Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Dottore, si quisiera podríamos comer algo. -Hizo una pausa y luego dijo-: Pero si desea estar solo -prosiguió, levantando involuntariamente ambas palmas y desplazando su cuerpo hacia atrás-, lo comprenderé.

La mirada de Niccolini fue franca y directa. Después consultó también su reloj: permaneció unos momentos con la mirada fija en él, como si tratara de descifrar qué significaban los números.

– Dispongo de una hora -dijo finalmente. Luego, en tono muy decidido, añadió-: Sí. -Miró el campo a su alrededor, en busca de un punto de referencia familiar y explicó-: No sé qué hacer hasta entonces, y el tiempo pasará más deprisa. -Se volvió hacia el bar donde habían tomado café-. Todo es completamente distinto -observó.

– ¿El bar? ¿O el campo ? -preguntó Brunetti.

Quizá Niccolini se estaba refiriendo a la vida. Ahora. Después.

– Todo, creo. Ya no vengo mucho a Venecia. Sólo para visitar a mi madre, y vive tan cerca de la estación que no tengo que ver otras partes de la ciudad.

Miró a su alrededor, con los ojos tan asombrados por lo que veían como los de un turista, expuestos por vez primera a aquello. Se volvió y señaló la iglesia de los Miracoli.

– Fui a la escuela elemental Giacinto Gallina; conozco este barrio. O lo conocía. -Señaló con la mano uno de los bares-. Sergio ha desaparecido y ahora el bar es chino. Y los dos ancianos que regentaban Rosa Salva también han desaparecido.

Como si lo estimulara el nombre del bar, Niccolini echó a andar en dirección a él. Brunetti se colocó a su altura, dando por supuesto que su invitación había sido aceptada. Por acuerdo tácito, escogieron una mesa en el exterior, sin sombrilla, a fin de poder disfrutar mejor de los restos de sol otoñal que les quedaban. Había un menú sobre la mesa, pero ninguno de los dos se preocupó de él. Cuando acudió el camarero, Brunetti pidió una copa de vino blanco y dos tramezzini. No le importaba de qué. Niccolini dijo que tomaría lo mismo.

Los primeros meses después de que la madre de Brunetti cayera víctima del alzheimer que la llevaría a la muerte, estuvo ingresada en la residencia de ancianos situada un poco más allá de Barberia delle Tole. Aunque le importaba mucho que Niccolini le hablara de su madre, no quiso tratar de ganarse su camaradería y su buena voluntad contándole el sufrimiento de su propia madre como una manera de estimularlo.

Aguardaron en silencio, extrañamente relajados en su mutua compañía.

– ¿Venía a verla muy a menudo? -preguntó finalmente Brunetti.

– Hasta hace un año sí, pero luego mi mujer tuvo gemelos, y era mi madre la que iba a vernos.

– ¿A Vicenza?

– En realidad a Lerino, de donde procedían mis padres. Ella llegaba en el tren y yo iba a recogerla. -El camarero llegó con las copas de vino. Brunetti tomó la suya y bebió un sorbo y luego otro. Niccolini ignoró la suya y continuó hablando-: Tenemos además una hija de seis años.

Brunetti pensó en la alegría que la mujer habría tenido con sus nietos y dijo:

– Eso debía de hacerla feliz.

Niccolini sonrió por primera vez desde que se conocían y pareció rejuvenecer.

– Sí, la hacía feliz.

Regresó el camarero y puso los emparedados frente a ellos.

– Es extraño -observó Niccolini, tomando su copa pero sin hacer caso de los emparedados-. Pasó toda su vida con niños, primero como maestra, luego conmigo y con mi hermana, y después con otros niños, porque regresó a la enseñanza cuando nosotros dos fuimos a la escuela.

Bebió de su vino, cogió un emparedado, lo estudió y lo devolvió al plato. Brunetti comió un poco de su primer emparedado y luego preguntó:

– ¿Qué era extraño, dottore?

– Que cuando se jubiló dejara de trabajar con niños.

– ¿Qué hacía, pues?

Niccolini estudió el rostro de Brunetti antes de preguntar, hablando muy despacio, como si buscara en su vocabulario las palabras adecuadas.

– ¿Por qué quiere saber todo eso?

Brunetti tomó otro sorbo de vino.

– Me interesan las mujeres de la generación de mi madre. -Luego, con una mirada en dirección a Niccolini, y antes de que éste pudiera objetar, añadió-: Bien, de edad aproximada a su generación. -Dejó la copa en la mesa y continuó-: Mi madre no trabajaba. Estaba en casa y cuidaba de nosotros, pero una vez, hace años, me dijo que le hubiera gustado ser maestra. Sin embargo, su familia no tenía dinero, por lo que se puso a trabajar a los catorce años. De criada. -Brunetti lo dijo abiertamente, como desafiando todos los años en los que había rechazado aquella sencilla verdad, deseando que sus padres hubieran sido distintos de lo que fueron, más ricos, más cultos-. Así que siempre me he interesado por aquellas mujeres que pudieron hacer lo que mi madre hubiese querido. Lo que hicieron con la oportunidad que tuvieron.

Como si ahora quedara convencido de la legitimidad del interés de Brunetti, Niccolini prosiguió:

– Empezó a trabajar con ancianos. Bien, muy ancianos. De hecho -dijo, señalando con la barbilla-, empezó ahí.

Todo el mundo en Venecia sabría que se refería al hogar de ancianos, la casa di cura, a sólo un centenar de metros.

– ¿Empezó qué? -preguntó Brunetti-. ¿A hacer qué?

– A visitarlos. A escucharlos. A sacarlos aquí, al campo, cuando hacía buen tiempo.

Éste también era un fenómeno con el que todos en la ciudad estaban familiarizados: ancianos frágiles, curvados en sus sillas de ruedas y cubiertos con mantas, independientemente de la estación, empujados al sol por amigos o parientes o, cada vez más, por mujeres con aspecto de proceder de Europa oriental, que los llevaban al campo a pasar una parte de lo que les quedaba de vida, en compañía de lo que quedaba de sus vidas más allá de sus reducidas y atestadas habitaciones.

Brunetti se preguntó si la madre de aquel hombre pudo haber sido una de las personas que ayudaron a la suya, pero apenas se le ocurrió ese pensamiento, lo rechazó por irrelevante.

– Cuando hacía mal tiempo, les leía o los escuchaba. -Niccolini se inclinó hacia delante y cogió de nuevo el bocadillo. Partió un trozo y lo depositó en el borde del plato-. Siempre decía lo mucho que les gustaba poder contar a personas de menos edad cómo era la vida cuando ellos eran jóvenes, qué habían hecho y qué aspecto tenía la ciudad hace sesenta años, setenta…

– Me temo que la gente no necesita estar en la casa di cura para empezar a hacer eso -dijo Brunetti, y sonrió, pensando en las horas que ya había pasado lamentándose de los cambios producidos en la ciudad desde que él mismo era joven-. Creo que eso forma parte de ser veneciano. -Y al cabo de un momento-: O parte de ser humano.

Niccolini se recostó en su silla.

– Creo que es peor para los ancianos. Los cambios resultan mucho más obvios para ellos.

Luego, como muchas personas hacían cuando surgía aquel tema de conversación, suspiró profundamente e imprimió a su mano un movimiento circular desprovisto de significado. Brunetti dijo:

– Usted ha dicho que ella empezó aquí. ¿Dónde más visitaba ancianos?

– En ese sitio, ahí, en Bragora. Era donde trabajaba. Todavía.

Al oírse pronunciar esa palabra, Niccolini bajó la vista hacia sus manos. Brunetti recordó haberlo oído años antes: toda una planta de un palazzo en el Campo Bandiera e Moro, regido por cierta orden de monjas que, si bien se rumoreaba que cobraban los precios más elevados de la ciudad, procuraban los mejores cuidados. No había camas libres cuando él buscaba una plaza para su madre, y no había vuelto a pensar en aquel lugar desde entonces. Niccolini tomó aire súbitamente, y eso atrajo la mirada de Brunetti hacia él.

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