Deborah Crombie - Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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– Hola. -Se dieron la mano al presentarse-. Perdonen si estoy húmedo. He estado paseando a Bess y hay un poco de barro. La he tenido que lavar con la manguera en el jardín. -Paul Wilson vestía casi como su mujer, pantalones resistentes y suéter, pero el parecido iba más allá. Era bajo, fuerte, se estaba quedando calvo y tenía el mismo aire amable y sensato.

– Paul se dedica ahora a la consultoría, así que está bastante en casa durante el día -informó la doctora Wilson-. Bien, ¿en qué los podemos ayudar?

– Según su declaración, no se encontraba en casa la noche del miércoles -dijo Kincaid consultando sus notas-. Dejó la casa a eso de las seis y media.

– Una paciente se puso de parto. Además era su primer hijo y duró casi toda la noche.

– ¿No notó nada inusual en la casa de los Gilbert cuando pasó por delante?

Tragó el último mordisco de su bocadillo y echó una ojeada al reloj de pared antes de responder.

– Ya le dije a su agente que no vi nada fuera de lo normal, pero imagino que han de ser meticulosos. No tengo ni idea si Alastair estaba en casa entonces. Era completamente oscuro y no se puede ver el garaje de los Gilbert desde el camino. Lo que sí sé -dijo antes de que Kincaid la pudiera interrumpir-, es que si hubiera llegado a casa antes de que acabara todo el jaleo, habría insistido en ver a Claire Gilbert. Es inconcebible que no hubiera nadie con ella. -Golpeó la mesa con la taza para poner énfasis.

– ¿Es su paciente? -preguntó Kincaid, siguiendo la pista.

– Los dos lo son, pero eso no es realmente pertinente. Haría lo mismo por cualquiera. -Miró a su marido y algo de su rigidez pareció abandonarla-. Qué asunto tan horrible -dijo con un suspiro.

– ¿Y usted, señor Wilson? -preguntó Deveney-. ¿Estaba en casa?

– Hasta las dos y media de la mañana, cuando mi esposa me llamó para que la sacara de la cuneta. No es la primera vez -añadió con afecto-. Durante años he considerado esto parte de mi trabajo y siempre tengo una cuerda de remolque en el maletero del Volvo.

– ¿Y tampoco oyó nada fuera de lo habitual? -En la voz de Deveney había algo de exasperación.

– No. Tenía puesta la tele. Fue cuando saqué a Bess antes de ir a dormir que vi las luces intermitentes y fui a investigar. Lo siento. -Su disculpa sonó genuina.

Kincaid alargó el silencio un momento y luego dijo en voz baja:

– Entiendo que tuvo usted un desacuerdo con el comandante Gilbert recientemente, señora Wilson.

La taza de la doctora se paró un instante de camino a su boca, pero se recuperó rápidamente.

– ¿Quién le ha sugerido eso? -Sonaba divertida, pero cambió levemente de posición en su silla y giró la cara levemente para que su esposo no estuviera directamente en su línea de visión.

– Geoff Genovase dijo a mi sargento que oyó el final de una discusión entre ustedes.

Se relajó un poco y dio el último sorbo de su café.

– Eso debió de ser hace dos sábados, cuando Geoff estuvo aquí cubriendo de mantillo los arriates. No daría mucha credibilidad al relato de Geoff, comisario. El chico tiene una imaginación muy viva. Le viene de jugar a esos estúpidos juegos de ordenador, si quiere saber mi opinión.

– Según la sargento James -dijo Deveney-, Geoff tuvo la clara impresión de que habían tenido una pelea.

Paul Wilson había estado escuchando apoyado contra la repisa con los brazos doblados y una cordial expresión de interés. Ahora se colocó detrás su mujer y puso las manos en el respaldo de la silla.

– Los modales del comandante eran a menudo abruptos -dijo-. Pookie tiene razón, ¿saben? Estoy seguro de que Geoff interpretó mal algo completamente normal.

– ¿Cómo? -dijo Kincaid preguntándose si había pasado algo por alto.

La doctora se rió.

– Ése ha sido mi apodo desde niña, comisario. Gabriela era un bocado demasiado grande para mis hermanos.

El apodo le iba, pensó, y no disminuía su dignidad. Parecía una persona a quien la franqueza le salía naturalmente y se preguntó por qué evitaba el tema.

– ¿Por qué vino a verla el comandante Gilbert ese día? -preguntó.

– Comisario. Estaría violando la confidencialidad de mi paciente si respondiera -dijo con firmeza, pero inclinó la cabeza atrás, hacia las manos de su esposo como buscando su apoyo-. Le puedo asegurar que no tiene nada que ver con su muerte.

– ¿Por qué no me deja a mí juzgarlo, doctora? Usted no puede saber qué es importante o no en la investigación de un asesinato. Además -hizo una pausa y la miró hasta que ella apartó los ojos-, no puede violar la confidencialidad de un hombre muerto.

Negó con la cabeza.

– No hay nada que explicar. No hubo ninguna riña.

– Llegarás tarde a tus rondas si no te pones en marcha, querida -murmuró su esposo. Kincaid vio como sus dedos apretaban los hombros de ella.

Asintió, se levantó y lo ayudó a recoger los platos.

– La vieja señora Parkinson llamará en un minuto preguntando dónde estoy -refunfuñó cuando llevaba los platos al fregadero.

– Un momento, doctora. -Kincaid seguía sentado entre el maremágnum de papeles, con los brazos cruzados, a pesar de que Deveney se había levantado con los Wilson-. Usted denunció un robo hace unas cuantas semanas. ¿Puede decirme exactamente qué fue lo que robaron?

– Ah, eso. -La doctora Wilson dejó los platos en el fregadero y se volvió hacia él-. Desearía no haberlo denunciado. Me ha dado más problemas de lo necesario, con todo el papeleo y tal, y nunca hemos tenido esperanzas de recuperar nada. Nunca se recupera nada ¿no es así?

– Eran un par de joyas baratas y algunos recuerdos… ese tipo de cosas -dijo Paul Wilson-. No me imagino por qué las querrían. Y dejaron la televisión y el video. Todo muy raro.

– ¿Y no vio a nadie ni notó nada anormal sobre esa hora?

– No había hombres de aspecto sospechoso merodeando entre los matorrales, comisario -dijo la doctora mientras se ponía el abrigo-. Obviamente lo hubiéramos dicho de haber visto algo.

– Está bien, doctora, señor Wilson, gracias. -Kincaid se levantó y se dirigió a la puerta donde estaba Deveney-. No hace falta que nos acompañen. Pero háganoslo saber si recuerdan algo.

Él y Deveney habían recorrido la mitad del sendero de la parte delantera de la casa cuando vieron el coche de la doctora dar marcha atrás en la entrada de grava. Los saludó con la cabeza al pasar, enfiló hacia la carretera y aceleró hacia el pueblo.

– No es de extrañar que acabe en la cuneta -dijo Deveney riendo entre dientes.

Aunque había salido el sol mientras estaban dentro de la casa, el jardín todavía lucía una fina capa de humedad. Las pesadas flores color bronce de las hortensias caían sobre el sendero y dejaban tiras de humedad en sus pantalones.

– ¿A qué cree que juega? -continuó Deveney al cabo de un rato-. Sabía que la muerte de Gilbert la libraría de cualquier obligación de confidencialidad, especialmente en lo que respecta a su estado médico.

Kincaid empujó la verja del jardín, luego, cuando llegaron al coche, se paró y se volvió hacia Deveney.

– Pero Claire sigue siendo su paciente y creo que es la de Claire la confidencialidad que está protegiendo.

– Podría habernos dicho que había ido a verla por un asunto médico suyo -caviló Deveney-, y nos hubiéramos ido tan tranquilos.

Kincaid abrió la puerta y entró en el asiento del pasajero mientras pensaba en la sensación un tanto particular de todo el interrogatorio.

– Pienso que la doctora ha sido demasiado honesta, Nick -dijo cuando Deveney entró-. No podía soportar el mentir descaradamente.

* * *

La siguiente en la lista de las víctimas de robos era Madeleine Wade, la propietaria de la tienda del pueblo. Condujeron por el centro y pasaron el garaje, y tras girar donde no debían un par de veces encontraron la tienda escondida en una calle sin salida a mitad de la cuesta. Delante de la puerta había un despliegue de frutas y verduras en cajas: mandarinas españolas de riquísimo perfume, pepinos, puerros, manzanas y las inevitables patatas.

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