– No -dijo Holmes. Y entonces, de mala gana (porque tenía la máxima de no dar ni aceptar un «no» absoluto como respuesta; podía ser «no por ahora», o «no de momento», pero jamás un «no» eterno o un «no» completo), volvió a pensar en Moriarty y en el ambiente que le rodeaba-. No, de momento y por ahora.
Las letras se volvieron nieve, el cristal se oscureció y la caja quedó en silencio. Sin fe ni esperanza, se convirtió en la caja de donativos a la que había estado mirando.
Desvió entonces la mirada para clavarla en la pared y en un grabado de caza con sabuesos de ensangrentadas gargantas dibujados en tonos oscuros, en plena persecución. El local se llenó rápidamente de los escandalosos clientes habituales, que pronto llenaron el aire con su sudor alcohólico y aliento espeso.
Holmes se retiró a una tambaleante silla situada en un rincón y les observó con atención sin mirarles directamente.
Había un hombre con cara de comadreja que no paraba de llevarse la mano al bolsillo del chaleco buscando un reloj que ya no estaba allí. ¡Pop! Empeñado. El hombre estaba sentado, solo, en una mesa para dos, guardando la otra silla pegada a la mesa y curvando un brazo sobre el respaldo.
Ante Holmes había sentado un hombre al que le faltaba un diente, con el rostro congelado en un silencioso grito, como si gritase a una voz interna para que se callara. Holmes compadeció al pobre deshecho, y su silla rechinó en el suelo cuando se incorporó bruscamente al darse cuenta, con doble sorpresa, que estaba mirándose en un espejo.
Un coro de murmullos y un girar de cabezas le hicieron a mirar a la mujer con antifaz. Su porte y la estructura ósea de su rostro hicieron que Holmes pensara en Irene Adler. Sostenía unos impertinentes a la altura de su ojo derecho. Aunque había vulgarizado su aspecto con colorete y sombra de ojos, resultaba evidente que estaba muy por encima del resto de la clientela. Era obvio que había ido allí expresamente, pues se sentó en la mesa del hombre de cara de comadreja. Enseguida se pusieron a discutir en violentos susurros.
Holmes se levantó para renovar su bebida y escuchar cuando pasase junto a ellos. La mujer se puso en pie en el momento que Holmes pasó a su lado. Su silla chocó con Holmes y ella le dedicó una mirada ausente cargada de irritación.
Su contertulio no se había levantado con ella y le hizo una seña con la cabeza para indicarle que se iba a una habitación de la parte de atrás.
El hombre se limpió la espuma del bigote.
– ¿Tardará mucho?
– El tiempo de un beso… disculpe, reverendo, el tiempo de un padrenuestro.
Los caminos de Holmes y la mujer se separaron al acercarse ella a la parte de atrás y él a la barra del bar. Holmes necesitó más tiempo que el de un padrenuestro para llamar la atención del cantinero, y para que éste le sirviera otra jarra, pero la figura enmascarada de los impertinentes volvió a su sitio justo cuando Holmes se disponía a volver al suyo.
Sólo pudo echarla un vistazo, pero fue suficiente. Aunque tenía su misma apariencia, no era Irene Adler. Y el bulto de la nuez bajo el pañuelo del cuello indicaba que no era una mujer.
Cuidado con las pes y las qus, pensó Holmes. Los impertinentes estaban ahora en el ojo izquierdo, formando una q. Las manchas de maquillaje en asa y montura debidas a contactos faciales previos aumentaban la evidencia de que los impertinentes estaban del lado equivocado.
En la silla de Holmes se había sentado un hombre zarrapastroso, pero se sintió agradecido por la excusa que le daba para tener una visión más elevada del lugar. Se apoyó contra la pared y dio un sorbo a su bebida, esta vez más densa, mientras observaba cómo la figura enmascarada volvía a sentarse con el hombre de cara de comadreja. Los ojos del hombre siguieron alguna palabra del hombre enmascarado y un movimiento de los impertinentes. Cuidado con las pes y las qus, volvió a pensar Holmes, esta vez con triste diversión, mientras la otra mano de la figura enmascarada vaciaba un sobrecito de polvo en el vaso del hombre de cara de comadreja.
Holmes le entregó su vaso medio vacío al hombre zarrapastroso, que cogió el vaso medio lleno con una sonrisa abotargada, y, un instante después, estuvo en la mesa, cerrando la garra de hierro de su mano sobre la delgada muñeca, antes de que la figura enmascarada pudiera deshacerse del sobre de papel.
– Muy bien, Holmes -Moriarty soltó los impertinentes y empleó la mano libre para quitarse la máscara y la peluca. Una maligna sonrisa brilló en su cara-. Introduzca la idea del veneno en su mente con los versos de ciego: «Ladrando, busco el árbol Upas; perro ante su amo soy».
– El llamado «mortífero árbol Upas». Antiaris toxicaría, ord. Artocarpeae, árbol afín a la higuera, que tiene una secreción venenosa. La leyenda lo sitúa en el valle envenenado de Java, donde abunda el gas de ácido carbónico perjudicial para todo tipo de vida.
Moriarty prescindió del idiot savant.
– Holmes, debió fijarse más en sus propias pintas y cuartos, que en las de los parroquianos.
Holmes sabía demasiado bien que Moriarty decía la verdad. Intentó aguantar. Perdía visión rápidamente. Estaba debilitándose. Lanzó un jadeo de rabia y un suspiro de desesperación; sus rodillas cedieron bajo él, y cayó formando un montón inerte en el suelo.
– «Perro ante su amo» es una expresión referente a la marejada que hay en el mar antes de que estalle una tormenta.
Y el mar alzó la chalupa a peligrosa altura junto al bergantín. Sobre Holmes cayó un cubo de agua de mar, devolviéndole a la vida y haciendo que se diera cuenta de que estaba siendo reclutado a la fuerza como marinero. Una pesada bota le puso en pie de una patada, y unas manos le empujaron hacia una oscilante escalera de Jacob, aunque la deshilachada cuerda roja hacía que más bien fuese una escalera de Esaú.
– La tradición dice que Jacob usó una piedra roja como almohada cuando soñó con ángeles que subían y bajaban por una escalera que llegaba al cielo (Gen, 28. 11), y que los Tuatha De Danaan llevaron la piedra a Irlanda, dejándola en Tara como Lia Fáil, la Piedra del Destino. Sobre esta piedra se investía a los antiguos reyes irlandeses; Fergus se la llevó consigo a Argyll, en Escocia; después Kenneth MacAlpin, conquistador de los Pictos, se la llevó a Scone en el 843. En 1926, Eduardo I la llevó a Londres, donde, como Piedra de Scone, sostuvo la Silla de St. Edward sobre la que se sentaban nuestros monarcas para ser coronados.
No mires debajo de la emordinalapidaria Lia Fail. Concéntrate en lo crucial, no en lo trivial. Holmes miró a su alrededor mientras subía trabajosamente no al cielo gris sino a bordo del bergantín. Era esencial que fijara su rumbo.
Que casó al hombre harapiento y destrozado.
Produjo un busto de cera sobre un pedestal, pensó en un viejo traje de vestir. Una suave bala de revólver disparada con un rifle de aire comprimido le atravesó la cabeza, pero dejando bastante de los afilados rasgos como para reconocer el parecido con Holmes. Hecho. Bastaba con eso.
Unas gastadas volutas en la proa decían que estaba a bordo del Matilda. De mascarón y obenques colgaban algas con pequeñas ampollas semejantes a bayas como si la nave se hubiera visto atrapada en el mar de los Grazargos…
– Mar de los Sargazos. Situado aproximadamente entre 25° y 31° Norte y entre 40° y 70° Oeste. Es…
– Dije Grazargos. -Holmes no pensaba ceder ante el idiot savant. Este localizó una alusión.
– El Argos, barco en el que navegó Jasón en busca del vellocino de oro, tenía un mascarón de proa parlante tallado en un roble de la arboleda de Dodona, donde sacerdotes y sacerdotisas interpretaban lo que decía el rumor de las hojas.
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