Charlaine Harris - El club de los muertos

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Solo hay un vampiro con el que Sookie Stackhouse se relaciona, y ese es Bill. Pero desde hace algún tiempo está algo distante: tanto como que se ha ido a otro estado. Eric, su siniestro y atractivo jefe, cree saber dónde encontrarle. Sin pararse a pensarlo, Sookie pone rumbo a la ciudad de Jackson, Misisipi. Allí encontrará el Club de los Muertos, lugar de encuentro un tanto peligroso en el que la elitista sociedad vampírica acude a pasar el rato y engullir un poco de sangre del tipo O. Cuando Sookie sorprenda a Bill en un acto de indisimulable traición, ya no estará segura de si querrá salvarle… o sacar punta a unas cuantas estacas.
Con esta nueva entrega de su saga más exitosa, Harris demuestra que una mezcla casi imposible de vampiros, misterio, romance, intriga y humor puede convertirse en una obra deliciosamente imprescindible.

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– Sí -dijo sin más-. Así ha sido desde que los vampiros llegaron a América. Por supuesto, a lo largo de los años los sistemas han ido cambiando a medida que aumentaba la población. Había muchos menos vampiros en Estados Unidos los primeros doscientos años, puesto que el viaje entrañaba mucho peligro. Era complicado realizar todo el viaje sin un buen suministro de sangre -que habría sido la tripulación del barco, por supuesto-. Y la compra de Luisiana supuso toda una diferencia.

Y tanto que sí. Ahogué otra andanada de risas histéricas.

– ¿Y los reinos se dividen en…?

– Zonas. Antes se llamaban feudos, hasta que decidimos que era un término de lo más anacrónico. Cada zona está a cargo de un sheriff. Como bien sabes, vivimos en la Zona Cinco del reino de Luisiana. Stan, a quien visitaste en Dallas, es el sheriff de la Zona Seis del reino de…, en Texas.

Me imaginé a Eric como el sheriff de Nottingham, y luego, cuando aquello perdió su gracia, como Wyatt Earp. No cabía duda de que estaba con el humor volátil. La verdad es que, físicamente, me sentía bastante mal. Me obligué a reprimir la reacción ante ese dato para centrarme en el problema inmediato.

– Entonces, raptaron a Bill durante el día, ¿acierto? -múltiples asentimientos-. Presenciaron el secuestro algunos humanos que residen en el reino de Misisipi -me encantaba decirlo-, que según lo que me dices están bajo el control del rey vampiro local, ¿verdad?

– Russell Edgington. Sí, viven en su reino, pero algunos me darán información. A un precio.

– ¿El rey no permitirá que los interrogues?

– Aún no se lo hemos pedido. Puede que Bill fuera secuestrado por orden suya.

Aquello suscitó un montón de nuevas preguntas, pero me obligué a seguir centrada.

– ¿Cómo puedo llegar hasta ellos? Suponiendo que quiera hacerlo.

– Hemos pensado en un modo con el que podrías reunir información de los humanos que viven donde Bill fue secuestrado -informó Eric-. No sólo se trata de gente a la que he sobornado para que me digan lo que está pasando allí, sino también de personas asociadas directamente con Russell. Es arriesgado. Tenía que decirte lo que sé para que funcione. Y puede que no quieras. Ya han tratado de localizarte. Por lo que parece, quienquiera que tenga a Bill todavía no tiene mucha información sobre ti. Pero Bill no tardará en hablar. Si sigues por ahí cuando se doblegue, te tendrán servida en bandeja.

– Entonces no me necesitarán -puntualicé-. Si ya lo han doblegado.

– Eso no es necesariamente cierto -dijo Pam. Repitieron ese rollo del intercambio de miradas enigmáticas.

– Contádmelo todo -exigí. Me di cuenta de que Chow se había acabado su sangre, así que me levanté para llevarle otra.

– Según cuenta la gente de Russell Edgington, Betty Jo Pickard, la lugarteniente de Edgington, debía tomar un vuelo para San Luis anoche. Los humanos encargados de llevar su ataúd al aeropuerto cogieron el de Bill, que era idéntico, por error. Cuando llevaron el ataúd al hangar que Anubis Air tiene alquilado, lo dejaron sin vigilancia durante unos diez minutos mientras hacían el papeleo. Dicen que en ese tiempo alguien se llevó el ataúd, que estaba en una especie de carro con ruedas, hacia la parte trasera del hangar, lo cargaron en un camión y se largaron.

– Alguien capaz de penetrar en la seguridad de Anubis -dije con un lastre de duda en la voz. Anubis Air se había creado para transportar vampiros tanto de día como de noche con toda seguridad, incluida una férrea vigilancia de los ataúdes de quienes iban dormidos, como anunciaba a bombo y platillo su carta de presentación publicitaria. Evidentemente, los vampiros no tienen por qué dormir en ataúdes, pero es lo más cómodo para desplazarse. Hubo desafortunados «accidentes» cuando los vampiros trataron de hacer lo mismo con Delta. Algunos fanáticos se las habían arreglado para penetrar en el depósito de equipajes y habían abierto un par de ataúdes con hachas. Northwest había sufrido el mismo problema. El ahorro de dinero había dejado de ser de golpe atractivo para los no muertos, que ahora volaban con Anubis casi exclusivamente.

– Creo que alguien se ha hecho pasar por quien no era, alguien que aparentó ir de parte de Edgington a ojos de los empleados de Anubis, y viceversa. Puede que se llevara a Bill al mismo tiempo que la gente de Edgington se marchaba, de modo que ninguno de los guardias se diera cuenta de nada.

– ¿Es que los empleados de Anubis no exigen ver primero los papeles para dar salida a un ataúd?

– Dicen que los vieron, los de Betty Joe Pickard. Iba de camino a Misuri para negociar un acuerdo comercial con los vampiros de San Luis -por un momento me abstraje, preguntándome con qué demonios comerciarían los vampiros de Misisipi y los de Misuri, y entonces decidí que sencillamente no quería saberlo.

– Además se produjo otro foco de confusión en ese momento -estaba diciendo Pam-. Se declaró un incendio bajo la cola de otro de los aviones de Anubis, lo cual distrajo a los guardas.

– Oh, de esos fortuitos pero aposta.

– Eso opino yo -dijo Chow.

– Y ¿por qué querría nadie llevarse a Bill? -pregunté. Aunque me temía que conocía la respuesta. Esperaba que me dieran cualquier otra razón. Gracias a Dios que Bill se había preparado para ese momento.

– Bill ha estado trabajando en un pequeño proyecto especial -dijo Eric, sin quitarme la mirada de encima-. ¿Sabes algo al respecto?

Más de lo que quería. Menos de lo que debía.

– ¿Qué proyecto? -pregunté. Me he pasado la vida ocultando mis propios pensamientos, y ahora recurría a esa añeja habilidad mía. Una vida dependía de ello.

La mirada de Eric saltó a Pam y a Chow. Ambos lanzaron una especie de señal infinitesimal. Eric volvió a centrarse en mí, y dijo:

– Nos cuesta un poco creerte, Sookie.

– ¿Por qué lo dices? -pregunté, prendiendo un poco de enfado a mi voz. Ante la duda, ataca-. ¿Cuándo demonios le ha expresado sus emociones ninguno de vosotros a un humano? Y no cabe duda de que Bill es uno de los vuestros -dije aquello con toda la rabia que pude acumular.

Volvieron a hacer eso de las miradas fugaces.

– ¿Crees que nos vamos a tragar que Bill no te dijo en qué estaba trabajando?

– Sí, eso creo. Porque no lo hizo -en realidad lo había deducido yo sola, en cierto modo.

– Esto es lo que voy a hacer -declaró Eric finalmente. Me miró desde el otro extremo de la mesa, con unos ojos azules tan duros y fríos como el mármol. Se acabó el rollo del vampiro bueno-. No sé si estás mintiendo o no, lo cual es admirable. Por tu bien espero que me estés diciendo la verdad. Podría torturarte hasta que me la dijeras, o hasta que me asegurara de que la habías dicho desde el principio.

Ay, madre. Tomé aire profundamente, lo exhalé y traté de pensar en una plegaria adecuada. «Dios, no dejes que grite demasiado alto» parecía algo débil y negativa. Además, no había nadie que me pudiera oír, aparte de los vampiros, por muy alto que gritara. Llegado el momento, podía dejarme llevar.

– Pero -prosiguió Eric, pensativo- eso podría dañarte demasiado de cara a la otra parte de mi plan, y la verdad es que no hay mucha diferencia en que sepas o no lo que Bill estaba haciendo a nuestras espaldas.

¿A sus espaldas? Oh, mierda. Y ahora sabía a quién culpar por el hondo aprieto en el que me encontraba. A mi amado y querido Bill Compton.

– Ahí ha reaccionado -observó Pam.

– Pero no como esperaba -dijo Eric lentamente.

– La opción de la tortura no me entusiasma demasiado -estaba metida en tantos problemas que no era capaz de seguir contándolos, y me atenazaba tanto estrés que sentía la cabeza flotar por encima de mi cuerpo-. Y echo de menos a Bill -aunque en ese momento no habría tenido inconveniente en patearle el culo, le echaba de menos. Si tan sólo hubiera podido tener una conversación de diez minutos con él, cuánto mejor preparada habría estado para los días venideros. Las lágrimas recorrieron mi cara. Pero tenían más cosas que decirme; había más cosas que escuchar, quisiera yo o no-. Espero que me digáis por qué Bill me mintió acerca de este viaje, si lo sabéis. Pam habló de malas noticias.

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