Charlaine Harris - Unos asesinatos muy reales

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El “Asesinato del Mes” de repente adquirió una dimensión muy violenta y… real
Cada mes, Real Murders, una asociación de aficionados al crimen de Lawrenceton, Georgia, se reúne para discutir sobre un asesinato famoso. Sus miembros son de lo más excéntrico: Gifford Doakes, el especialista en masacres; Jane Engle, amante de las historias de terror victorianas; Perry Allison, fan de Ted Bundy…
Durante la noche de la última reunión, la bibliotecaria local, Aurora «Roe» Teagarden, descubrió el cuerpo mutilado de Mamie Wright en la cocina de la sede del club. Está segura de que el asesino pertenece a la asociación, ya que el crimen guarda un parecido escalofriante con el Asesinato del Mes.
Y como quiera que después tuvieron lugar otros asesinatos de imitación, el único móvil parece un aterrador y extraño sentido de la diversión…

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Tenía a mano el libro que había utilizado para preparar la presentación. Hice una comprobación para asegurarme de que tenía mi nombre escrito y le dije a Arthur que lo haría arrestar si no me lo devolvía. Luego salió por la puerta delantera.

Para mi sorpresa, me puso las manos sobre los hombros sin intención de apretarlos.

– No estés tan deprimida -me consoló. Sus grandes ojos azules engulleron los míos. Sentí un escalofrío recorrer mi columna-. Anoche te quedaste con un detalle que a la mayoría le habría pasado desapercibido. Fuiste dura, inteligente y sagaz. -Tomó un mechón suelto de mi pelo y lo enrolló en uno de sus dedos-. Te llamaré -dijo-. Puede que mañana.

Resultó que sí que hablamos, pero antes de lo esperado.

Capítulo 5

Me percaté de que un camión de mudanzas había aparcado frente al apartamento de Robin Crusoe al acompañar a Arthur hasta la puerta. Por pura curiosidad, cuando sonó el teléfono, decidí responder a todas las llamadas desde el del dormitorio, que tenía un cable muy largo y me permitía espiar el proceso de desembalaje del vecino. Y no dejó de sonar, a medida que la noticia del asesinato de Mamie Wright fue extendiéndose entre los amigos y los compañeros de trabajo. Justo cuando iba a marcar su número, llamó mi padre. Parecía igual de preocupado con mi estado emocional que con la duda de si aún estaba dispuesta a cuidar de Phillip.

– ¿Estás bien? -dijo el propio Phillip con voz suave. Normalmente es de los que vociferan, pero es incomprensiblemente tranquilo al teléfono.

– Sí, hermanito, estoy bien -repuse.

– Es que me apetece mucho ir a verte. ¿Puedo?

– Claro.

– ¿Vas a hacer una tarta de nueces?

– Puede, si se me pide como es debido.

– ¡Por favor, por favor, por favor!

– Mucho mejor. Cuenta con esa tarta.

– ¡Bien!

– ¿Sientes que te estoy chantajeando? -me preguntó mi padre cuando Phillip le cedió el aparato.

– Pues sí.

– Vale, vale, me siento culpable. Pero es que a Betty Jo le apetece mucho asistir a esa convención. Su mejor amiga de la universidad se casó también con un periodista y ellos van a ir.

– Dile de todos modos que yo cuidaré de él. -Adoraba a Phillip, aunque al principio me horrorizaba siquiera sostenerlo en brazos, dada mi nula experiencia con bebés. Rompiendo una lanza a favor de Betty, ella siempre se esforzó por que Phillip conociese a su hermana mayor.

Tras colgar, el resto del día se abrió ante mí como la boca de una cueva. Como era mi día libre, intenté hacer las cosas típicas de un día libre: pagué las facturas e hice la colada.

Mi mejor amiga, Amina Day, se acababa de mudar a Houston por un trabajo tan bueno que no podía culparla por haberse ido, pero la echaba de menos y no podía evitar sentirme como una pueblerina poco aventurera antes de entrar en la cocina del Centro de Veteranos. Amina no se iba a creer que había tenido una genuina experiencia traumática en pleno Lawrenceton. Decidí llamarla esa noche, y la expectativa me subió el ánimo.

Ahora que el primer impacto de la noche anterior se había disipado, todo me parecía curiosamente irreal, como un libro. Había leído tantos, de ficción y de historias reales, en los que una joven entraba en una habitación (atravesaba un campo, bajaba unas escaleras o cruzaba una calle) y encontraba un cadáver… Podía distanciarme de la realidad de una Mamie muerta pensando en la situación más que en la persona.

Anoté mentalmente todas esas distinciones mientras tomaba un nutritivo almuerzo de Cheezits [9]y atún. Todos esos pensamientos me llevaron de nuevo a la conclusión de que me habían pasado tan pocas cosas en la vida que, para una vez que pasaba una, no podía dejar de darle vueltas. No quedaría un solo momento sin absorber o analizar.

Estaba claro que había que tomar cartas en el asunto.

Con el sabor del almuerzo aún en la boca, fue fácil decidir que esas cartas debían materializarse en un viaje a la tienda de comestibles. Confeccioné una de mis metódicas listas y reuní mis cupones.

Como cabía esperar, la tienda estaba hasta arriba por ser sábado, y vi a mucha gente que sabía lo ocurrido la noche anterior. Yo era reacia a hablar del asunto con personas que no hubieran estado allí. Nadie me había dicho que no hablara de la relación del asesinato con otro más antiguo, pero no tenía sentido que se lo fuese contando a la gente de la cola. Pero incluso las respuestas monosilábicas que daba me ralentizaron considerablemente, y cuarenta minutos más tarde aún iba por la mitad de mi lista. Cuando estaba en el puesto de la carnicería debatiéndome entre la hamburguesa fina y la extrafina, oí unos golpes. Me puse cada vez más nerviosa, hasta que alcé la mirada. Benjamin Greer, el único socio de Real Murders que no había asistido a la última reunión, estaba dando golpecitos en el cristal que separaba a los carniceros del mostrador de la carne. Detrás de él unas brillantes máquinas metálicas cumplían con su cometido mientras que otro carnicero con un delantal ensangrentado, como el de Benjamin, empaquetaba carne para asar.

Benjamin era un hombre corpulento con una etérea cabellera rubia que se repeinaba sobre la incipiente calvicie. Había intentado dejarse bigote para compensar el menguante pelo del cráneo, pero daba la impresión de que tenía el labio superior sucio y me alegró ver que se lo había afeitado. No era muy alto, ni tampoco muy avispado, y trataba de contrarrestar esos rasgos con una cordialidad digna de un cachorrillo y una disposición a hacer casi cualquier cosa que se le pidiese. Por otro lado, si no necesitabas su ayuda, por mucho tacto y delicadeza que empleases en hacérselo entender, se volvía hosco y autocompasivo. Benjamin era una persona difícil, uno de esos tipos que hacen que te avergüences de ti misma si no te cae bien, y al mismo tiempo es casi imposible que te caiga bien.

A mí no me gustaba, por supuesto. Me pidió salir con él tres veces y cada una de ellas, con una profunda vergüenza de mí misma, le dije que no. Por muy desesperada que estuviese por tener una cita, mi estómago no soportaba la idea de tenerla con Benjamin.

Intentó meterse en una iglesia fundamentalista, intentó entrenar a la liga de alevines y ahora lo intentaba con Real Murders.

Le dediqué una sonrisa hipócrita y maldije a la carne de hamburguesa que me había llevado a tenerlo delante.

Atravesó a toda prisa la puerta abatible a la derecha de la carne. Me esforcé para no perder los modales.

– La policía vino a mi apartamento anoche -dijo sin resuello-. Querían saber por qué no había asistido a la reunión.

– ¿Qué les contaste? -pregunté sin rodeos. El delantal ensangrentado me estaba poniendo mal cuerpo. De repente, las hamburguesas me parecieron algo asqueroso.

– Oh, lamenté no ver tu presentación -me aseguró, como si eso me preocupara-, pero tenía otros planes. -Chúpate esa, era lo que decía su expresión.

Las palabras de Benjamin eran suaves y justificativas, y su voz tan humilde como siempre, pero su expresión era algo completamente distinto.

– Me he metido en política -me confesó Benjamin con una voz modesta que desentonaba absolutamente con su expresión triunfal.

– ¿La carrera por la alcaldía? -aventuré.

– Así es. Estoy ayudando a Morrison Pettigrue. Soy su director de campaña. -Su voz se estremeció de orgullo.

Quienquiera que fuese Morrison Pettigrue, iba a perder con toda seguridad. Su nombre me sonaba remotamente, pero no tenía la menor intención de hurgar para recordar lo que sabía.

– Mucha suerte -le dije con la mejor sonrisa que pude armar.

– ¿Te gustaría acompañarme a un mitin la semana que viene?

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