Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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– No te muevas, Paige -dijo Lucas con la voz tensa-. Por favor, no te muevas.

Miré en otra dirección, esforzándome en ver a Edward. Seguía apuntándome al pecho con la pistola.

– No lo hagas -dijo Lucas-. A ti no te ha hecho nada. Si la dejas ir, te prometo…

Edward dirigió ahora el arma hacia Lucas.

– Cierra la boca.

– Oye lo que te dice, Edward -dije-. Si te detienes ahora, puedes estar con Natasha.

– ¡Natasha ya se ha ido!

– No, no se ha ido. Es un espíritu.

Se le contrajeron los labios.

– Zorra mentirosa. Dirías cualquier cosa para salvarlo, ¿verdad?

Me apuntó. Y entonces el aire que nos rodeaba crepitó y resonó, y él dirigió el arma hacia Lucas.

– Te lo advertí, usa la magia y…

Detrás de Lucas, el aire se oscureció y luego el fondo saltó en pedazos, como si se quebrara un espejo. A través del agujero irrumpió la luz. En medio de ella, apareció la figura de una mujer. Edward la miró y parpadeó.

– ¿Na…? ¿Natasha?

Ella alargó los brazos hacia él. Edward dio un paso lento y cauteloso hacia delante. Entonces, repentinamente, el cuerpo de Natasha se sacudió y quedó rígido. El agujero se iluminó en torno a ella. Abrió aún más los ojos, su boca se abrió en un grito silencioso, y volvió a caer en el agujero abierto, con los brazos todavía estirados hacia Edward.

– ¡No! -gritó Edward.

La pistola se sacudió, y cayó después de sus manos mientras corría hacia el portal. Vi caer el arma. Juro que ésa fue la primera cosa que vi, y en ese momento supe que Lucas estaba a salvo. Luego Lucas cayó hacia atrás con un agujero oscuro en el bolsillo del pecho. Después, sólo después, oí el disparo que resonaba en el callejón.

Di media vuelta. Lucas estaba cayendo todavía al agujero. La luz tragó su cabeza, luego su pecho y finalmente sus pies.

Me sumergí tras él.

Por la puerta trasera

Yo estaba saltando en una cama, saltando todo lo alto que podía, encogiéndome cada vez que mis pies tocaban el colchón. Alguien cantaba. ¿Mi madre? No, una voz más joven, que se esforzaba por cantar sin reír.

Cinco monitos saltan en la cama.

Uno cae fuera y se da en la cabeza.

Mamá llamó al médico, y el médico dijo:

«¡No más monitos que salten en la cama!».

– ¡Otra vez! -grité-. ¡Otra vez!

– ¿Otra vez? -la voz reía-. Si rompes la cama de tu madre, nos arrancará a las dos el pellejo.

Yo agitaba en el aire mis puños regordetes mientras saltaba, después perdía pie y caía sobre las almohadas con la cara por delante. Unas manos bajaban a recogerme, pero yo las rechazaba, me levantaba sola y daba vueltas, saltando.

– ¡Otra vez! ¡Otra vez!

Un suspiro muy teatral.

– Una vez más, Paige. Te lo digo en serio. Ésta es la última vez.

Yo reía, sabiendo que distaba mucho de ser la última vez.

Cinco monitos…

Gemí y el sueño desapareció, pero todavía podía oír la canción, y a la misma persona cantándola. La voz me trajo un recuerdo, que se evaporó antes de que pudiera asirlo.

Abrí los ojos, pero no podía ver nada. Me envolvía una oscuridad fría y húmeda, y temblé. Parpadeé y traté de aclarar mi cerebro nublado. Estaba echada de costado. Alargué la mano y toqué algo frío pero liso y compacto. Cuando desplacé la mano sobre lo que había tocado, sentí protuberancias y algunos bordes agudos. Roca. Estaba acostada sobre roca.

Cuatro monitos saltan en la cama…

Apreté los ojos, pero la canción seguía sonando en mi cabeza. ¿Qué era esa canción? Ahora que la había oído, recordaba de memoria cada una de las palabras, que brotaban de mi subconsciente. Me vino una imagen a la cabeza. Yo, con no más de dos años, saltando en la cama de mi madre mientras alguien cantaba.

– ¡No más monitos que salten en la cama!

Tres monitos…

– ¡Oh, Dios mío, vale ya! -dije aferrándome mi dolorida cabeza.

La canción se interrumpió.

Una voz suspiró, el mismo suspiro teatral que había oído en mi sueño.

– Bueno, era eso o gritar hasta que te despertases. Alégrate de que me haya decantado por el enfoque musical.

Gateando me levanté y miré a mi alrededor. Mis ojos se habían adaptado lo suficiente como para que pudiese distinguir algunas formas imprecisas que me rodeaban, pero ninguna parecía ni remotamente humana. Abrí y cerré los ojos insistentemente y traté de ver aquellas formas con claridad. A mi alrededor y en desorden había grandes rocas, que se levantaban desde el lecho de piedra en el que yo me hallaba.

– Roca -dije-. Todo es roca.

– Raro, ¿no es cierto? Tenemos aquí algunos lugares muy extraños. Parece que has venido a parar a uno de ellos. Esperemos por lo menos que no aparezca nada feo.

Moví la cabeza de un lado a otro, buscando la fuente de la voz que me hablaba; pero sólo veía rocas.

Dos monitos…

– Déjalo ya -dije.

– Bueno, estoy tratando de sacudir tu memoria. Adorabas esa canción. También Savannah. Las dos estabais locas por ella, aunque pienso que lo que realmente os gustaba era la excusa para saltar en la cama.

¿Savannah? ¿Cómo sabía la voz…? Tragué saliva, haciendo la única asociación que me era posible.

– ¿Eve? -dije.

– ¿Quién, si no? No me digas que te has olvidado.

Como no contestaba, dijo:

– Oh, vamos. Seguro que recuerdas a tu niñera favorita. Te cuidé todas las noches de los miércoles durante casi dos años. Si yo tenía algún impedimento, no permitías que tu madre llevase a ninguna otra. Llorabas tanto que tenía que cancelar las reuniones de los Elders y quedarse en casa.

Eve hizo una pausa. Como yo seguía sin decir nada, suspiró.

– Verdaderamente no te acuerdas, ¿verdad? Caramba. Por lo general, dejo impresiones más profundas.

– ¿Dónde estás? -dije.

– Aguarda. Estoy trabajando en eso. Dame sólo un… -Percibí el vislumbre de un movimiento hacia mi izquierda. La forma se esfumó, y luego empezó a verse con nitidez-. Ya casi estoy allí. Esto no es fácil, te lo juro.

Pude oír un ¡pop! Y allí, delante de mí, se hallaba una versión adulta de Savannah, una mujer alta, de una hermosura exótica, con una boca grande, una nariz fuerte, una barbilla acusada, y cabello negro, largo y liso. Sólo sus ojos eran diferentes, oscuros en lugar de los azules brillantes que Savannah había heredado de Kristof Nast.

Se acurrucó ante mí, luego tocó el suelo y se estremeció.

– Muy frío. ¡Mira la clase de lugar que tuviste que elegir para aparecer! Si lo hubiera sabido, habría traído ropa de abrigo. -La miraba fijamente, porque su sonrisa amplia era un espejo de la de Savannah-. Humor de espíritu. -Contempló su ropa: vaqueros, zapatillas de goma y una blusa bordada de color verde oscuro-. ¿Sabes?, esta blusa me gustaba mucho, pero después de usarla durante todo un año… ya es hora de empezar en pensar en cambiarme de ropa. -Contempló mi conjunto-. No está mal, podría haber sido peor.

– No soy…, no soy un espíritu. No he…

– ¿Muerto? El jurado todavía no ha emitido su veredicto sobre ese punto. Todo lo que sé es que estás aquí. Y si estás aquí, deberías estar muerta. -Eve movió la cabeza a un lado y a otro-. Nunca esperé que fueras a representar ante mí Romeo y Julieta, Paige. Ya sé que una vez que te comprometes con alguien, llegas hasta el fin, como hiciste con Savannah, pero, de verdad… -Señaló lo que nos rodeaba-. Esto es ir demasiado lejos.

– Lucas -dije poniéndome rápidamente de pie.

– Tranquila, muchacha. Está por aquí… -Eve se puso de pie-. ¿Pero dónde…? Ah, allí.

Me apresuré, adelantándome a ella. Cuando esquivaba una roca que se proyectaba en el camino, vi los zapatos de Lucas. Corrí rodeando una roca enorme y lo hallé acostado boca arriba, con los ojos cerrados. Me dejé caer junto a él, y acerqué los dedos a su garganta, para buscarle el pulso.

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