La joven asintió agradecida al aceptar la taza y le dio un sorbo. Después, pareció prepararse mentalmente para lo que iba a decir.
– Ha sido muy amable aceptando verme, señor Holmes, habiéndole avisado con un poco tiempo.
– En absoluto. Ha venido en buen momento.
– Empezaré diciéndoles que me llamo Grace Farrington, y que necesito su consejo con urgencia. Si parezco titubear al hablar, es sólo por temor a que, cuando le haya contado mi historia, en el peor de los casos me considerará una loca, y en el mejor una necia.
– Entonces no tema por ello. Puede hablar libremente y estar segura de recibir toda nuestra respetuosa atención.
– Quiero que sepa que soy una mujer racional -aseguró-, poco dada a vuelos de la imaginación, o a delirios de ninguna clase. No creo en fantasmas, ni en aparecidos, ni en espiritismos. Pero he visto algo que desafía toda explicación.
Holmes inclinó ligeramente la cabeza, llevándose a los labios sus entrelazados dedos.
– ¿Cuándo y dónde ocurrió ese suceso?
– Hace una semana, bien avanzada la noche, en la mansión de mi tía abuela lady Penélope, viuda del difunto vizconde de Thaxton-replicó-. La mansión está en Surrey, cerca de Woking. Debería explicar antes que el día anterior había vuelto a Inglaterra tras una larga ausencia.
– Sí -dijo Holmes secamente-. Noto que ha estado usted recientemente en la India, con su marido, un oficial del ejército de Su Majestad.
Grace Farrington alzó una delicada ceja en gesto de sorpresa.
– ¡Cielos, señor Holmes! ¿Cómo puede usted saber eso?
– Por mera observación y simple razonamiento deductivo. Su complexión, aunque bella, muestra el vigor de un clima mucho más tropical que el que puede encontrarse en Inglaterra, o en el resto de la Europa del norte, sobre todo tras un largo invierno. Su anillo de boda es amplia prueba de su estado de casada, y me he fijado en que el paraguas que ha traído consigo tiene un mango de madera incrustado en marfil siguiendo una pauta característica de la India. La férula de latón del asa tiene grabada la cimera de un regimiento. Todos los indicios de ser un regalo de despedida para un oficial, o para la esposa de un oficial, y sus modales, su aspecto, su evidente educación, todo, señalan en esa dirección.
– Tiene toda la razón -replicó ella, bajando su taza-. Mi esposo, James, estaba destinado en la India, donde fue capitán del 112 de artillería. Nos conocimos allí, hace catorce meses. Mi padre es el coronel Edward Colebrook, un soldado de carrera. Los últimos tres años los ha pasado destinado en la India, y mi madre y yo le acompañamos allí como hicimos con sus otros destinos.
– ¿Y sus padres siguen allí? -pregunté.
La joven bajó la mirada.
– Mi padre sí. Perdimos a mi madre el pasado verano, durante un brote de cólera.
– Lamentamos oír eso -dijo Holmes con genuina simpatía, pero resultaba claro que quería que prosiguiera-. Dígame, ¿qué es lo que precipitó su regreso a Inglaterra? ¿Un nuevo puesto para su marido?
– No, señor Holmes. Todo lo contrario. Mi marido fue licenciado del servicio al resultar seriamente herido en una pierna durante una rebelión. Salvó con sus actos la vida de varios hombres y es todo un héroe, aunque suele sentirse muy embarazado cuando se le alaba por ello. -Grace Farrington retorcía nerviosamente las puntas de un pañuelo de encaje que tenía entre sus enguantadas manos, mientras sus preocupados ojos se clavaban alternativamente en Holmes y en mí-. En cualquier caso, debió estar convaleciente durante varios meses antes de estar en condiciones de viajar. El viaje de vuelta nos llevó varias semanas más, pero, al menos, teníamos una oferta de un lugar donde vivir y un posible puesto de trabajo.
– ¿Mediante su tía abuela? -preguntó Holmes.
– Sí, así es. Nunca estuve muy próxima a ella, debido a los deberes de mi padre en países lejanos. De hecho, sólo recuerdo haberla visto una o dos veces cuando era pequeña. Pero empezamos a escribirnos casualmente hace unos años y conseguimos desarrollar una espléndida amistad, aunque fuera de una forma tan indirecta. Así que cuando supo que volveríamos a Inglaterra en cuanto mi marido tuviera fuerzas para viajar, se ofreció a alojarnos en su mansión, e incluso insistió en ello. Así que llegamos allí la semana pasada.
– ¡Ah, espléndido! -dijo Holmes alegremente-. Debió de ser una reunión muy esperada.
– Muy esperada, sí. Pero no como la habíamos imaginado. Pues los extraños sucesos que tuvieron lugar empezaron realmente en el momento de nuestra llegada.
– ¿Cómo es eso?
– Todo estaba mal. O eso me pareció a mí. La finca, aunque no grande, me parecía más pequeña aún que en los recuerdos de mi infancia. Y la mansión, un sólido edificio de dos pisos, era tan terriblemente siniestra y amenazadora de aspecto que su mera visión, aquel día gris en que llegamos con nuestro coche, bastó para helarnos la sangre en las venas.
– Quizá fuese que os habíais acostumbrado a vivir en tierras más alegres -no pude resistirme a sugerir-. Volver con un tiempo tan siniestro…
– Lo sé -reconoció ella-. Estoy segura de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero eso no era toda la causa. Los terrenos estaban descuidados y en franco deterioro. Y cuando llamamos a la puerta, tuvimos una fría acogida. Nos hizo pasar un joven en la treintena, a quien apenas recordaba como primo lejano. Se llama Jeremy Wollcott, y su expresión al vemos en el umbral, equipaje en mano, fue tan lastimosamente perpleja que, de entrada, creímos habernos equivocado de sitio.
Holmes se levantó bruscamente de su sillón y fue hasta la repisa que había junto al escritorio, para rebuscar en un montón de periódicos, revistas y anotaciones en papel de oficio que había dejado acumularse allí.
– Sí, continúe, señora Farrington.
– Bueno, mi marido y yo nos presentamos y explicamos por qué estábamos allí, Jeremy parecía saber quién era yo, pero durante un momento muy largo se limitó a mirarnos, sin hablar. Por fin extendió una mano para saludamos.
»-Perdónenme -nos dijo a mi marido y a mí-. Es que me sorprendí al verles. Lady Penélope no me dijo que les esperaba, si no lo habría dispuesto todo para su llegada.
»-¿Hay algún problema? -le pregunté-. Si va a resultar un inconveniente que nos quedemos aquí, buscaremos alojamiento en otro sitio.
»Él titubeó por un momento antes de responder.
»-No. Hay sitio para todos y, si lady Penélope les ha invitado, difícilmente podría decirles que se marchen. Pero, lamentablemente, las cosas ya no son como eran. Lady Penélope no se encuentra bien. Su salud es frágil desde hace tiempo, y el devenir de los años no ha sido bondadoso con ella. Yo… sólo quiero prevenirles.
»Eso me resultó muy perturbador, señor Holmes, pues las cartas de mi tía abuela nunca mencionaron que tuviese mala salud. Jeremy me dijo que era demasiado orgullosa para quejarse de esas cosas y, mientras nos conducía a James y a mí hasta el salón, continuó diciéndonos que los asuntos financieros de lady Penélope también iban mal. Habían tenido que despedir a los sirvientes, quedando sólo una mujer que hacía las veces de cocinera y ama de llaves. Supongo que eso explica el estado de la finca.
»Jeremy dijo que se ocuparía de preparar una habitación para nosotros, y fue a contarle nuestra llegada a lady Penélope. Estuvo ausente un largo rato y, cuando volvió, traía a lady Penélope con él.
Las lágrimas inundaron los ojos de Grace Farrington y se las secó con el pañuelo.
– Tenía un aspecto tan patético que… me llegó al corazón. Lady Penélope estaba confinada a una silla de ruedas. Parecía horriblemente vieja, toda gris y arrugada, apenas capaz de mantener erguida la cabeza mientras Jeremy la empujaba al interior de la habitación. El haberla conocido a través de sus cartas y verla por fin en semejantes circunstancias…, bueno, resultaba enormemente triste.
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