– Y ¿qué le has dicho tú? -pregunté con labios tensos.
– Le dije que podía irse a la mierda, disculpa el lenguaje.
– Y ¿cómo te sientes ahora?
– Entumecido. ¿No es una tontería? Pero me la estoy arrancando de raíz. Te dije que lo haría. Tenía que hacerlo. Es como quien es adicto al crack. Es horrible.
Pensé en Lorena.
– A veces -dije, e incluso a mis oídos les sonó triste-, las zorras ganan -Lorena estaba más que muerta entre Bill y yo, pero hablar de Debbie suscitó recuerdos igual de desagradables-. Eh, ¡le dijiste que nos habíamos acostado cuando os peleasteis!
Se mostró profundamente avergonzado, su piel oliva se enrojeció por momentos.
– Me avergüenzo por ello. Sabía que se lo había estado pasando bien con su novio; no dejaba de presumir de ello. Usé tu nombre en vano cuando perdí los estribos. Perdóname.
Podía comprenderlo, por poco que me gustara. Arqueé las cejas para denotar que no era suficiente.
– Vale, fue algo muy ruin. Dobles disculpas y prometo que no volveré a hacerlo nunca.
Asentí. Aquello era aceptable.
– Lamento que tuvierais que salir tan precipitadamente de mi apartamento, pero no quería que os viese a los tres, en vista de las conclusiones que podría haber sacado. Debbie puede enfadarse mucho, y pensé que si te veía con los vampiros, quizá lo encajaría con el rumor de que Russell había perdido a un prisionero y acabara sacando conclusiones. Hubiera sido capaz de llamar a Russell.
– Viva la lealtad entre los licántropos.
– Es una cambiante, no una licántropo -dijo Alcide al momento, y mi sospecha se vio confirmada. Empezaba a creer que Alcide, a pesar de su declarada determinación por mantener su gen licántropo aislado, jamás sería feliz con nadie que no fuese de su especie. Suspiré: traté de que se percibiera como un suspiro agradable y tranquilo. Quizá estuviera equivocada después de todo.
– Al margen de Debbie -dije, agitando la mano para escenificar lo lejos que estaba ella del interés de mi conversación-, alguien mató a Jerry Falcon y lo metió en tu armario. Eso me ha causado a mí (y a ti también) muchos más problemas que la misión original, que era buscar a Bill. ¿Quién haría algo así? Debe de haber sido alguien realmente malicioso.
– O alguien realmente estúpido -dijo Alcide justamente.
– Sé que no fue Bill, porque estaba cautivo. Y juraría que Eric decía la verdad cuando aseguró que él tampoco lo hizo -dudé, detestando tener que volver a sacar el nombre a colación-. Pero ¿qué me dices de Debbie?
Es… -me mordí la lengua para no decir «una auténtica zorra», porque sólo Alcide podía tildarla de tal-. Estaba muy enfadada contigo porque tenías una cita -dije con suavidad-. ¿Crees que sería capaz de meter a Jerry Falcon en tu armario para causarte problemas?
– Debbie es mala y puede causar muchos problemas, pero nunca ha matado a nadie -dijo Alcide-. No tiene las…, las agallas, el valor. La voluntad de matar.
Vale, llamadme maniática.
Alcide debió de leer el desaliento en mi cara.
– Eh, soy un licántropo -dijo, encogiéndose de hombros-. Lo haría si fuese necesario, sobre todo cuando la luna estuviera en el momento adecuado.
– Entonces ¿puede que un compañero de manada se lo cargara, por razones que desconocemos, y decidiera que te culparan a ti? -era otra posibilidad.
– No acaba de encajarme. Otro licántropo habría…, bueno, el cuerpo habría tenido otro aspecto -dijo Alcide, tratando de no entrar en demasiados detalles. Quería decir que el cuerpo habría sido hecho jirones-. Además, creo que habría olido a otro licántropo en él. Aunque en realidad tampoco me acerqué tanto.
Se nos habían agotado las ideas, aunque si hubiese grabado esa conversación y luego la hubiese reproducido, habría dado fácilmente con otro candidato a culpable.
Alcide me dijo que tenía que volver a Shreveport, así que moví las piernas para que pudiera levantarse. Lo hizo, pero luego se arrodilló junto al extremo del sofá para despedirse. Le dije todas esas cosas amables, lo agradable que había sido por facilitarme un techo, lo bien que me había caído su hermana y lo divertido que había sido esconder el cuerpo con él. No, la verdad es que no dije eso, pero se me pasó por la cabeza mientras ejercía la cortesía como me la había enseñado mi abuela.
– Me alegro de haberte conocido -dijo él. Estaba más cerca de mí de lo que había creído, y me dio un pico en los labios a modo de despedida. Pero después del pico, que estuvo bien, volvió para dedicarme una despedida más prolongada. Sus labios eran tan cálidos, y, al cabo de un minuto, su lengua se antojó más cálida si cabe. Giró la cabeza levemente para conseguir un mejor ángulo, y luego volvió al ataque. Su mano derecha planeó sobre mí, buscando un lugar donde posarse que no me produjera demasiado dolor. Finalmente me cubrió la mano izquierda con la suya. Oh, Dios, cómo me lo estaba pasando. Pero sólo mi boca y mi baja pelvis estaban contentas. El resto me dolía. Su mano se deslizó, como si lanzara una pregunta, hasta mi pecho, y yo di un respingo.
– ¡Oh, Dios, te he hecho daño! -dijo. Sus labios parecían henchidos y rojos después del largo beso, y le brillaban los ojos.
Me sentí obligada a disculparme.
– Es que me duele todo -dije.
– ¿Qué te han hecho? -preguntó-. ¿Algo más que unos bofetones en la cara?
Había pensado que mi maltrecha cara era mi problema más serio.
– Ojalá hubiera sido sólo eso -contesté, tratando de sonreír.
Adquirió un aspecto verdaderamente afligido.
– Y aquí estoy yo, enrollándome contigo.
– Bueno, yo tampoco te lo he impedido -dije dócilmente (me dolía todo demasiado como para luchar contra él-. Y tampoco he dicho: «No, señor, ¡cómo se atreve a forzar sus atenciones en mí!».
En cierto modo, Alcide parecía sorprendido.
– Volveré a pasarme pronto -prometió-. Si necesitas algo, llámame -se sacó una tarjeta del bolsillo y la depositó sobre la mesa que había junto al sofá-. Este es mi número del trabajo, y te voy a apuntar mi móvil y el de mi casa en el reverso. Dame el tuyo.
Obediente, le recité los números y él los apuntó en una pequeña libreta negra, no es broma. No tuve fuerzas para hacer el chiste.
Cuando se marchó, la casa se me antojó especialmente vacía. Alcide era tan grande y rebosaba tanta energía (estaba tan vivo), que llenaba amplios espacios con su personalidad y su presencia.
Era un día pensado para hacerme suspirar.
Después de hablar con Jason en el Merlotte's, Arlene se pasó por casa a las cinco y media. Me inspeccionó como si estuviera aguantándose muchos comentarios que realmente deseara hacer, y me calentó una sopa Campbell's. Dejé que se enfriara un poco antes de comerla con mucho cuidado y muy lentamente, y enseguida me sentí mejor. Metió los platos en el lavavajillas y me preguntó si necesitaba que me ayudase con cualquier otra cosa. Pensé en sus hijos esperándola en casa, así que dije que no. Me vino bien ver a Arlene, y saber que estaba luchando consigo misma para no hablar interrumpiendo a los demás, me hizo sentir incluso mejor.
Físicamente, me sentía cada vez más entumecida. Me obligué a levantarme y a caminar un poco (aunque apenas fuera sino a cojear), pero a medida que las magulladuras afloraban en su plenitud y la casa se enfriaba, empecé a sentirme mucho peor. Era en momentos así cuando vivir sola se me hacía tan cuesta arriba: cuando me sentía mal o enferma y no había nadie allí para cuidarme.
Si no me andaba con cuidado, podía caer en la autocompasión.
Me sorprendió que el primer vampiro en llegar al anochecer fuera Pam. Esa noche vestía una especie de camisón negro que le llegaba hasta los pies. Seguro que tenía que trabajar en Fangtasia. Por lo general, Pam detestaba el negro; era una mujer más de tonos pastel. No dejaba de tironearse las mangas de gasa con impaciencia.
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