Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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Había ignorado a Alice, así que me volví hacia ésta para incluirla en la invitación.

Alice me dedicó una sonrisa crispada; estaba extremadamente nerviosa.

– Un zumo de frutas me va perfectamente, si lo tiene.

– Tengo barriles llenos -dijo Harry, como dando la culpa a alguien de que así fuera-. ¿Y tú? ¿Qué vas a tomar?

– Un scotch con soda.

Harry iba a salir de la habitación cuando Sally gritó:

– Y para mí un vodka y… -pero no terminó, porque él había ignorado sus palabras.

Sally nos indicó los asientos con la mano y nos ofreció cigarrillos; tomó uno a su vez y se quedó de pie junto a la chimenea, dejando asomar por la abertura de la bata toda su pierna desnuda.

– Harry es una auténtica águila en el mundo de las antigüedades -nos explicó-. Habéis tenido una gran suerte de encontrarlo en casa, porque siempre está viajando de aquí para allá. Compra inmuebles y exporta gran parte de los enseres a los Estados Unidos.

En ese punto sus ojos viajaron hasta mis zapatos.

– Así que habéis pasado un día en el campo…

Había observado la alfombra blanca al entrar, pero había olvidado el estado de mis zapatos. Se observaba un rastro de mis pisadas hasta la silla donde me había sentado.

Alice, advirtiendo que me había quedado muy azorado, respondió por mí.

– Sí, tiernos ido a visitar la granja donde vivió Theo durante la guerra.

– ¡Oh, eres americana! -dijo Sally-. Harry estará encantado…

Yo, sin embargo, no opinaba lo mismo. Volví a meter baza, aprovechando el pie que acababa de darme Alice.

– Sí, la granja no ha cambiado demasiado.

– Bueno, salvo la parte de la huerta -comentó Sally, aspirando una bocanada de humo-. Han arrancado todos los árboles.

– ¡Es lógico! -dije. Me ha sorprendido que los Lockwood siguieran trabajando en la casa.

– ¿Los Lockwood? Son gente fuerte -dijo Sally-. ¿Has hablado con ellos?

– Sólo con Bernard, el hijo.

– Ahora él se encarga de todo, tanto de la granja grande como de Lower Gifford. Los viejos sólo se ocupan de las hortalizas, que cultivan detrás de la casa, de nada más.

– ¿Te tratas con ellos?

Sally movió negativamente la cabeza.

– Barbara era una amiga de verdad, que Dios la tenga en su gloria, y su madre ha venido aquí alguna vez a tomar un café, pero no tengo tiempo para los hombres de aquella casa.

– ¿Vas al pueblo de vez en cuando?

– Siempre que puedo. Conozco tanta gente… Harry hace muchos negocios a través de la taberna. Él no para nunca.

Y se quedó un momento manoseando la solapa de la bata.

– Cómo encuentro a faltar los viejos tiempos…

– ¿Cuando recogías manzanas?

– ¡Cuánto nos divertíamos!

– Cuando predecíamos el futuro con las pepitas.

Me sonrió.

– ¿Te acuerdas?

– Como si fuera ayer. Barbara partió la manzana en dos mitades y salieron tres pepitas. Hojalatero, sastre, soldado…

La expresión del rostro de Sally sufrió un cambio.

– La pobre partió la pepita del soldado con el cuchillo. Aquello la impresionó muchísimo. Como estaba embarazada y después de todo lo que había pasado…

– ¿Sabías que estaba embarazada?

– Entre las dos no había secretos. Iban a casarse.

– Creo que él ya tenía mujer y una hija -dije yo con toda la suavidad que pude.

– ¡No es verdad! -dijo Sally, moviendo negativamente la cabeza.

– En América.

Hubo un embarazoso silencio, al que puso fin el crujido de los tablones del pavimento, provocado por los pasos de Harry.

Sally, con voz débil y ahogada, todavía pudo decir:

– No entiendes nada…

Y con un súbito cambio, se dio la vuelta, levantando la voz para dirigirse hacia la puerta, que se abría en aquel momento:

– Menudo chaparrón el de esta tarde, ¿verdad, Harry?

Éste dio la callada por respuesta. De hecho, daba la impresión de que la ignoraba siempre.

Yo no estaba en vena para seguir el rumbo de aquella conversación, porque el último comentario de Sally me había dejado sumido en profundas cavilaciones. Hubiera querido preguntar más cosas pero, dada su forma de reaccionar ante la presencia de Harry, comprendía que el momento no era oportuno.

Harry había traído bebidas. Su mujer, mirando la suya, preguntó:

– ¿Y eso qué es?

– Zumo de piña -dijo Harry, sin mirarla siquiera-. Las señoras toman zumo de piña.

– ¡Habráse visto! -exclamó Sally, encaminándose hacia la puerta-. Será con vodka.

Pero él, con un reflejo sorprendentemente rápido, dijo:

– Sin.

Sally, clavando en él sus ojos, le espetó:

– ¡Imbécil!

Y desasiéndose de su mano, salió corriendo de la habitación.

Harry, con aire de extraordinaria complacencia, le gritó:

– ¡Lo he guardado bajo llave! -y, dirigiéndose a nosotros, nos explicó como quien no quiere la cosa-: tiene prohibido el alcohol.

Siguió un silencio oprimente. Ahora le correspondía a él iniciar una nueva conversación y yo no estaba dispuesto a echarle una mano.

La cosa dio resultado.

– ¿Así que recuerdas a Duke? -dijo.

Yo moví la cabeza afirmativamente.

– ¡Un gran tipo! -dijo Harry-. ¡Fue una verdadera lástima!

Esperé a que siguiera y, cuando lo hizo, fue para decir algo tan sensacional como todo cuanto había dicho Sally.

– Pensar que ahora podría estar vivo…

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Alice en un hilo de voz, a punto casi de saltar.

– Lo que oyes, encanto. Duke era inocente. Yo habría podido sacarlo del atolladero.

Harry cogió un cigarro puro de un tarro de cerámica, colocado en la repisa de la chimenea, y nos hizo esperar mientras se entregaba al ritual de encenderlo.

Para indicarle que necesitaba que me convenciera de lo que acababa de decir, comenté:

– Dices que habrías podido salvarlo. En realidad no lo hiciste.

Harry fijó en mí sus ojos a través del humo:

– ¿Cómo? ¿Dónde estaba yo en 1945, cuando se celebró el juicio? En un sitio cualquiera del lado de acá de Berlín, después de la victoria. Al terminarse lo de Normandía, ya no volví a ver a Duke. Después del desembarco fuimos destinados a unidades diferentes. Cuando supe del asunto fue en agosto de 1945, delante de un vaso de cerveza. El cura castrense, de vuelta, me dijo que si me acordaba de Duke Donovan, aquel neoyorquino alto que escribía canciones, y que si estaba enterado de que lo habían reclamado en Inglaterra y lo habían colgado por asesinato. ¡Cuando me enteré…!

– ¿Quieres decir que habrías sido el principal testigo de la defensa? -dije con aire escéptico.

– ¿Tengo que hacer ahora el papelito delante de ti? -dijo Harry, en tono sarcástico.

Alice se había sentado en el mismo borde del asiento y tenía los nudillos, blancos por la presión, apretados contra la mandíbula.

– ¿Cómo sabes que mi padre era inocente?

Se habían terminado las reglas de juego, pero, ¿quién habría podido culparla? Había pronunciado aquellas palabras sin pensar. Se sentía tan agitada que la sola mención de su padre había desencadenado en ella aquella reacción automática.

Harry, igual que un perro sabueso, cazó la frase al vuelo.

– Pero, ¿quién eres tú?

Alice clavó en él sus ojos y se produjo un silencio como de piedra. Dudo que la chica estuviera en condiciones de pronunciar palabra.

– Es la hija de Duke y Eleanor Donovan -dije yo por ella.

Harry soltó una risita rápida y nerviosa.

– ¡No me digas! ¿Conque la hija de Elly? ¿Ésta es la hija de Elly? ¿Y por qué no lo habéis dicho, por el amor de Dios?

– No sabíamos cómo ibas a reaccionar -dije, con absoluta sinceridad.

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