– Suéltalo ya, ¿quieres? -ordenó a su padrastro.
Frotándose el costado, Harry dijo apresuradamente:
– Ha insultado a mi amigo.
Alice clavó su mirada en él y dijo:
– La lealtad no es tu fuerte, Harry.
Y a continuación, para sorpresa mía, y también para bochorno mío, me dijo:
– Y tú deja de atacarlo con todas estas estupideces. Aquí hemos venido a escuchar, no a pelear. La artista soy yo, y no voy a dejar que nadie me pise el papel…
Fue como una patada en los dientes. Sentí que mi animosidad iba remitiendo poco a poco. Por culpa de aquella cabezona, obsesionada por su padre, había sacrificado mi final de semana, perdido horas de sueño, peleado con la prensa, tragado carretera hasta Somerset, enfrentado con un granjero hostil que estaba armado con una escopeta y arruinado un traje.
Y aún habría podido añadir que, de haber dejado que ella se encargara de hacer la introducción, todavía estaríamos en el umbral de la puerta.
Pese a todo, dominé la indignación que me invadía y únicamente le dediqué la mirada propia del hombre que ha agotado todas sus reservas.
– ¿La artista? Pues actúa como te apetezca.
Había que concederle el mérito que le corresponde. No titubeó. Aquel cambio repentino de los acontecimientos le había puesto los nervios de punta; se echó para atrás los cabellos desde su nacimiento en la frente, se puso el bastón bajo el brazo, igual que un sargento en el momento de hacer ejercicios, y dijo a Harry:
– Recoge la mesa.
Y éste obedeció sin rechistar.
– ¿Por qué no te sientas?
Así que Harry obedeció su orden, Alice le dirigió una mirada fría, que nada tenía de filial.
– Has dicho que tú habrías estado en condiciones de puntualizar algunos extremos delante del tribunal. Ésta es tu ocasión de nacerlo. Voy a hacerte retroceder hasta los días cruciales de 1943.
Con un aire de autoridad que hubiera resultado muy propio de un experto abogado en el momento de interrogar a un testigo, fue arrancando a Harry toda la historia: como él y Duke me habían conocido en la tienda de la señorita Mumford, cómo habían ido en el jeep hasta Gifford Farm, cómo habían conocido a Barbara y cómo se habían ofrecido a recolectar manzanas.
– ¿Por qué? -preguntó Alice.
Harry levantó las cejas, pero no dio ninguna respuesta. Toda su jactancia había desaparecido.
– Quiero saber por qué os ofrecisteis a prestar ayuda.
– Éramos dos soldados aburridos que querían beber gratis y hacer amigos. Supongo que por esto.
– Barbara era el foco de atracción, ¿verdad?
– Por supuesto que sí. Era guapa. Tenía la piel más blanca del mundo, unas mejillas sonrosadas, un cabello negro y sedoso. Era una maravilla de chica, aunque un tanto distante.
A tan conmovedora apología todavía añadió una nota a pie de página:
– Yo, de todos modos, no esperaba ganarme sus favores.
– ¿Duke sí? -preguntó Alice.
Por si todavía no hubiera habido pruebas bastantes para demostrar su autocontrol, éste había quedado totalmente comprobado en la manera de formular aquella pregunta, como si aquel padre de quien nunca hasta aquel momento había podido mencionar el nombre sin que le temblara la voz, se hubiera convertido de pronto en una cifra.
Harry movió negativamente la cabeza.
– Era un hombre casado.
– También lo eran centenares de otros soldados que salían con chicas inglesas -dijo Alice-. Puedes ser franco conmigo.
– En todo el tiempo que estuvo aquí, jamás miró a una mujer.
– Eso no es verdad -dijo Alice en el mismo tono razonable de antes-. Acompañó a Barbara la noche del concierto del Día de Colón.
Pero la compostura de Alice no hacía mella en Harry y la voz de éste no pasó de un graznido de protesta:
– Fue para ayudarme.
Y en seguida sus palabras se apelotonaron como un torrente.
– Hace veinte años de todo eso. Las buenas chicas iban de dos en dos, amparándose en la compañera frente a tíos como yo, ¿comprendes? Yo no podía salir con Sally si no encontraba a alguien que fuera con su compañera. Y el papel le tocó a Duke. Él iba al volante, empleando sus manos para conducir, mientras que Barbara iba sentada a su lado, con las manos en el bolso. Ni siquiera hablaban. La acción se desarrollaba en el asiento de atrás.
– ¿Y en noches sucesivas?
Harry adoptó un aire de sorpresa.
– ¿Acaso no se encontraban en secreto? -preguntó Alice.
– ¿Dónde, por el amor de Dios?
– En los prados que rodean la granja. Barbara salía a pasear por las noches. Duke debía de esperarla en el jeep.
– Oye nena, ¿quién te ha vendido esta patraña?
Alice no respondió. Ni siquiera me miró.
– Escucha bien -dijo Harry-, Duke se pasaba la mayoría de las noches escribiendo a Elly. Puedes creerme. De haber salido por las noches con el jeep, yo lo habría sabido. Por todos los santos, ¿no ves que yo estaba con él?
– Quizá te lo ocultaba.
– ¡Narices!
Alice, que seguía absolutamente serena, dijo:
– Sigamos mirando para atrás, ¿quieres? Un día hubo una partida de caza con la participación del señor Lockwood y de su hijo.
Harry asintió con la cabeza.
– ¡Bah, tonterías! La única arma de que disponíamos era una cuarenta y cinco. Una pistola, una automática. No matamos nada. Y me adelanto a tu pregunta para decirte que Barbara no formaba parte del grupo.
– Pero en otra ocasión sí os la llevasteis.
– Sí, pero aquello era diferente. Duke había prometido al chico que le dejaría disparar con la cuarenta y cinco.
Harry clavó en mí sus ojos:
– ¿Es verdad o no?
Yo se lo confirmé.
– Barbara no hizo más que juntarse al grupo -continuó-. Disparamos unos cuantos tiros a una lata de aceite.
– ¿Y después?
– Pues dejamos la pistola en el paragüero de la casa, donde el viejo Lockwood guardaba sus escopetas.
Y con una sonrisa taimada añadió:
– Aquella 45 era como las botellas de Coca-Cola: no retornable.
– Esto significa que hubiera podido cogerla cualquiera el día en que se cometió el asesinato.
Harry no hizo ningún comentario.
– Hablemos del prensado de la sidra -prosiguió Alice-. Durante todo el tiempo que duró el proceso tú y Duke visitasteis varias veces la granja, ¿no es así?
– Por supuesto que sí.
– Y visteis cómo el señor Lockwood metía el cordero en los barriles.
– Claro.
– Y oísteis que Bernard decía que había visto la bicicleta de Cliff Morton tirada en una cuneta de la granja.
La respuesta de Harry fue esta vez más dogmática, puesto que, levantando en el aire un dedo gordezuelo, puntualizó:
– Esto es harina de otro costal. Duke vio en contadísimas ocasiones al chico que fue supuestamente su víctima. La primera vez que fuimos a recoger manzanas, me estoy refiriendo al mes de septiembre, hubo cierto incidente. Me parece que atraparon a Morton cuando estaba con Barbara. Y le dieron la patada del año. Ya no volvimos a verlo nunca más.
Llegados a este punto de la conversación, quise hacer una acotación. Harry estaba apartándose tanto del tema que no pude evitar la intervención.
– Que Duke conociera al hombre poco tiene que ver con el caso. El motivo no fueron los celos. Si lo mató fue por la agresión salvaje de que hizo objeto a Barbara.
Pero la intervención me valió la recompensa de una mirada glacial por parte de Alice.
– ¿Me permites continuar? -preguntó en un tono que dejaba fuera de toda duda que tenía intención de continuar.
Y volvió a la carga con Harry:
– Aquella tarde fuiste con Duke en el jeep con la intención de invitar a las chicas a una fiesta.
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