A pesar de la ansiedad, miré el indicador de combustible y me di cuenta de que tenía que repostar. Mientras el surtidor hacía lo suyo, salí de debajo de la cubierta de la gasolinera Grabbit Kwik para echar un vistazo al cielo. Ojalá hubiese puesto el canal del tiempo esa mañana.
El viento arreciaba, arrastrando fragmentos de todo tipo por el aparcamiento. El aire era tan denso y húmedo que el pavimento desprendía olor. Cuando el surtidor se detuvo, me alegró poder colgar la manguera a toda prisa y meterme en el coche. Vi a Tara de paso, quien miró hacia mí y me saludó con la mano. Al verla, pensé en la fiesta y en sus bebés con una pizca de culpabilidad. A pesar de tenerlo todo dispuesto para la fiesta, no había pensado en ella durante toda la semana, ¡y ya sólo quedaban dos días! ¿Debería pensar más en la ocasión social que en mi plan de asesinato?
En momentos así mi vida parecía… compleja. Unas pocas gotas se estrellaron contra el parabrisas cuando salía de la gasolinera. Esperaba tener suficiente leche para el desayuno, porque no había comprobado las existencias antes de salir. ¿Me quedaba sangre embotellada para ofrecer a los vampiros? Por si las moscas, hice una parada en Piggly Wiggly y compré algunas. Aproveché y también compré leche. Y algo de beicon. Hacía mil años que no me tomaba un bocadillo de beicon, y Terry Bellefleur me había regalado unos tomates frescos.
Coloqué las bolsas en el asiento del copiloto y me precipité detrás, ya que el cielo rompió a llover con toda su furia sin previo aviso. Tenía la espalda empapada y la coleta pegada a la nuca. Rescaté del asiento trasero mi paraguas. Era el viejo paraguas que usaba mi abuela cuando iba a verme jugar a softball. Se me escapó una sonrisa al ver sus difuminadas franjas negras, verdes y cereza.
Hice el resto del camino a casa conduciendo lenta y cuidadosamente. La lluvia se estrellaba en el coche y rebotaba en la calzada como si estuviese formada de taladros en miniatura. Los faros apenas lograban hendir la espesa capa de agua y oscuridad. Miré el reloj del salpicadero. Eran pasadas las siete. Tenía mucho tiempo antes de la reunión del Comité para el Asesinato de Victor, pero sería todo un alivio poner el pie en casa. Sopesé mentalmente el trecho que tendría que cubrir desde el coche hasta la puerta. Si Dermot ya se había ido, habría dejado la puerta trasera cerrada con llave. Estaría totalmente expuesta a la lluvia mientras me peleaba con las llaves y las dos pesadas bolsas con leche y sangre. No era la primera vez (ni sería la última) que pensaba en gastar mis ahorros -el dinero que había recibido de Claudine y la menguada suma de la herencia de Hadley (Remy no había llamado, así que asumí que iba en serio con su rechazo del dinero) – para construir un cobertizo para el coche comunicado con la casa.
Pensaba en cómo situar esa estructura, imaginando cuánto costaría su construcción, mientras aparcaba detrás de la casa. ¡Pobre Dermot! Al pedirle que pasara la noche fuera, lo había condenado a una penosa y húmeda estancia en el bosque. O al menos eso pensaba yo. Las hadas tienen una escala de valores muy distinta a la mía. Quizá podría prestarle mi coche para que se fuese a casa de Jason.
Oteé a través del parabrisas buscando una luz en la cocina que delatase la presencia de Dermot.
Pero la mosquitera permanecía abierta sobre los peldaños. No pude ver bien si la propia puerta también lo estaba.
Mi primera reacción fue de indignación. «Dermot es un desastre -pensé-. Quizá debí pedirle que se fuese también». Pero entonces me lo pensé de nuevo. Dermot nunca había sido descuidado, y no tenía razón alguna para pensar que hoy iba a empezar a serlo. Quizá, en vez de irritada, debía sentirme preocupada.
Quizá debía hacerle caso a esa alarma que se empeñaba en sonar en mi mente.
¿Sabéis lo que sería inteligente? Dar marcha atrás y salir de allí. Aparté la mirada de la ominosa puerta abierta. Si dudarlo más, puse marcha atrás y empecé a retroceder. Giré el volante y me dispuse a salir a toda prisa por el camino.
Un árbol joven de respetable tamaño se precipitó en ese momento sobre la grava.
Sabía distinguir una trampa cuando la veía.
Apagué el motor y abrí la puerta precipitadamente. Mientras me debatía para salir del coche, una figura apareció entre los árboles y se lanzó en mi persecución. La única arma que llevaba encima era el bidón de leche que acababa de comprar. Aferré las asas de la bolsa de plástico y la alcé sobre mi cabeza. Para mi propio asombro, di de lleno a la figura y la leche se derramó por todas partes. Por absurdo que parezca, sentí un acceso de furia por el derroche, pero a continuación salí corriendo como pude hacia los árboles, escurriéndome sobre la hierba mojada. Gracias a Dios que llevaba las zapatillas deportivas. Corrí para salvar la vida. Puede que mi agresor estuviese algo noqueado, pero no seguiría así siempre, y quizá hubiese más de uno. Estaba segura de haber captado un atisbo de movimiento en mi periferia visual.
No estaba segura de si mis emboscadores pretendían matarme, pero lo que estaba claro era que no iban a invitarme a echar una partida al Monopoly.
Me estaba calando cada segundo que pasaba bajo la lluvia y merced al agua que removía de los arbustos a medida que me iba adentrando en el bosque. Si sobrevivía a ésa, me juré que volvería a correr en la pista de carreras del instituto, ya que el aliento me quemaba cada vez que salía y entraba en mis pulmones. La vegetación veraniega era densa y las enredaderas se extendían por doquier. Aún no me había caído, pero sólo era cuestión de tiempo.
Intentaba pensar en algo con todas mis fuerzas -sería ideal-, pero era incapaz de centrarme. Corre y escóndete, corre y escóndete, era todo lo que mi mente podía inspirarme. Si mis perseguidores eran licántropos, todo había terminado, ya que podrían rastrearme sin problemas aun en su forma humana, si bien la lluvia podría atrasarlos un poco.
No podían ser vampiros. El sol aún no se había ocultado.
Las hadas habrían sido mucho más sutiles.
Humanos, pues. Evité penetrar en el cementerio, ya que me habrían localizado muy fácilmente en terreno abierto.
Oí ruidos en el bosque, a mi espalda, así que corrí hacia el único santuario que aún podía ofrecerme un escondite. La casa de Bill.
No tenía tiempo suficiente para escalar un árbol. Tenía la sensación de que había saltado fuera de mi coche hacía una hora. ¡Mi bolso, mi teléfono! ¿Por qué no había cogido el teléfono? Podía ver con toda claridad mi bolso posado sobre el asiento del copiloto. Mierda.
Ahora corría cuesta arriba, así que me quedaba menos. Me detuve a recuperar el aliento junto a un enorme roble, a unos diez metros del porche de Bill. Asomé la cabeza para echar un vistazo. Allí estaba la casa de Bill, oscura y silenciosa bajo la copiosa lluvia. Mientras Judith estuvo residiendo allí, un día dejé mi copia de sus llaves en el buzón. Me pareció lo más correcto. Pero esa noche me había dejado un mensaje en el contestador diciéndome dónde había dejado las llaves de reserva. Jamás nos habíamos intercambiado una palabra al respecto.
Me arrastré hasta el porche, encontré la llave pegada con cinta bajo el apoyabrazos de una silla de exterior de madera y abrí la puerta principal. Me temblaban tanto las manos que me sorprendió dar con la cerradura a la primera y que no se me cayesen. Iba a entrar cuando pensé: «Huellas». Dejaría huellas por todas partes si entraba. Sería como dejar miguitas de pan para que me siguieran el rastro. Me acuclillé junto a la barandilla del porche, me quité la ropa y el calzado y los escondí tras una tupida azalea que rodeaba la casa. Retorcí mi coleta para retirar el exceso de agua. Me sacudí secamente, como un perro, para desprenderme de toda el agua posible. Y entonces penetré en la tranquila penumbra de la residencia Compton. Aunque no había tenido tiempo de, detenerme a pensarlo demasiado, se me hacía un poco extraño estar en el vestíbulo de la casa desnuda.
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