Charlaine Harris - El Día del Juicio Mortal

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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso.
El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

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Abrí la puerta y tuve que alzar la vista. Khan medía alrededor de uno ochenta y tres, llevaba el pelo rapado, reducido a un manto que recordaba los pinchos de un erizo. Llevaba unas gafas de sol que le conferían un aspecto a lo Blade , pensé. Su tez era marrón dorada, como el tono de las galletas de chocolate. Al quitarse las gafas, comprobé que el color de sus ojos equivalía al corazón de chocolate de la galleta. Y ésa era la única cosa remotamente dulce de su aspecto. Inspiré con fuerza y capté el olor de algo salvaje. Noté que mi familia feérica descendía las escaleras a mi espalda.

– ¿Señor Khan? -dije educadamente-. Pase, por favor. Me llamo Sookie Stackhouse y ellos son Claude y Dermot. -Por la expresión ávida de Claude, no era la única que había pensado en las galletas de chocolate. Dermot sólo parecía cansado.

Mustafá Khan les echó una ojeada y los descartó, lo cual demostraba que no era tan avispado como hubiera podido esperarse, o sencillamente que no los consideró parte de su encargo.

– He venido a por el coche de Eric -dijo.

– ¿Querría pasar un momento? He hecho café.

– Oh, bien -murmuró Dermot, saliendo disparado hacia la cocina. Lo oí hablando con alguien, así que deduje que Amelia o Bob ya estaban en circulación. Bien. Quería tener unas palabras con mi amiga Amelia.

– No bebo café -declaró Mustafá-. No tomo estimulantes de ningún tipo.

– Entonces ¿querría un vaso de agua?

– No. Querría volver a Shreveport. Tengo una larga lista de tareas pendientes para el señor Cadáver Altivo Todopoderoso.

– ¿Cómo es que aceptó el trabajo si tiene una opinión tan pobre de Eric?

– No es mal tipo para ser un vampiro -gruñó Mustafá-. Bubba también es un tío legal. ¿El resto? -Escupió. Sutil, pero capté la idea.

– ¿Quién le acompaña? -pregunté, inclinando la cabeza hacia la Harley.

– Es usted muy curiosa -dijo.

– Ajá. -Volví a mirarlo directamente, sin dar un paso atrás.

– Ven aquí un momento, Warren -llamó Mustafá, y el pequeño hombre descendió de la moto y se nos acercó.

Warren mediría uno setenta y cuatro, era pálido, pecoso y le faltaban algunos dientes. Pero cuando se quitó las gafas de motorista, resultó que sus ojos eran claros y serenos y no vi ninguna marca de colmillos en su cuello.

– Señorita -dijo con educación.

Volví a presentarme. Era interesante que Mustafá tuviera un amigo de verdad, un amigo del que no quería que nadie (bueno, yo) supiera nada. Mientras Warren y yo intercambiábamos comentarios sobre el tiempo, el musculoso licántropo pasó un mal rato intentando contener su impaciencia. Claude desapareció, aburrido por Warren, perdida la esperanza de interesar a Mustafá.

– ¿Cuánto tiempo llevas en Shreveport, Warren?

– Oh, Dios mío, he vivido allí toda la vida -respondió Warren-. Salvo cuando estuve en el ejército. Pasé allí quince años.

No había costado nada sacar información de Warren, pero Eric quería que comprobase a Mustafá. Pero hasta ahora el aspirante a Blade no estaba colaborando. La puerta no era el mejor lugar para mantener una conversación relajada. En fin.

– ¿Mustafá y tú os conocéis desde hace mucho tiempo?

– Pocos meses -explicó Warren, echando una mirada al hombre más alto.

– ¿Qué es esto? ¿El juego de las veinte preguntas?

Le toqué el brazo, que era como tocar una rama de roble.

– KeShawn Johnson -dije pensativa tras hurgar un poco en su mente-. ¿Por qué te cambiaste el nombre?

Se puso rígido y tensó la boca.

– Me he reinventado -contestó-. No soy un esclavo de las malas costumbres llamado KeShawn. Soy Mustafá Khan, y soy dueño de mí mismo. Me pertenezco sólo a mí.

– Muy bien -acepté, esforzándome para parecer agradable-. Encantada de conocerte, Mustafá. Que Warren y tú tengáis un buen viaje de vuelta a Shreveport.

Había averiguado todo lo posible por ese día. Si Mustafá iba a rondar a Eric durante un tiempo, ya iría captando retazos de su mente para unirlos más tarde y hacerme una imagen completa. Por extraño que pareciera, me sentí mejor con Mustafá después de conocer a Warren. Estaba convencida de que Warren lo debía de haber pasado muy mal y debía de haber cometido actos reprobables, pero también pensaba que, en esencia, era un tipo de fiar. Sospeché que lo mismo podría decirse de Mustafá.

Tenía ganas de esperar y ver.

A Bubba le caía bien, pero eso no tenía por qué bastar. A fin de cuentas, Bubba bebía sangre de gato.

Me alejé de la puerta, afianzándome para afrontar mi siguiente tanda de problemas. Encontré a Claude y a Dermot cocinando. Dermot había encontrado en la nevera un tarro cilíndrico de galletas Pillsbury. Había abierto el bote y había echado las galletas sobre la bandeja del horno. También había precalentado el horno. Claude estaba preparando unos huevos, lo cual no dejó de asombrarme. Amelia estaba sacando los platos y Bob estaba sentado a la mesa.

Odiaba interrumpir una escena tan doméstica.

– Amelia -dije. Se había estado concentrando sospechosamente en los platos. Alzó la cabeza a toda prisa, como si hubiese oído el disparo de una escopeta. Crucé la mirada con ella. Culpable, culpable, culpable-. Claude -proseguí con más sequedad en el tono, y me miró por encima del hombro y sonrió. Ahí no había culpabilidad. Dermot y Bob simplemente parecían resignados-. Amelia, le has contado mis cosas a un licántropo -remarqué-. No a cualquiera, sino al líder de la manada de Shreveport.

Y estoy segura de que lo hiciste adrede.

Amelia se ruborizó.

– Sookie, pensé que con el vínculo roto, quizá querrías que alguien más estuviese al tanto, y hablaste de Alcide, así que cuando lo vi, pensé que…

– Fuiste allí a propósito para asegurarte de que lo supiera -continué de forma implacable-. Si no, ¿por qué escoger ese bar de entre todos los que hay? -Bob parecía a punto de decir algo, pero alcé mi dedo índice y lo señalé. Desistió-. Me dijiste que iríais al cine en Clarice. No a un bar de licántropos en la dirección contraria. -Tras acabar con Amelia, me dirigí al otro culpable-. Claude -repetí, y su espalda se puso tiesa, si bien no dejó de cocinar los huevos-. Has dejado entrar a alguien en casa, en mi casa, sin estar yo, y no contento con eso, le has permitido meterse en mi cama. Eso es imperdonable. ¿Por qué me has hecho algo así?

Claude apartó cuidadosamente la sartén del fuego y lo apagó.

– Me parecía un tipo agradable -contestó-. Y pensé que, por una vez, te apetecería hacer el amor con alguien que aún conserve el pulso.

Sentí que algo saltaba en mi interior.

– Vale -dije con voz muy controlada-. Escuchadme. Me voy a mi habitación. Comed el desayuno que estáis preparando, haced vuestras maletas y marchaos. Todos. – Amelia se puso a llorar, pero no pensaba ablandar mi postura. Estaba sumamente enfadada. Miré el reloj de la pared -. Quiero esta casa vacía en cuarenta y cinco minutos.

Me fui a mi habitación, cerrando la puerta con exquisita suavidad. Me tumbé en la cama e intenté leer un poco. Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta. Lo ignoré. Tenía que mostrarme resuelta. Las personas que vivían en mi casa me habían hecho cosas que sabían condenadamente bien que no debían, y tenían que saber que no iba a tolerar tales intromisiones, por muy bienintencionadas (Amelia) o picaras (Claude) que fuesen. Hundí la cara entre las manos. No era fácil mantener el nivel de indignación, sobre todo habida cuenta de que no estaba acostumbrada, pero sabía que ceder a mi impulso de abrir la puerta y dejar que se quedasen no traería nada bueno.

Al tratar de imaginarme haciéndolo, me sentí tan mal que supe que su marcha era lo que más genuinamente deseaba.

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