Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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– No tardaré. -Los labios se movieron contra la oreja y ella sintió como su corazón saltó. Los dedos se curvaron en garras y se clavaron en el terreno esponjoso, cubierto de vegetación.

– Que no te maten -siseó y luego cerró los ojos, sintiéndose como si hubiera traicionado a su padre. Podía fingir ante él y los otros que no le deseaba muerto porque tenía miedo de quedarse sola en la selva tropical, pero se negaba a mentirse a sí misma. No había empujado el cuchillo contra su pecho porque el pensamiento de que él ya no estuviera en el mundo era devastador. Y eso la hacía odiarse más.

– Soy un felino -recordó él suavemente y su voz tenía un borde áspero que se deslizó sobre la piel de ella como la lengua áspera de un gato-. Soy duro de matar.

Se fue y ni siquiera ella con su oído agudizado, pudo seguir su progreso a través de la selva de hojas anchas. Hubo un deslizamiento suave de un cuerpo por la maleza, pero las hojas no crujieron, sólo un susurro de movimiento mientras él se arrastraba más cerca de su presa. Ella giró la cabeza lentamente palmo a palmo, aunque él le había dicho que no mirara. Instintivamente supo que no era para atraer la atención, como una mirada fija podía hacer, sino que él no quería que ella viera la muerte y a que se parecía.

Conner podría estar en forma de hombre pero en ese momento ella supo que todo en él era leopardo, sólo que sin la forma. Comprendió lo que quería decir cuando le dijo que dejara alzarse a la felina cerca de la superficie. Él se parecía a un gran leopardo, haces de músculos deslizándose bajo la piel, su cuerpo se movía con los movimientos lentos de un depredador, la cabeza abajo, los ojos centrados en la presa. Posicionaba con cuidado cada pie, cerciorándose de que pisaba en silencio absoluto mientras se arrastraba hacia su presa a través de la espesa maleza. Cuando el hombre surgió justo en frente y a la izquierda de él, parado para escuchar y mirar con cuidado a su alrededor, Conner estaba inmóvil, agachado en posición de saltar, congelado por el poder de los conjuntos de músculos rayados.

A Isabeau el aliento se le quedó atascado en la garganta cuando vio al hombre surgir de la maleza con el arma automática mortal colgada alrededor del cuello y girar la cabeza para mirar directamente a Conner. El corazón le latía con fuerza en el pecho y los dedos se hundieron más profundo en la espesa vegetación, como si la gata en ella estuviera lista para saltar, para atacar. Se mantuvo inmóvil, sintiendo esa otra presencia dentro de ella ahora, la olió, la picazón bajo la piel, el dolor en la boca, la necesidad de permitir que el animal estallara libre.

Respirando profundamente, mantuvo la mirada fija en la lucha a vida y muerte que se jugaba a metros de ella. Por encima de su cabeza, unas alas revolotearon y algo pesado chocó con el dosel. Un mono chilló. El hombre miró arriba y Conner saltó. Vio el movimiento poderoso y aún así apenas pudo comprender el asombroso salto físico que le llevó hasta el hombre armado. Golpeó con la fuerza de un ariete, tirando a su presa al suelo, el sonido terrible cuando los dos cuerpos se juntaron con fuerza tremenda. El cuerpo de Conner era tan elegante y fluido sobre el suelo que ella medio esperaba que usara los dientes para arrancarle la garganta al hombre y las garras para abrirle el vientre. Él rodó sobre el hombre y le agarró del cuello con un agarre poderoso e irrompible.

Ella nunca olvidaría esa imagen de él, toda la fuerza cruda, la cara una máscara de determinación implacable, los músculos de sus brazos sobresaliendo, el agarre mortal, casi idéntico al de un felino hundiendo los dientes en una garganta y asfixiando a la presa. Debería haberle repelido. Debería haberle despreciado más. Las anchas hojas trataron de camuflar la intensa lucha cuando la presa pateó y le golpeó, pero ella podía ver a través del follaje. El hombre se volvía más débil hasta que sólo los tacones de las botas golpearon contra la tierra. Entonces oyó el audible crack cuando el cuello se rompió y ya no hubo más movimiento.

Conner soltó al hombre lentamente, giró la cabeza lejos de ella, dándole la espalda, como si hubiera oído algo más. El cuerpo de él permaneció agachado en tensión, preparado para otro ataque. Le quitó al hombre con cuidado el arma automática y el cinturón de munición y se los colgó alrededor de su propio cuello. Todo el tiempo permaneció abajo, los ojos en algo que ella no podía ver.

Isabeau se esforzó por oír lo que había alertado a Conner. Venían voces. Débiles. Dos hombres a alguna distancia. Al principio no pudo distinguir las palabras, pero luego se dio cuenta de que estaba escuchando con sus propias orejas, esforzándose, olvidándose de la gata dentro de ella, de la asombrosa y aguda audición. Respiró y trató de convocar al felino más cerca de la superficie.

– No podemos volver con las manos vacías, Bradley -dijo una voz-. Ella nos enterrará vivos para dar ejemplo. Necesitamos un cuerpo.

– ¿Cómo vamos a encontrar a ese indio? -Espetó Bradley-. Es como un fantasma en esta selva.

– El fuego le conducirá al río y los otros estarán esperando -dijo la otra voz-. Venga. Dispara y sigue moviéndote.

– Odio este lugar -se quejó Bradley.

Isabeau miró a Conner. Él no estaba sorprendido. Había sabido todo el tiempo lo que los atacantes estaban haciendo. Todos los que vivían en la selva tropical estarían alejándose de las llamas y dirigiéndose hacia el río. El bosque estaba húmedo en esta época del año y el fuego se consumiría rápidamente. Estarían a salvo de las llamas en los crecidos bancos del río. Por supuesto esto era una trampa. Ese era el plan. Cortez había enviado un escuadrón de asesinos detrás de Adán para dar ejemplo, porque había escrito cartas acerca del ataque en su aldea y el secuestro.

Imelda iba a matar a Artureo. Ese feliz chico de diecisiete años que había sido su guía durante tantas semanas. Había sido un buen compañero, explicándole cosas a cada paso del camino, paciente y preocupándose, interesado en su trabajo de documentar la fauna. Había sido una fuente de información, explicando los usos de la tribu para cada planta. Ella no podía soportar el pensamiento de que le mataran porque Adán se negaba a traficar con las drogas de Imelda.

Su mirada fue a Conner otra vez, saltó a su cara. Esa cara grabada con líneas duras, con las cuatro cicatrices que ella había puesto allí. Las puntas de los dedos le dolieron. Era un hombre fuerte. Podía presentir el peligro en él, la ferocidad, como si su mundo estuviera reducido realmente a matar o ser matado. Su código era diferente del suyo, pero quizá era el único que podía enfrentarse a alguien como Imelda que tenía demasiado dinero y demasiado poder.

Isabeau se empujó poniéndose de pie y esperó a que él le dijera en qué dirección debía moverse. No tenía miedo porque estaba con él y eso la asustaba más que su situación. En el fondo, donde nadie más podía ver, le anhelaba. El hombre que la había utilizado para incriminar a su padre y quien luego se había alejado, dejándola aplastada. Devastada. Rota en pequeños pedazos. Quiso rasgar y arañarse la cara, el corazón, cualquier parte de ella que era tan débil como para mirarlo todavía con deseo, no, más, con necesidad.

Conner se enderezó, los ojos fijos en los de ella, enteramente verde dorados ahora, las pupilas dilatadas, fijas y enfocadas, penetrantes. Aún cuando el verde estaba desapareciendo, dejando un abrasador dorado. Ella tiritó. Nunca olvidaría esa mirada, más animal que hombre. ¿Por qué nunca había advertido cuán diferente era él? Hipnotizaba por una razón.

Él se movió y el aliento se le quedó atrapado en la garganta, mirando como los músculos fluían bajo la camisa que se le adhería a la piel. Mientras se acercaba a ella, sentía el calor de su cuerpo, olfateó al felino salvaje oculto bajo la piel. Su gata saltó y por un momento hubo una explosión de alegría esparciéndose por ella. Isabeau sujetó rápidamente la emoción, sacudida por su propia gata traicionera.

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