– ¿Qué son estos hombres? -me preguntó Eric.
Cerré los ojos y me concentré.
– Nada -dije-. No son nada.
No eran cambiantes, ni licántropos, ni nada. Apenas eran seres humanos, en mi opinión. Pero nadie me había nombrado Dios para determinar esas cosas.
– Tenemos que largarnos de aquí -dijo Eric, algo con lo que convine de todo corazón. Lo último que me apetecía era pasar la noche en una comisaría de policía, y para Eric eso era imposible. No había ninguna celda para vampiro antes de Shreveport. Cómo iba a haberla, si la comisaría de Bon Temps acababa de terminar sus reformas para el acceso de minusválidos…
Eric miró a los ojos de Sonny.
– No hemos estado aquí -dijo-. Ni esta señorita, ni yo.
– Sólo el chico-convino Sonny.
Una vez más, el otro atracador trató de mantener los ojos cerrados con todas sus fuerzas, pero Eric le sopló a la cara y, como haría un perro, el hombre abrió los ojos y trató de apartarse. Eric lo enfiló en un segundo y repitió el proceso.
Luego se volvió hacia el encargado y le pasó la escopeta.
– Creo que es tuya -dijo.
– Gracias -dijo el chico, con la mirada clavada en el cañón del arma. Apuntó a los atracadores-. Sé que no habéis estado aquí -gruñó, manteniendo la mirada al frente-. No le diré nada a la poli.
Eric depositó cuarenta dólares sobre el mostrador.
– Por la gasolina -explicó-. Sookie, larguémonos.
– Un Lincoln con un agujero en el maletero es muy llamativo -dijo el chico.
– Tiene razón -me estaba abrochando el cinturón y Eric estaba acelerando cuando empezamos a escuchar sirenas, no demasiado lejos.
– Debí haber cogido la camioneta -dijo Eric. Parecía contento con nuestra aventura, ahora que se había terminado.
– ¿Cómo está tu cara?
– Va mejorando.
Las heridas apenas eran ya perceptibles.
– ¿Qué pasó? -le pregunté, esperando que no fuese un tema demasiado escabroso.
Me miró de soslayo. Ahora que habíamos vuelto a la interestatal, habíamos reducido la velocidad por debajo del límite para que los coches patrulla que se acercaran a la gasolinera no creyeran que estábamos huyendo.
– Mientras satisfacías tus humanas necesidades en los aseos -dijo-, terminé de rellenar el tanque. Acababa de recolocar la bomba y ya casi estaba en la puerta cuando esos dos salieron de su camioneta y me echaron la red encima. Resultó muy humillante que consiguieran hacerlo, dos capullos con una red.
– Debías de tener la cabeza en otra parte.
– Sí -dijo escuetamente-. Así era.
– Y ¿qué pasó luego? -pregunté, cuando parecía que no iba a añadir nada más.
– El más pesado me golpeó con la culata de su arma, y me llevó un tiempo recuperarme -dijo Eric.
– Vi la sangre.
Se tocó por detrás de la cabeza.
– Sí, sangré. Tras aclimatarme al dolor, agarré una esquina de la red, sujeta al parachoques de la camioneta, y logré deshacerme de ella. Fue una chapuza por su parte, igual que el atraco. Si hubieran atado la red con cadenas de plata, el resultado habría sido distinto.
– Entonces ¿te liberaste?
– El golpe de la cabeza fue más problemático de lo que pensé en un primer momento -dijo Eric rígidamente-, así que fui a la parte de atrás de la tienda, donde estaba el grifo de agua. Entonces escuché que alguien salía por la puerta trasera. Cuando me recuperé, seguí los sonidos y te encontré -tras un largo momento de silencio, Eric me preguntó lo que había pasado en la tienda.
– Me confundieron con la otra mujer que entró en la tienda al mismo tiempo que yo iba al servicio -le expliqué-. No parecían estar seguros de que me encontrara dentro, y el encargado les dijo que sólo había entrado una mujer y que se había ido. Supe que guardaba una escopeta en su camioneta; ya sabes, lo «oí» en su mente, así que fui y la cogí. Les saboteé la suya y empecé a buscarte, porque imaginaba que algo te había pasado.
– Entonces ¿planeaste salvarnos a mí y al encargado, a los dos?
– Pues…, sí -no comprendía el extraño tono de su voz-. Tampoco tuve la impresión de tener muchas más opciones.
Los verdugones ahora no eran más que líneas rosas.
El silencio aún parecía cargado. Estábamos ya a cuarenta minutos de casa. Traté de dejar las cosas como estaban, pero no pude.
– Parece que haya algo que no te haga muy feliz -le dije con tono afilado. Mi temperamento amenazaba con desbordarse. Sabía que me estaba metiendo en la dirección equivocada de la conversación; sabía que tenía que contentarme con el silencio, por muy cargado que estuviese.
Eric cogió la salida de Bon Temps y viró hacia el sur.
A veces, en lugar de transitar por la carretera menos usada, optas por la más machacada.
– ¿Pasa algo por que os quisiera rescatar a los dos? -estábamos cruzando Bon Temps. Eric giró al este después de pasar junto a unos edificios de la avenida principal, que fueron desapareciendo a medida que avanzábamos. Pasamos por el Merlotte's, que seguía abierto. Volvimos a girar hacia el sur por una pequeña carretera del distrito. Poco después, estábamos rebotando por el camino que llevaba a mi casa.
Eric se detuvo y apagó el motor.
– Sí -dijo-. Pasa algo. Y ¿por qué demonios no has hecho que arreglen el camino de entrada a tu casa?
La tensión que se había ido acumulando entre los dos estalló. Estuve fuera del coche en un abrir y cerrar de ojos, igual que él. Nos lanzamos miradas por encima del techo del Lincoln, aunque yo apenas levantaba la cabeza sobre él. Rodeé el coche a grandes zancadas, hasta que estuve justo delante de Eric.
– ¡Porque no me lo puedo permitir, por eso! ¡No tengo dinero! ¡Y todos venís pidiéndome que pierda tiempo de mi trabajo para haceros recados! ¡No puedo! ¡Ya no puedo más! -chillé-. ¡Abandono!
Eric se quedó mirándome durante un largo instante. Mi pecho se agitaba con fuerza bajo la chaqueta robada. Algo me pareció extraño, algo me incordiaba acerca del aspecto de mi casa, pero estaba demasiado airada como para preocuparme.
– Bill… -comenzó Eric con cautela, y aquello me encendió como a un cohete.
– Bill se está dejando todo el dinero en los malditos Bellefleur -dije, esta vez con un tono tan bajo como venenoso, aunque no menos sincero-. Ni se le ocurre ofrecerme dinero. Aunque ¿cómo iba a aceptarlo? Me convertiría en una mujer mantenida, y no soy su puta, soy… Era su novia.
Tomé una estremecida bocanada de aire, tristemente consciente de que iba a romper a llorar. En lugar de ello, hubiera sido mejor volver a perder los papeles. Lo intenté.
– Y ¿a ti por qué te ha dado por decirle a la gente que soy tu…tu amante? ¿De dónde te has sacado eso?
– ¿Qué ha pasado con el dinero que ganaste en Dallas? -preguntó Eric, cogiéndome completamente por sorpresa.
– Con él pagué los impuestos de la casa.
– ¿No pensaste que si me decías dónde guardaba Bill su programa, te habría dado lo que me hubieras pedido? ¿No pensaste que Russell te habría pagado una fortuna?
Me sentí tan ofendida que me tragué el aliento. No sabía por dónde empezar.
– Veo que no pensaste en esas cosas.
– Oh, claro, soy una monjita de la caridad -lo cierto es que nada de eso se me había ocurrido, y casi lamentaba que así hubiera sido. Temblaba de la rabia, y todo mi sentido común se estaba yendo por el sumidero. Pude sentir la presencia de otras mentes cerca, y la idea de que hubiera un intruso en mi casa me enfureció más aún. La parte racional de mi mente estaba estrujada bajo el peso de mi ira.
– Hay alguien esperando en mi casa, Eric -me di la vuelta y subí a zancadas hacia mi porche y encontré la llave que había escondido bajo la mecedora que tanto le había gustado a mi abuela. Ignorando todo lo que mi cerebro trataba de decirme, incluso el comienzo de un grito de Eric, abrí la puerta y fui golpeada por una tonelada de ladrillos.
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