continuó-: El peligro consiste en que ellos se sientan demasiado apegados a las personas que los tratan bien. Costanza… -empezó, pero no terminó lo que iba a decir. En lugar de ello, volvió a su tema original y reconoció-: Los ancianos pueden ser muy difíciles.

– Lo sé -convino Brunetti, que omitió toda referencia a cómo había aprendido esa verdad. Luego, tras una breve pausa, prosiguió-: Pero me temo, y digo esto con todo respeto, que no me ha contado usted mucho sobre ella.

La madre Rosa torció el gesto.

– No debería decir esto, signore, y espero que el Señor me perdone por haberlo pensado, pero si usted supiera lo difíciles que pueden llegar a ser muchas de las personas que están aquí, tal vez lo entendería. Resulta muy fácil ser amable con personas que también lo son o que aprecian la amabilidad, pero ése no es siempre el caso.

De la fatigada resignación con que la monja dijo eso, Brunetti dedujo que la suya era la voz de una larga experiencia. También comprendió que eso era todo cuanto iba a decir. Intercambió una mirada con Vianello y, como de mutuo acuerdo, se pusieron en pie. En cierto modo, los pensamientos de Brunetti también se batieron en retirada. Los dos hombres habían acudido allí, y todo lo que había hecho aquella mujer había sido hablar de la paciencia de la signora Altavilla, y con eso ya se había mostrado bastante comunicativa. De lo que a ellos les interesaba sobre la signora Altavilla, que en paz descanse, apenas se habían enterado de nada.

– Gracias, madre -dijo Brunetti, inseguro de si debía tenderle la mano o no.

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