Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Porque en el piso de un hombre eso sugeriría una cosa, y en el de una mujer, algo enteramente distinto.

– ¿Qué sugeriría en el de un hombre? -preguntó Brunetti, aunque sospechaba que lo sabía.

Ella se volvió para mirarlo de frente y respondió:

– En el de un hombre sugeriría ropa interior limpia para una mujer o para las mujeres que se llevara a casa para pasar la noche. -Hizo una pausa a fin de considerar cómo sonaba aquello. Luego agregó, en un tono menos firme-: Pero en ese caso, probablemente no sería de algodón sencillo, ¿verdad? Y no estaría en otra habitación. A menos que él fuera un tipo muy raro, claro está.

Cabía suponer, entonces, que ella no consideraba insólito que un hombre tuviera ropa interior de mujer de diferentes tallas en su casa, siempre que fuera cara y la guardara en su propio dormitorio. Por un momento, Brunetti se preguntó qué otra información le había sido vedada a causa de los votos matrimoniales. Pero se limitó a preguntar:

– ¿Y en el piso de una mujer?

– No hay nada que excluya la misma explicación -respondió, sorprendiéndolo por el tono de normalidad que empleó. Pero luego sonrió y añadió-: Sin embargo, lo más probable es que llevara a casa a las mujeres por alguna razón más prosaica.

– ¿Como cuál?

– Para protegerlas de la clase de hombres que las invitarían a su casa para una noche -aclaró, esta vez en un tono que sugería que podía hablar en serio.

– Ésa es una visión muy puritana de las cosas.

– No necesariamente -objetó llanamente. Luego, continuó con una voz más complaciente-: Lo más probable es que estuviera ayudando a mujeres refugiadas ¡legalmente, permitiéndoles alojarse de modo seguro con ella mientras buscaban trabajo o encontraban un lugar donde vivir. -Se detuvo, y Brunetti observó cómo rumiaba otras posibilidades-. O podría ser que quisiera protegerlas de otras personas.

– ¿Como cuáles?

– De algún hombre que creyera tener derechos sobre ellas. Un novio. Un proxeneta.

Brunetti la miró a los ojos pero no dijo nada. Jugó con la idea que le proponía y, al cabo de un rato, consideró que le gustaba. Para ponerla a prueba preguntó:

– ¿Cree usted que podría organizar eso ella sola? Después de todo, ¿dónde iba a hacer averiguaciones sobre esas mujeres o a ponerse en contacto con ellas?

Al igual que un caballero se acomodaría en la silla de montar antes de levantar la lanza, la signorina Elettra regresó a su silla tras el ordenador. Pulsó unas teclas, estudió la pantalla y pulsó otras pocas más. Brunetti se apartó del escritorio y volvió a observar. Al cabo de un momento ella le hizo un gesto con la mano y dijo:

– Venga y eche un vistazo.

Se situó detrás de ella y miró la pantalla. Vio el acostumbrado fotomontaje de una mujer, con la cabeza vuelta para eludir al espectador, y con la sombra amenazadora de un hombre acechando detrás. En una leyenda se decía: «Basta de inmigración ilegal.» Debajo había algunas frases en las que se ofrecía apoyo y ayuda y daba un teléfono 800. Brunetti no leyó el texto entero, pero sacó su cuaderno y anotó el número.

– ¿Recuerda lo que el presidente dijo el año pasado? -le preguntó la signorina Elettra.

– ¿Sobre esto? -preguntó a su vez Brunetti, señalando la pantalla y lo que ésta mostraba.

– Sí. ¿Recuerda el número que dijo?

– ¿De víctimas?

– Sí.

– No, no me acuerdo.

– Yo sí -respondió, y Brunetti no pudo evitar oírle añadir que se acordaba porque era una mujer y él no, porque era un hombre.

Pero ella no dijo nada más y Brunetti no preguntó.

– ¿Me necesita para algo, señor? ¿Los llamo?

– No -rechazó de inmediato. Advirtió que a ella le sorprendía la respuesta tanto como la rapidez con que la dio-. Llamaré yo.

Quiso decir algo más para atenuar la contundencia con que había respondido a su proposición, pero eso hubiera servido sólo para atraer la atención sobre el asunto.

– ¿Nada más, commissario ? -preguntó ella, e inclinó la cabeza sobre la pantalla.

Mientras subía la escalera, Brunetti se sintió incómodo por su enérgico rechazo del ofrecimiento de la signorina Elettra, ella era tan obviamente superior a la mayor parte del personal que trabajaba en la questura que merecía un trato mucho mejor por su parte. Ingeniosa e inteligente, estaba también muy versada en derecho, y habría sido motivo de orgullo para cualquier departamento de policía que hubiera tenido la fortuna de emplearla como oficial. Pero no era oficial, y él no debía permitirle presentarse como tal cuando formulaba preguntas o solicitaba información por teléfono. Ya estaba bastante mal que mirara para otro lado ante los actos de piratería informática a los que sabía que ella se dedicaba, actos que, por otra parte, él le animaba a cometer. En algún lugar había una línea divisoria entre lo que se le permitía y lo que no se le permitía hacer: el dilema de Brunetti era que esa línea que él trazaba nunca era recta y nunca se trazaba dos veces en el mismo sitio.

En su escritorio, dejado allí sin que él tuviera idea de cómo, Brunetti encontró el informe de la autopsia, así como otro del equipo de la inspección ocular. Amontonó los papeles en el centro de la mesa, sacó las gafas de lectura del estuche que llevaba en el bolsillo, se las puso y empezó a leer.

Rizzardi, un hombre tranquilo y en absoluto dado a la vanidad ni a la petulancia, no podía resistir la tentación de lucirse en dos terrenos: su manera de vestir y su prosa. Discretos, de colorido sutil, sus trajes y abrigos, incluso su impermeable, eran de tal calidad que inducían a Brunetti a sospechar de la fuente de sus ingresos. Su prosa era de una precisión gramatical y de una creatividad expresiva que Brunetti desesperaba de encontrar en cualquiera de los demás informes que leía. No era insólito que el patólogo describiera un órgano como «cautivo en el interior de zarcillos de venillas» o que comparase con «una explosión estelar» las quemaduras de cigarrillo en la espalda de una víctima de la tortura. El informe de la primera autopsia que Rizzardi había redactado por solicitud de Brunetti describía las puñaladas en el estómago de la víctima, a causa de las cuales había muerto desangrada, con estas palabras: «Las heridas recuerdan a Fontana cuando trabajaba en rojo.»

Pero en el informe sobre la signora Altavilla no había florituras. Describía el estado de su corazón, dejando claro que la causa de la muerte había sido una fibrilación incontrolable. También describía la herida de las vértebras y del tejido circundante, así como el corte en la frente: una y otro no serían incongruentes con una mala caída inmediatamente después de producirse la muerte. Brunetti apartó el informe lo bastante como para abrir el de los técnicos, donde halló menciones a la presencia de sangre y de piel en el radiador de la sala de estar. Sangre del mismo grupo que el de la signora Altavilla.

Rizzardi se refería también a una marca «gris» de 2,1 centímetros de longitud junto a la parte izquierda de la clavícula de la fallecida. Las marcas de los hombros eran «apenas visibles», una expresión trivial que a Brunetti no le constaba que el patólogo hubiera utilizado jamás.

Leyó rápidamente el resto del informe: signos de haber dado a luz al menos una vez, la soldadura de una fractura de la muñeca izquierda y un juanete en el pie derecho. Rizzardi presentaba la información física sin comentarios. Brunetti sabía que en un departamento de policía encabezado por el vicequestore Giuseppe Patta, era probable que una prueba física tan poco concluyente fuera lo bastante concluyente como para considerar que la muerte se debía a causas naturales.

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