Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Puso Isabeau de pie y se alzó para agarrar una vid. Empujándose, mano sobre mano, ganó el pequeño porche y dejó caer la escalera hecha de vides apretadas hacia abajo a los otros. Empujó unos montones hacia abajo para ellos, sabiendo que los hombres necesitarían la ropa después de cambiar y luego se dejó caer al suelo.

– No estoy segura de que pueda trepar -admitió Isabeau-. Mi brazo se ha agarrotado. -Incluso mientras expresaba su duda, se estiró para agarrar la escalera.

– Yo te puedo llevar -dijo Conner-, pero tendrás que ir sobre mi hombro.

Ella dio un tirón experimental, respingó y dejó salir el aliento.

– Es un camino largo hacia arriba. Creo que voy a olvidarme de mi orgullo y permitiré que me subas. -Retrocedió alejándose de la escalera.

Conner hizo señas a Adán para que subiera y señaló a Jeremiah.

– Tú puedes esperarme aquí abajo. Vamos a tener una pequeña conversación antes de que te invite a entrar.

Los ojos del niño mostraron nerviosismo, pero asintió valientemente. Conner llevó a Isabeau arriba sin más demora. Ella se balanceaba de pie y necesitaba que atendieran sus heridas. Él quería que tomara antibióticos y cualquier medicina que llevara. Tenía un botiquín de primeros auxilios oculto con antibióticos, pero nada de analgésicos. Ella le había advertido que no se llevaba bien con ellos, pero él no estaba seguro de que lo que había querido decir. Nunca había imaginado que le dispararían. Si el joven leopardo no la hubiera tomado como rehén, nunca habría sucedido, otro pecado contra él.

Puso Isabeau en la silla más cómoda, la silla de su madre y vertió agua dulce del pequeño grifo al fregadero.

– Es agua buena de un manantial que hemos encontrado -ofreció.

La mano de ella tembló cuando tomó el agua. Parecía agotada, su ropa empapada, su cuerpo tiritando por la conmoción, pero se las arregló para una pequeña sonrisa.

– No te preocupes por mí. Es un rasguño, nada más. He tenido peores trabajos.

El pensaba que era la mujer más hermosa del mundo. No importaba que su pelo colgara en húmedos mechones o que su cara estuviera demacrada y pálida. Tenía valor y no se quejaba cuando acababa de atravesar una experiencia terrible.

– Quizás recuerdes que tengo algunas habilidades como curandero -dijo Adán, manteniendo la distancia a través del cuarto-. Ella tiene plantas y hierbas en su bolsa que puedo utilizar. -Mantuvo la distancia casi como un apaciguamiento, receloso del leopardo de Conner.

Conner se miró en el pequeño espejo que su madre había insistido que tuvieran sobre el fregadero. Los ojos eran todavía enteramente felinos. Los dientes le dolían y las puntas de los dedos de las manos y pies ardían con la necesidad de permitir que su leopardo se liberara.

– ¿Estás cómoda con que Adán limpie tus heridas? Es un curandero experto. -Su madre había llevado a menudo a Conner a la aldea cuando se hería y fue siempre Adán quien había cuidado de los daños menores. Había habido un doctor a gran distancia que se ocupaba de cualquier herida de las luchas de jóvenes leopardos.

– Por supuesto -dijo Isabeau prontamente, quizás demasiado rápido para su felino.

– Quédate dentro -logró gruñir Conner, su voz suave volviéndose ronca.

El animal gruñó, forzando a Conner a girar lejos de ella. Ella estaba aprendiendo sobre los leopardos. Inteligentes. Astutos. Rápidos. De pésimo temperamento. Y jodidamente celosos. Salió al porche y aspiró la noche, flexionando los dedos doloridos. Necesitaba una buena lucha. Era común para los machos entregarse el uno al otro un buen entrenamiento cuando las hembras estaban cerca del celo y todos estaban revueltos e incapaces de hacer nada sobre ello. O cuando simplemente estaban enojados.

Conner no utilizó las enredaderas, sino que saltó al suelo del bosque, aterrizando casi en frente de Jeremiah. El chico respiró bruscamente y se quitó la camisa, lanzándola a un lado. Conner ya se estaba desnudando. Rápida. Eficientemente. Ansioso ahora, su leopardo arañaba y rugía por estar libre.

Jeremiah estaba conformado por fuertes líneas. Haces de músculo se movían bajo la piel, y cuando cambió, fue un leopardo grande, fornido y feroz. Conner podía ver porqué el niño estaba ansioso por un desafío. Su propio leopardo, ansioso por el combate, esperó a que el hombre más joven diera el primer paso. Para aguijonearlo un poco, gruñó, exponiendo los dientes y aplastó las orejas, los ojos concentrados en su presa.

Jeremiah reaccionó como se esperaba, queriendo probarse, todavía resentido por las reprimendas que Rio y Elijah le habían entregado y por los sermones que Conner le había dado. Gruñó, exponiendo los caninos y dio dos golpetazos experimentales sobre Conner, esperando golpearle la cara lo bastante fuerte para ladearle y establecer la dominación rápidamente.

Conner resbaló ambas patas y gruñó, el sonido se hinchó hasta convertirse en un gruñido que sacudió el bosque circundante. Las orejas aplastadas, los labios hacia atrás, la cola moviéndose con fiereza ante la provocación.

Sin advertencia, Jeremiah se abalanzó con las garras extendidas, intentando arañar el costado de Conner y ganar respeto. Conner era demasiado experimentado para permitir que tal ataque funcionara alguna vez. Utilizando su espina dorsal extremadamente flexible, se retorció en el aire, permitiendo que las garras mortales fallaran por centímetros y se giró para perseguir a su presa, golpeando lateralmente, llevándose piel del costado y el vientre expuestos de Jeremiah.

Conner era más pesado, con más experiencia y mucho más musculoso. Cambió de dirección en mitad del aire usando la rotación de la cadera así que cuando aterrizó, estuvo casi encima del hombre más joven. No quería terminar el combate tan pronto, necesitando el entrenamiento físico. Se estrelló contra Jeremiah con la fuerza de un ariete, haciéndole caer. El leopardo más pequeño giró cuando cayó para proteger el vientre suave, rodando y trepando para volver a ponerse de pie.

Conner saltó, utilizando la agilidad natural y la gracia del leopardo, golpeando a Jeremiah una y otra vez para que rodara por el claro y chocara contra un tronco ancho de árbol. Los dos fueran hasta allí, rugiendo, gruñendo, rodando los cuerpos sobre el suelo. Los golpes aterrizaban. Las garras ocasionalmente rasgaban surcos en el pelaje. La dura sacudida de las patas grandes al aterrizar le dio satisfacción a Conner. Se sentía bien al agotar su energía y la ira de su felino a la manera áspera y brusca de su gente.

Jeremiah le sorprendió. El chico tenía su temperamento y aceptó el castigo sin esquivarlo. Había dado unos pocos golpes sólidos que Conner sentiría durante días, pero no había recurrido a movimientos ilegales ni tratado de desgarrar a su adversario en trozos. Conner tenía mucho más respeto por el chico cuando yacieron jadeando, lado a lado, cuidando de sus heridas y observándose el uno al otro cautelosamente.

– ¿Vais a estar así toda la noche? -llamó Isabeau por encima de ellos-. ¿O tenéis hambre?

Los dos leopardos se miraron. Jeremiah se frotó una pata sobre la nariz y cambió. Su cuerpo desnudo se extendió sobre la hierba, cubierto de sudor, sangre y magulladuras.

Isabeau chilló y se dio la vuelta.

– Toma una ducha antes de subir. Y ponte alguna ropa.

Conner estudió el chico mientras corría a la ducha, claramente motivado por la idea de ser alimentado. Parecía estar en algún lugar entre los veinte y los veinticuatro. Tenía masa muscular y era frío bajo el fuego. Era joven y ansioso y no tenía la menor idea de en lo que se estaba metiendo, pero jugaba. No había gimoteado y no había huido, ni siquiera cuando Conner le había dado una buena paliza, probando la resolución del niño para aceptar su castigo.

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