Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Me llamó esta mañana. Por eso estoy aquí. -Niccolini, casi en contra de su voluntad, empezó a frotarse las manos. El sonido, áspero y seco, era extrañamente fuerte-. Me dijo que bajó a decirle a mamma que estaba en casa, y a recoger el correo. Y cuando entró… la encontró. -Se aclaró la garganta y, de repente, separó las manos y las embutió bajo los muslos, como un escolar durante un examen difícil-. En el suelo. Dijo que supo en cuanto la miró que estaba muerta. -El doctor inspiró profundamente, apartó la mirada hacia la derecha de Brunetti y continuó-: Dijo que cuando todo hubo terminado y se la llevaron, a mi madre, decidió esperar para llamarme. Luego me llamó. O sea, esta mañana.

– Ya.

El doctor movió la cabeza, como si Brunetti hubiera formulado una pregunta.

– Dijo que yo debía llamarlos a ustedes, a la policía. Y cuando lo hice, ellos, quiero decir ustedes, quiero decir la persona de la questura con la que hablé, dijo que yo tenía que llamar al hospital para enterarme de algo. -Sacó las manos y las dobló sobre el regazo, donde permanecieron inmóviles. Las estudió y al cabo dijo-: Así que llamé aquí. Pero no quisieron decirme nada sobre el asunto. Se limitaron a pedirme que viniera. -Tras una pausa, añadió-: Por eso me sorprendió que usted me llamara.

Brunetti asintió, como para sugerir que la policía no iba a intervenir, y al mismo tiempo considerando el empeño de Niccolini en apartar a la policía de la muerte de su madre. Pero ¿qué ciudadano no haría lo mismo? Brunetti trató de alejar de su cabeza esa sospecha y también la imagen de una burocracia capaz de invitar a aquel hombre a acudir a semejante lugar, y dijo:

– Lamento la confusión, dottore. En estas circunstancias debe resultar doblemente doloroso.

Se hizo el silencio entre ellos. Niccolini volvió a centrar la atención en sus manos, y Brunetti decidió que sería más sensato no decir nada. Las circunstancias, el sitio y la cosa horrible que estaba teniendo efecto en la otra habitación, todo eso los oprimía, y debilitaba su deseo de hablar.

Aquello no duró mucho, aunque Brunetti no tuvo idea del tiempo que transcurrió hasta que apareció en la puerta Rizzardi, que había cambiado su chaqueta de laboratorio por sus traje y corbata habituales.

– Ah, Guido -dijo al ver a Brunetti-. Quería… -empezó, pero entonces advirtió la presencia del otro hombre. Brunetti lo puso en guardia de que podía tratarse de un pariente de la mujer cuya autopsia acababa de realizar. Desistió de continuar, volvió su atención al hombre y se presentó-: Soy Ettore Rizzardi, medico legale. -Se adelantó y le tendió la mano-. Lamento verlo aquí, signore.

Brunetti le había visto hacer aquello incontables veces, pero en cada ocasión era algo nuevo, como si el médico sólo hubiera descubierto en aquel momento el dolor humano y quisiera esforzarse en procurar consuelo.

Niccolini se puso en pie y dio la mano a Rizzardi. Brunetti advirtió que Rizzardi tensaba los labios por efecto del apretón que le daba el otro. Como respuesta, el patólogo se le acercó y le apoyó la mano en el hombro. Niccolini se relajó un poco, luego jadeó, como buscando aire, apretó los labios y echó la cabeza atrás. Inspiró profundamente por la nariz varias veces y luego, despacio, soltó la mano de Rizzardi.

– ¿Qué ha sido? -preguntó, casi en tono de súplica.

Rizzardi pareció no inmutarse por el tono de Niccolini.

– Quizá fuera mejor que pasáramos a mi despacho -propuso el patólogo con calma.

Brunetti los siguió al despacho de Rizzardi, al final del corredor, a la izquierda. A medio camino, Niccolini se detuvo y Brunetti oyó al veterinario decir:

– Creo que tengo que salir fuera. No quiero seguir aquí.

Resultaba obvio para Brunetti que Niccolini respiraba con dificultad, de modo que se adelantó a Rizzardi y condujo a los dos hombres, por los diversos vestíbulos y patios, de nuevo a la entrada principal y al campo, donde descubrió que la belleza del día los estaba aguardando.

De regreso al sol y al mundo vivo, a Brunetti lo poseyó el ansia de tomar un café, o tal vez era azúcar lo que deseaba. Los tres descendieron los bajos peldaños de acceso al hospital y empezaron a cruzar el campo. Niccolini volvió a echar atrás la cabeza y dejó que el sol le bañara la cara, en un gesto que a Brunetti le pareció casi ritual. Se detuvieron junto a la estatua de Colleoni, y Brunetti contempló anheloso la hilera de cafés al otro lado del campo. Sin preguntar, Rizzardi echó a andar hacia ellos, y se dirigió al Rosa Salva. Se volvió e hizo una seña a los otros dos, invitándolos a seguirle.

Una vez dentro, Rizzardi pidió un café, y cuando los otros se le unieron, asintieron al camarero, dando a entender que pedían lo mismo. A su alrededor el público, de pie, comía bollitos, algunas personas ya tomaban tramezzini o bebían café, y otros, un spritz de última hora de la mañana. Qué hermoso, pero qué terrible, emerger de allí y entrar aquí, en medio del silbido de la cafetera y del tintineo de las tazas en los platillos, y enfrentarse a aquel recordatorio de lo que todos sabemos y nos sentimos incómodos por saber: que la vida continúa, sin que importe lo que le ocurra a cualquiera de nosotros. La vida pone un pie delante del otro, silbando una tonada que es lúgubre o alegre, alternativamente, pero siempre pone un pie delante del otro y sigue avanzando.

Cuando los tres cafés estuvieron sobre la barra, frente a ellos, Rizzardi y Brunetti rasgaron los envoltorios del azúcar y vertieron éste en sus tazas. Niccolini permaneció mirando su taza como si no estuviera seguro de lo que era. Hasta que le dio un codazo un hombre que pasó para devolver su taza y su platillo al mostrador, no cogió la bolsita de azúcar y vertió el contenido en su café.

Cuando hubieron terminado, Rizzardi puso el dinero en el mostrador y los tres regresaron al campo. Un niño, que no parecía más alto que las rodillas de Brunetti, pasó como una exhalación en un patinete, impulsándolo con un pie y chillando con la salvaje emoción de la carrera. Un momento después, su padre pasó también, repitiendo a gritos y con voz entrecortada: «Marco, Marco, fermati.»

Rizzardi caminó hasta la reja que rodeaba la base de la estatua de Colleoni y se apoyó en ella, dirigiendo la mirada a la Barbaria delle Tole, la basílica a su izquierda. Brunetti y Niccolini se colocaron a ambos lados del médico.

– Su madre falleció de un ataque al corazón, dottore -dijo Rizzardi sin otras palabras de introducción, con los ojos mirando directamente al frente-. Debió ser muy rápido. No sé lo doloroso que resultó, pero puedo asegurarle que fue muy rápido.

Detrás de ellos podían oír los gritos de Marco y su gozo por aquel soleado día y por el descubrimiento de la velocidad.

Niccolini inspiró profundamente, lo que Brunetti interpretó como una muestra del alivio con el que cual quiera hubiera recibido las palabras del médico. Los tres hombres escuchaban la voz del niño y la cantilena paterna exhortando a la prudencia.

Niccolini se aclaró la garganta y observó con voz indecisa y ronca:

– La signorina Giusti, la vecina de mi madre, me dijo que vio sangre. -Dicho esto, se detuvo, y como Rizzardi no contestó, preguntó-: ¿Es eso verdad, dottore?

Brunetti miró las manos de Niccolini y vio que tenía los puños apretados, y que los sacudía a causa de la tensión.

El niño pasó ante ellos como una exhalación, gritando, y cuando llegó al otro extremo del campo, Rizzardi se volvió a Brunetti, como pidiéndole que aportara alguna contribución, pero Brunetti no ofreció ayuda alguna, curioso por saber qué contestación le daría el patólogo a Niccolini.

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