Charlaine Harris - El Día del Juicio Mortal

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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso.
El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

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– Me alegra que estemos en la misma onda -dijo para mi alivio. Pero no me sentía especialmente cómoda. Puede que estuviésemos en la misma onda, pero no me satisfacía nada emitirla.

La primavera estaba dando paso al verano y el día era precioso. Intenté disfrutarlo al máximo de camino a Monroe, pero mi éxito fue limitado.

Mi primo Claude era el dueño del Hooligans, un club de striptease junto a la Interestatal, a las afueras de Monroe. Durante cinco noches a la semana, exhibía los típicos números de ese tipo de establecimientos. Cerraban los lunes. Pero los jueves por la noche estaban reservados a las mujeres, y era cuando el propio Claude actuaba. Por supuesto, no era el único stripper que salía al escenario.

Solían acompañarlo al menos otros tres que se rotaban bastante regularmente, y solían contar también con un artista invitado. Existía todo un circuito de strippers masculinos, según me dijo mi primo.

– ¿Has venido alguna vez a verlo? -preguntó Sam mientras aparcaba en la puerta trasera.

No era la primera persona que me lo preguntaba. Empezaba a pensar que me pasaba algo malo por no sentir la urgencia de salir corriendo a Monroe para ver a un puñado de tíos desnudos.

– No. He visto a Claude desnudo, pero nunca vengo a verlo profesionalmente. He oído decir que es bueno.

– ¿Desnudo? ¿En tu casa?

– La modestia no es una de las cualidades de Claude -señalé.

Sam parecía tan molesto como desconcertado, a pesar de su anterior advertencia de que las hadas no consideraban a los familiares fuera de los límites del apetito sexual.

– ¿Y Dermot? -preguntó.

– ¿Dermot? No creo que haga striptease -dije, confusa.

– Quiero decir que si va por casa en cueros.

– No -respondí-. Eso parece más cosa de Claude.

Tampoco pasaría nada si Dermot lo hiciese; se parece mucho a Jason.

– Eso no está bien -murmuró Sam-. Claude tiene que aprender a mantenerse con los pantalones puestos.

– Ya me he encargado de ello. -El tono de mi voz pretendía recordar a Sam que no era un problema del que él tuviera que preocuparse.

Era un día laborable, así que el local no abriría hasta las cuatro de la tarde. Era la primera vez que estaba en el Hooligans, pero se parecía a cualquier otro club pequeño, situado junto a un aparcamiento de buenas dimensiones, paredes azul eléctrico y llamativo cartel rosa. Los lugares donde se vende alcohol o carne siempre parecen un poco más tristes de día, ¿no? El único otro negocio cerca del Hooligans, ahora que miraba, era una tienda de licores.

Claude me dijo lo que debía hacer en caso de ir. La señal secreta era llamar cuatro veces, a intervalos regulares. Una vez hecho, perdí la mirada en la lejanía. El sol golpeaba el aparcamiento con apenas una pista del calor que estaba por venir. Sam se removía incómodamente de un pie a otro. Tras unos segundos, la puerta se abrió.

Sonreí y saludé automáticamente antes de poner un pie en el vestíbulo. Fue toda una conmoción comprobar que el portero no era humano. Me quedé petrificada.

Di por sentado que Claude y Dermot eran las únicas hadas que habían permanecido en la América moderna después de que mi bisabuelo se llevara a todos los suyos a su propia dimensión, o mundo, o comoquiera que lo llamasen, y cerrase la puerta. Aunque también sabía que Niall y Claude se comunicaban ocasionalmente, ya que había recibido una carta de mi bisabuelo de la mano de Claude. Pero me había refrenado deliberadamente de formular muchas preguntas. Mis experiencias con mi familia feérica, con todas las hadas, habían sido tanto maravillosas como horribles… pero, hacia el final, esas experiencias se habían decantado hacia el lado horrible de la balanza.

El portero estaba tan desconcertado al verme como yo a él. No era un hada, pero sí que pertenecía a la familia feérica. Había conocido hadas que se habían afilado los dientes para adoptar el aspecto habitual de esas criaturas: un par de centímetros, puntiagudos y ligeramente curvados hacia el interior. Las orejas del portero no eran puntiagudas, pero no creía que fuesen más cortas y redondas que las de un humano a causa de la cirugía. El efecto alienígena quedaba matizado por la densa mata de fino pelo, que era de un rico castaño rojizo y suave, de unos cinco centímetros de largo y que le cubría toda la cabeza. El efecto era más el del pelaje de un animal que un estilo de cabello.

– ¿Qué eres? -nos preguntamos simultáneamente.

Habría sido gracioso en otro universo.

– ¿Qué está pasando? -me dijo Sam por detrás, y di un respingo. Acabé de entrar en el club con Sam pisándome los talones y la pesada puerta de metal se cerró detrás de nosotros. Tras la luz casi cegadora del sol, los alargados tubos fluorescentes que iluminaban el vestíbulo se me hacían tristemente tenues.

– Me llamo Sookie -me presenté para romper el incómodo silencio.

– ¿Qué eres? -volvió a preguntar la criatura. Estábamos tontamente en medio de ese estrecho pasillo.

Dermot asomó por una puerta.

– Hola, Sookie -saludó-. Veo que has conocido a Bellenos. -Salió al pasillo y reparó en mi expresión-. ¿Nunca habías visto un elfo antes?

– Pues yo no, gracias por preguntar -murmuró Sam. Como él estaba más familiarizado con el mundo sobrenatural que yo, supuse que los elfos eran una especie muy escasa.

Tenía muchas preguntas que hacer sobre la presencia de Bellenos, pero no estaba segura de tener derecho a formularlas, especialmente después de la metedura de pata con Sam.

– Lo siento, Bellenos. Una vez conocí a un semi-elfo con los dientes como los tuyos. Más bien conozco hadas que se afilan los dientes para que se parezcan a los tuyos. Un placer -dije con tremendo esfuerzo -. Éste es mi amigo Sam.

Sam estrechó la mano de Bellenos. Los dos eran de la misma complexión y altura, pero me di cuenta de que los alargados ojos de Bellenos eran marrón oscuro, a juego con las pecas de mi piel blanquecina. Esos ojos estaban curiosamente distantes entre sí, o quizá era que su rostro se ensanchaba a la altura de los pómulos más de lo normal. El elfo sonrió a Sam y pude atisbar de nuevo sus dientes. Sentí un escalofrío y aparté la mirada.

Vi un amplio vestuario a través de una puerta abierta. Había un mostrador alargado que discurría a lo largo de toda una pared, paralelamente a un gran espejo iluminado. El mostrador estaba atestado de cosméticos, brochas de maquillaje, secadores, rizadores y planchas para el pelo, piezas de disfraz, hojas de afeitar, un par de revistas, pelucas, teléfonos móviles…, los variados residuos de gente cuyo trabajo depende de la apariencia personal. Había algunos taburetes altos dispuestos sin demasiado orden por toda la sala, así como bolsas de mano y zapatos por todas partes.

– Venid a mi despacho -llamó Dermot desde el fondo del pasillo.

Cruzamos el pasillo y entramos en una estancia pequeña. Para mi relativa decepción, el exótico y atractivo Claude tenía un despacho de lo más prosaico: estrecho, atestado y sin ventanas. Claude tenía una secretaria, una mujer vestida con un traje de JCPenny. No podía haber escogido un atuendo menos congruente con un club de striptease . Dermot, que evidentemente hoy era el maestro de ceremonias, dijo:

– Nella Jean, te presento a nuestra prima, Sookie.

Nella Jean era de piel oscura y oronda, y sus ojos del color del chocolate amargo eran casi idénticos a los de Bellenos, si bien sus dientes eran tranquilizadoramente normales. Su madriguera estaba justo al lado del despacho de Claude. De hecho, supuse que para ello habían reconvertido un armario o pequeño almacén. Tras pasear la mirada entre Sam y yo, Nella Jean se mostró más que dispuesta a retirarse a su pequeño espacio. Cerró la puerta tras de sí con un aire de irrevocabilidad, como si supiera que íbamos a hacer algo inmoral y no quisiera tener nada que ver con nosotros.

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