– Alguien le pegó un tiro, señora. Subió a cubierta y le dispararon.
– ¡Dios mío! ¿Está…?
– No sabría decirle, señora. Nos dijeron que mantuviéramos la boca cerrada. ¿No necesita nada más?
– No -Alma estaba temblando. Se recostó en la almohada. ¡Le habían disparado a Walter! ¿Estaría muerto? No podía creerlo.
Permaneció aturdida durante más de un minuto. ¿Quién podía querer matar a Walter y por qué? Estaba asustada. Pero tendría que levantarse para averiguar lo que había ocurrido.
Sin pensar se inclinó hacia la bandeja y tomó el sobre. La tarjeta que contenía había sido dibujada a mano. Mostraba dos corazones unidos por una flecha. La abrió y leyó el mensaje. Eran dos versos de una vieja canción.
Porque Dios te hizo mía
Y yo soy tuyo
– Oh, Johnny, Johnny, Johnny -exclamó Alma en voz alta. No bebió el té. No se bañó. Se vistió y fue derecha al camarote de Walter. Llamó a la puerta.
Una enfermera, una verdadera enfermera, abrió y la miró con desdén.
– ¿Sí?
– Oí decir que han herido al inspector.
– Así es.
– Soy una amiga, una amiga personal. Por favor, dígame si está grave.
– No puedo decírselo.
– Por favor… ¿su vida corre peligro? -mientras hacía la pregunta su voz expresaba la preocupación que sentía, pero aun así una remota zona de su cerebro anticipaba la muerte de Walter dejándola libre para casarse con Johnny.
– Está fuera de peligro -respondió la enfermera.
Una voz desde dentro del camarote -no la de Walter-, preguntó a la enfermera.
– ¿Quién es, enfermera?
La enfermera se volvió hacia Alma.
– ¿Cómo se llama?
Alma dudó. Sin saber en qué estado de inconsciencia estaba Walter no se atrevía a decir que era Lydia. Era probable que le hubieran dado morfina y decirle que Lydia estaba en la puerta podía precipitarlo a alguna reacción calamitosa.
– Si no me dice su nombre, ¿cómo puedo darle su mensaje?
– No hay mensaje -titubeó Alma. Dio media vuelta y casi corrió hasta la puerta al final del corredor.
La enfermera chasqueó la lengua, cerró la puerta y se reunió con el sargento que estaba al lado de la cama de Walter. El señor Saxon tenía un aspecto radiante; tanto, que parecía ajeno a la desdicha de Walter. Estaba tan orgulloso como si él mismo hubiera disparado el tiro.
– Tómese su tiempo para recuperarse -le dijo-. Ahora su responsabilidad ha terminado, inspector. Es un día glorioso y merece disfrutarlo.
– ¿Qué quiere decir?
– Muy simple. Que aparte de su declaración no tiene que ocuparse de nada más. Gordon está arrestado. Todavía no ha escrito su confesión, pero ya lo hará.
– ¿Gordon? ¿Jack Gordon?
El señor Saxon sonrió.
– Si no hubiera soltado a esa basura, no tendría esa herida en el hombro. ¿Cómo se siente?
Walter trató de levantar la cabeza de la almohada. Hizo un gesto de dolor y se dejó caer hacia atrás.
– Dolorido, parece.
– Jack Gordon no me disparó -susurró Walter.
El señor Saxon se volvió hacia la enfermera.
– ¿Qué le dio el doctor a este hombre?
– Yo le estaba dando la espalda -susurró Walter-. Y la bala vino de frente.
– No creo que pueda recordar mucho -comentó el señor Saxon-, Todo será una nebulosa para usted, ¿verdad?
– Lo recuerdo con claridad. Le daba la espalda y el disparo me dio de frente. Caí contra él. Fue otra persona la que me disparó.
– Lo dudo.
– ¿Qué pasó después de que me dispararan?
– Gordon lo arrastró abajo y pidió ayuda a gritos. No es tonto, inspector.
– ¿Lo cacheó? ¿Tenía un arma?
– Supongo que la habrá tirado por la borda.
– Ese hombre es inocente -musitó Walter. Con ayuda de su brazo sano se levantó un poco-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.
– Me temo que no será posible -dijo la enfermera-. Tiene que quedarse acostado el resto del día. Ya oyó las órdenes del doctor.
– El doctor me dijo que no era más que una herida superficial.
– Le dio algo para aliviar el dolor. No creo que pueda mantenerse en pie.
– Entonces veré a Gordon aquí.
– Está arrestado -repitió el señor Saxon.
– No importa. Vaya a buscarlo -ordenó Walter.
Alma pasó un largo rato buscando a Johnny. No estaba en su hamaca ni dando su vuelta habitual por la cubierta, tampoco lo halló bebiendo su habitual whisky doble en el salón de fumar. Finalmente lo encontró en el último extremo de la cubierta del barco. Estaba inclinado sobre la baranda, estudiando el centro de la estela que dejaba el barco. Se dio la vuelta y la tomó de la mano.
– Mañana. Nueva York.
– No te pongas triste -pidió Alma-, me entristecerás a mí también.
– ¿Qué piensas hacer en los Estados Unidos… ¿Algo en el teatro?
– No, eso terminó. No estoy segura de lo que va a pasar.
– Supongo que te espera alguien -musitó Johnny.
– Bueno, no.
– Pero no estarás sola en Estados Unidos…
– Espero que no.
– Hay otro -arriesgó Johnny-, ¿no es así?
Alma contempló la espuma que escapaba de las turbinas.
– Creo que ya sabes la respuesta. Johnny, cuando me dejaste después del desfile, dijiste que te ibas a cambiar.
– Sí, querida, eso es lo que hice.
– ¿No fuiste a cubierta?
Johnny frunció en ceño.
– No, ¿por qué? ¿No creerás que tengo algo que ver con lo que le ocurrió al inspector Dew? ¿Por qué habría de hacerlo? -abrió grandes los ojos-. Dios mío… ¿acaso tu…?
– No me preguntes nada más, por favor -pidió Alma-. Sólo estaba pensando en ti.
– Eso más bien le pone sordina a mis planes. Estaba por pedirte que hicieras de mí un hombre decente, por así decir. No soy tan viejo como parezco.
Alma sintió que la sangre le subía a las mejillas.
– No pienso que seas viejo.
– Es la clase de vida que he llevado. Nunca me he cuidado -se rió-. Quisiera tener el coraje de cuidar de ti… Ya sé que vender coches no es como pertenecer a la administración pública o a la Bolsa, pero es un trabajo con perspectivas.
Alma le devolvió la sonrisa.
– ¿Me estas proponiendo el matrimonio?
Johnny la besó con suavidad en la mejilla.
– Sí, Lydia.
Ante la mención de ese nombre Alma cerró los ojos. ¿Cómo podía casarse con Johnny si él ni sabía su verdadero nombre?
– ¿Qué pasa? -preguntó Johnny.
– No puedo… -sintió que se le secaba la boca-. No puedo darte una respuesta todavía. Me gustaría poder decir que sí, pero… tengo que hablar con alguien. Oh, Johnny -apoyó la cabeza en su hombro y comenzó a llorar.
Cuando el señor Saxon volvió con Jack Gordon, Walter Estaba sentado en la cama. La enfermera se había ido. Jack exhalaba resentimiento cuando el señor Saxon le señaló una silla.
– No necesita quedarse, señor Saxon -sugirió Walter con generosidad-. Es estos momentos deben de estar registrando los camarotes en busca del arma.
– Tengo que quedarme -replicó secamente el sargento con el aire de un hombre que sabe mucho más de lo que quiere decir.
– El señor Gordon no me va a atacar.
El señor Saxon resopló groseramente, de manera elocuente.
– Si insiste -concedió Walter-, puede tomar nota de lo que vamos a decir -sacó el cuaderno de debajo de la almohada y se lo alcanzó a Saxon.
– Tengo el mío -contestó el oficial con arrogancia.
– Como prefiera -Walter se volvió hacia Jack-. Señor Gordon, quiero agradecerle por haberse ocupado de mí anoche. Por lo que he oído, no le han tratado con mucha gratitud. ¿Anotó eso, señor Saxon, o voy demasiado rápido?
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