Charlaine Harris - El club de los muertos

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Solo hay un vampiro con el que Sookie Stackhouse se relaciona, y ese es Bill. Pero desde hace algún tiempo está algo distante: tanto como que se ha ido a otro estado. Eric, su siniestro y atractivo jefe, cree saber dónde encontrarle. Sin pararse a pensarlo, Sookie pone rumbo a la ciudad de Jackson, Misisipi. Allí encontrará el Club de los Muertos, lugar de encuentro un tanto peligroso en el que la elitista sociedad vampírica acude a pasar el rato y engullir un poco de sangre del tipo O. Cuando Sookie sorprenda a Bill en un acto de indisimulable traición, ya no estará segura de si querrá salvarle… o sacar punta a unas cuantas estacas.
Con esta nueva entrega de su saga más exitosa, Harris demuestra que una mezcla casi imposible de vampiros, misterio, romance, intriga y humor puede convertirse en una obra deliciosamente imprescindible.

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Llegué al cuarto de baño del pasillo justo a tiempo.

Vale, sí, había matado a alguien.

Una vez le había hecho daño a alguien que quería matarme, pero nunca me había afectado; bueno, sí, una o dos pesadillas. Pero el horror de clavarle una estaca a la vampira Lorena era algo mucho peor. Ella me habría matado mucho más deprisa, y estoy segura de que no hubiera supuesto ningún tipo de problema para Lorena. Probablemente se habría partido el culo de la risa.

Quizá fuera eso lo que me había afectado tanto. Tras hundirle la estaca, estoy segura de que tuve un momento, un segundo, un latido de tiempo en el que pensé: «Toma ya, zorra». Y fue un placer de lo más puro.

Un par de horas más tarde, descubrí que era la primera hora de la tarde de un lunes. Llamé al móvil de mi hermano y se pasó con mi correo. Cuando abrí la puerta, se quedó ahí de pie durante un buen minuto, mirándome de arriba abajo.

– Si te ha hecho esto, me voy ahora mismo para allá con una antorcha y un mango de escoba afilado -dijo.

– No, no ha sido él.

– Y ¿qué ha pasado con los que te lo han hecho?

– Será mejor que no le des demasiadas vueltas.

– Al menos hace algunas cosas bien.

– No le voy a volver a ver.

– Oh, oh. Ya he oído eso antes.

Tenía razón.

– Por una buena temporada -dije con firmeza.

– Sam dijo que te habías ido con Alcide Herveaux.

– Sam no debió decirte nada.

– Demonios, soy tu hermano. Tengo que saber con quién te vas por ahí.

– Era un asunto de trabajo -dije, tratando de esbozar una tímida sonrisa.

– ¿Vas a meterte a constructora?

– ¿Conoces a Alcide?

– Y ¿quién no, al menos de nombre? Esos Herveaux son bien conocidos. Tipos duros. Currantes. Ricos.

– Es majo.

– ¿No se va a dejar caer más? Me gustaría conocerlo. No quiero pasarme la vida trabajando en una carretera del distrito.

Eso sí que era una novedad para mí.

– La próxima vez que lo vea, te llamaré. No sé si tiene pensado pasar por aquí en breve, pero si es así, serás el primero en saberlo.

– Bien -Jason miró en derredor-. ¿Qué ha sido de la alfombra?

Vi una mancha de sangre en el sofá, más o menos donde Eric se había apoyado. Me senté de modo que mis piernas la taparan.

– ¿La alfombra? Tiré un poco de salsa de tomate encima. Estaba comiendo espaguetis aquí fuera mientras veía la tele.

– ¿La llevaste a la lavandería?

No supe qué contestar. No sabía si eso era lo que los vampiros habían hecho, o si la habían quemado.

– Sí -dije con un titubeo-. Pero dicen que no saben si podrán quitarle la mancha.

– La nueva grava tiene buena pinta.

Me lo quedé mirando con la boca abierta.

– ¿Qué?

El me miró como si estuviese loca.

– La nueva grava del camino. Hicieron un buen trabajo allanándola. No tiene un solo desnivel.

Desterrada la mancha de sangre al olvido, me levanté automáticamente, aunque con cierta dificultad, y miré por la ventana, esta vez a conciencia.

No sólo habían arreglado el camino, sino que había un aparcamiento completamente nuevo delante de la casa. Estaba delimitado con maderos decorativos. La grava era de las caras, de las que se enclava bien y no se desplaza hacia donde uno no quiere. Me tapé la boca con la mano, como calculando lo que aquello habría costado.

– ¿Está así todo el camino, hasta la carretera? -le pregunté a Jason con voz apenas audible.

– Sí. Vi a la cuadrilla de Burgess e Hijos cuando pasé antes -dijo con lentitud-. ¿Es que no les llamaste tú?

Negué con la cabeza.

– Joder, ¿lo han hecho por error? -Jason, que es de ira fácil, empezó a ponerse rojo-. Llamaré a ese Randy Burgess y le patearé el trasero. ¡Ni se te ocurra pagar la factura! Esta es la nota que había pegada en la puerta -Jason se sacó un recibo doblado del bolsillo delantero-. Lo siento, iba a dártela cuando te vi la cara.

Desdoblé la hoja amarilla y leí la nota: «Sookie: el señor Northman dijo que no llamara a la puerta, así que te dejo esta nota. Puede que la necesites si queda algún defecto. No dudes en llamarnos. Randy».

– Está pagada -dije, y Jason se calmó un poco.

– ¿Tu novio? ¿Tu ex?

Recordé que le grité a Eric el asunto de mi camino.

– No -dije-. Otra persona -me pillé a mí misma deseando que esa persona hubiera sido Bill.

– Estás haciendo muchos amigos estos días -dijo Jason. No me estaba juzgando, tal como me esperaba, sino que había sido lo bastante avispado como para saber que no me podía tirar muchas chinas.

– Pues no -dije llanamente.

Se me quedó mirando por un momento. Me encontré con su mirada.

– Vale -dijo lentamente-. Entonces alguien te debe un gran favor.

– Eso estaría más cerca de la verdad -dije, y me pregunté si estaba siendo sincera-. Gracias por guardarme el correo, mi gran héroe. Necesito meterme otra vez en la cama.

– De acuerdo. ¿Quieres ir al médico?

Negué con la cabeza. No podría con una sala de espera.

– Pues no dudes en llamarme si necesitas que te haga la compra.

– Gracias -dije otra vez, con más ánimo-. Eres un buen hermano-para sorpresa de ambos, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Me rodeó torpemente con el brazo y me obligué a mantener la sonrisa en la cara en vez de hacer una mueca por el dolor.

– Vuelve a la cama, hermana-dijo, cerrando con cuidado la puerta tras de sí. Me di cuenta de que se quedó parado en el porche durante un largo minuto, contemplando toda esa grava de gran calidad. Luego, meneó la cabeza y volvió a su camioneta, siempre limpia y brillante, con sus llamas turquesas y rosas resaltando contra la pintura negra que cubría el resto de la carrocería.

Puse un poco la televisión. Traté de comer algo, pero la cara me dolía demasiado. Me sentí afortunada cuando descubrí que tenía algo de yogur en la nevera.

A eso de las tres, una gran camioneta se acercó por el camino. Alcide se apeó con mi maleta. Llamó a la puerta con suavidad.

Quizá se habría sentido mejor si no hubiese respondido, pero pensé que no era asunto mío procurar su felicidad, y abrí la puerta.

– Oh, Dios santo -dijo, sin ánimo de irreverencia, cuando me vio.

– Pasa -le ofrecí, con un dolor que casi me impedía mover las mandíbulas. Sabía que le había dicho a Jason que lo llamaría si aparecía Alcide; pero nosotros teníamos que hablar antes.

Entró y se quedó de pie, mirándome. Finalmente, llevó la maleta a mi habitación, me preparó un gran vaso de té helado con una pajita y lo depositó sobre la mesa junto al sofá. Los ojos se me llenaron de lágrimas. No todo el mundo se habría dado cuenta de que una bebida caliente habría empeorado el dolor.

– Cuéntame lo que ha pasado, cielo -dijo, sentándose en el sofá a mi lado-. Venga, levanta los pies mientras me lo cuentas -me ayudó a recostarme de lado y posó mis piernas sobre su regazo. Tenía un montón de almohadas a la espalda, y me sentí cómoda, o tan cómoda como podría estar durante un par de días.

Se lo conté todo.

– Entonces ¿crees que vendrán a por mí en Shreveport? -preguntó. No parecía culparme por echarle encima todos esos problemas, lo cual había esperado, al menos en parte.

Meneé la cabeza, impotente.

– No lo sé. Ojalá supiéramos lo que ocurrió de verdad. Quizá eso nos los quitaría de encima.

– Los licántropos son asombrosamente leales -dijo Alcide.

– Lo sé -dije, cogiéndole de la mano.

Los ojos verdes de Alcide me miraron fijamente.

– Debbie me ha pedido que te mate -dijo.

Por un momento, sentí un escalofrío recorrerme hasta el tuétano.

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