Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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Ella tomó la decisión por él, limitándose a una inclinación de cabeza, dirigida primero a Brunetti y luego a Vianello, manteniendo las manos seguras bajo el escapulario, luego se volvió y los acompañó hasta la puerta principal.

Se detuvo ante la puerta y dijo:

– Espero que transmitan mis condolencias a su hijo. No lo conozco, pero Costanza hablaba de él de vez en cuando y siempre bien. -Luego, como si respondiera a alguna pregunta no formulada por sus visitantes, agregó-: Parece que él ha heredado su tremenda honradez.

– ¿Qué quiere decir con eso, madre? -preguntó Brunetti.

Le llevó un buen rato contestar, tanto que, al permanecer de pie, tuvo que desplazar el peso del cuerpo al lado derecho. Finalmente habló, y respondió con una pregunta:

– Ustedes se han dado cuenta de que soy del sur, ¿verdad? -Ambos asintieron-. Nosotros tenemos ideas sobre la honradez diferentes de las de ustedes, los de aquí -dijo, como para esquivar la pregunta de Brunetti.

Vianello sonrió y dijo:

– Y se queda corta, madre.

Ella tuvo el detalle de devolverle la sonrisa, y continuó, dirigiéndose al inspector:

– El hecho de que nuestras ideas sean diferentes no significa que no tengamos un gran respeto por la honradez, como lo tienen ustedes, signori.

Ninguno de los dos hombres habló, curiosos ambos por saber adónde conduciría aquello.

– Pero nosotros somos… -Se detuvo y miró alternativamente el rostro de uno y de otro-. ¿Cómo podría expresarlo? Nos tomamos más a la ligera la verdad, en comparación con ustedes.

Con indisimulada curiosidad, Brunetti preguntó:

– ¿Y por qué es así, madre?

De nuevo, y para verlos mejor, la monja retrocedió torpemente.

– Quizá porque nos cuesta más que a ustedes ser honrados. -Su acento se había vuelto más pronunciado. Prosiguió-: Por eso somos reservados.

– ¿Está usted refiriéndose a la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.

– Sí. Ella creía que uno siempre debe decir la verdad, independientemente del coste. Y doy por sentado, basándome en algunas de las cosas que me contó, que eso se lo enseñó a su hijo.

– ¿Cree usted que eso es un error? -preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.

– No, caballeros -respondió y sonrió de nuevo con una sonrisa menor-. Eso es un lujo.

Se situó detrás de ellos y abrió la puerta: la sostuvo hasta que la hubieron franqueado, y la oyeron cerrar cuando empezaron a bajar los peldaños.

9

Al salir a la luz del sol, Vianello dijo:

– Nunca sé qué hacer en situaciones como ésta.

– ¿Situaciones como cuáles? -preguntó Brunetti, al enfilar el campo, de regreso a la questura.

– Cuando alguien hace como que sabe menos de lo que sabe.

Brunetti giró a la izquierda, en dirección a la iglesia.

– Humm -murmuró, dando a entender a Vianello que estaba de acuerdo.

– Todo ese discurso sobre la honradez… -dijo Vianello. Se detuvo en lo alto del puente y apoyó los antebrazos en el pretil. Miró abajo, hacia una embarcación amarrada a la orilla del canal y continuó-: Está claro que sabe, o sospecha, más de lo que está dispuesta a contar. Es una monja, así que probablemente cree no tener derecho a levantar sospechas infundadas o a caer en la rumorología. -Luego, en voz más baja, añadió-: Aunque no puedo imaginar un convento donde eso no suceda.

Brunetti dejó pasar el comentario y esperó. Vianello continuó:

– Es una meridional. Y monja. -Brunetti se puso alerta, dispuesto a oír qué clase de generalización se avecinaba. Vianello siguió-: Lo cual significa que pretendía que supiéramos o sospecháramos algo, pero ella no podía permitirse decirlo directamente.

Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo. ¿Quién sabía lo que pasaba por la mente de una monja, y mucho menos si era del sur? Mamaron la discreción con el primer sorbo de leche materna, y se criaron con ejemplos frecuentes de las consecuencias de la indiscreción. Recordaba el reciente shock-video de un corrientísimo asesinato en Nápoles, a la luz del día, casi como si fuera algo casual: un disparo, luego otro en la cabeza, por detrás, mientras la gente continuaba dedicada a sus asuntos. Nadie vio nada, nadie se dio cuenta de cosa alguna.

Se lo habían inculcado: hablar con indiscreción o decir algo que podía levantar sospechas equivalía a ponerse en peligro uno mismo y a todos los miembros de su familia. Ésa era la Verdad, sin que importara cuántos años hubiera pasado una persona en un convento de Venecia. Era más probable que a Brunetti le brotaran alas de ángel y emprendiera el vuelo al Paraíso que la madre Rosa hablara abiertamente con la policía.

– Hacía que la verdad sonara como un inconveniente, ¿no? -Vianello se apartó del pretil. Alzó los brazos y los dejó caer a los costados, en un gesto de completa confusión, pero antes de que Brunetti pudiera hablar, fueron interrumpidos por la llamada de su teléfono.

– ¿Guido? Soy yo -dijo Rizzardi.

– Gracias por llamar.

Sin perder tiempo, Rizzardi continuó:

– La marca en la garganta… -dijo, pero se detuvo. Como Brunetti no decía nada, el patólogo precisó- podría ser la huella de un pulgar.

Brunetti trató de imaginar dónde podían estar los demás dedos, pero sólo se permitió exclamar:

– Ah. -Y a continuación-: ¿Podría ser?

Rizzardi ignoró la provocación y continuó:

– Hay tres marcas débiles que probablemente son magulladuras en la parte de atrás del hombro izquierdo, y dos en el derecho, y otra, apenas visible, en la parte frontal.

Brunetti ladeó la cabeza y sujetó el teléfono entre ésta y el hombro. Levantó las manos, y luego colocó en posición los pulgares y dobló los dedos como para simular unas garras.

– ¿Las marcas están en los sitios adecuados? -preguntó, considerando innecesario decir más, tratándose de Rizzardi.

– Sí -respondió el patólogo, y luego retornó a su acostumbrado modo de expresarse-: No son incompatibles con que la agarraran desde delante.

– «¿No son incompatibles?»

Ignorando la pregunta, Rizzardi preguntó a su vez:

– ¿Recuerda la rebeca que llevaba?

– Sí.

– Pudo haber amortiguado en gran medida la fuerza. Eso explicaría por qué las marcas son tan difusas.

– ¿Podría tratarse de otra cosa? -preguntó Brunetti, interrogándose sobre si la cautela de Rizzardi era como un deje que no perdería nunca.

– En boca de un abogado defensor inteligente, esas marcas en la espalda… -empezó a decir Rizzardi- pudieron producirse cuando cayó y se golpeó con un radiador, o trató de darse un masaje y apretó demasiado, o perdió el equilibrio y cayó contra la puerta cuando entraba en el piso…

La conjetura acerca de un posible procedimiento judicial bastó para que Brunetti comprendiera lo convencido que estaba Rizzardi de que la signora Altavilla había sido víctima de un ataque violento, sin que importara la resistencia del médico a decirlo abiertamente. Brunetti le cortó:

– Ettore, no me diga lo que pudo ser. Dígame lo que es.

Como si Brunetti no hubiera dicho nada, Rizzardi prosiguió:

– Conozco a abogados, y usted también los conoce, que argumentarían que cayó y se golpeó con la puerta cinco veces, Guido.

Incapaz de contener su enfado, Brunetti espetó:

– Por el amor de Dios, limítese a decirme qué pasó.

Siguió una prolongada pausa en cuyo transcurso Brunetti consideró que tal vez había ido demasiado lejos. La gente no le hablaba a Rizzardi en aquel tono.

– Alguien la agarró por delante, y es posible que la golpeara -declaró Rizzardi, con una claridad que sorprendió a Brunetti.

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