Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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– Pregúntale qué fue exactamente lo que dijo -pedí, y Jaime así lo hizo.

– Dijo que estaba haciendo aquello por esa persona, ese tal Nasha -contestó Dana.

– Un sacrificio ritual -dije yo a mi vez.

Jaime afirmó con la cabeza. Continuamos estimulando la memoria de Dana, pero era obvio que sólo estaba parcialmente consciente cuando oyó hablar a su agresor. Después pasamos otra vez al criminal. Era, con bastante certeza, sobrenatural, y podía haber hecho algo que revelara cuál era su raza, pero Dana no lo recordaba. Como hija de una bruja y un semidemonio, ella estaba familiarizada tanto con el lanzamiento de hechizos como con las muestras demoníacas de poder, pero el agresor no había dado señales ni de una cosa ni de la otra.

– Lo has hecho muy bien, cariño -dijo Jaime cuando yo le indiqué que ya no tenía más preguntas-. Nos has prestado una gran ayuda. Muchísimas gracias.

Dana sonrió a través de Jaime.

– Yo debería darles las gracias a ustedes. Y lo haré, cuando despierte. Las llevaré a almorzar a algún sitio. Yo invito. Bueno, yo y mi padre.

– Se… seguro, cariño -respondió Jaime con una mirada vacilante-. Así lo haremos. -Me miró-. ¿Puedo dejarla marchar ya?

Afirmé con la cabeza y cerré mi pluma.

– Dile que la veré cuando despierte.

Unos minutos después, Jaime se puso de pie y se masajeó los hombros.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

Emitió un sonido que no indicaba nada y alargó la mano hacia su bolso. Contuve un bostezo, y pasé entonces al baño para echarme agua fría en la cara.

– Bueno, ¿tienes idea de cuándo recobrará el conocimiento? -le pregunté cuando regresé a la habitación.

– No lo hará.

Me detuve y me di la vuelta lentamente. Jaime estaba ocupada con algo que tenía en el bolso.

– ¿Qué?

Jaime no levantó la vista.

– Ya ha cruzado al otro lado. Se nos ha ido.

– Pero tú…, tú dijiste…

– Sé lo que dije.

– Le dijiste que estaba bien. ¿Cómo pudiste…?

La mirada de Jaime se encontró violentamente con la mía.

– ¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Lo lamento, nena, estás muerta, pero no lo sabes todavía?

– Oh, Dios mío. -Me hundí en la silla más próxima-. Lo siento mucho. No pretendíamos…, yo no pretendía… ponerte en esa…

– Son gajes del oficio. Si no era yo, otro lo habría hecho, ¿no es cierto? Tienes que atrapar a ese desgraciado, y ésta ha sido la mejor manera de obtener información, de modo que… -Se pasó la mano por la cara-. Realmente me vendría bien un trago. Y un poco de compañía. Si no tienes inconveniente.

Me levanté de la silla.

– Por supuesto.

Un especial dos-por-uno

Aunque aún me encontraba en estado de shock por la suerte de Dana, mis sentimientos quedaban en segundo plano respecto de los de Jaime. Era ella la que necesitaba apoyo, y yo estaba encantada de proporcionárselo.

Me había fijado en que cerca de la clínica había un bar donde se tocaba música de jazz, esa clase de lugar que tiene cómodos reservados tapizados con terciopelo, en los que uno podía sentarse cómodamente y disfrutar de una banda en directo que nunca tocaba con un volumen tan alto que impidiera la conversación. Podíamos ir allí, tomar unas copas y comentar nuestra difícil tarde e incluso llegar tal vez a un mejor entendimiento mutuo.

* * *

– ¡No, en serio! -dijo Jaime a voz en grito, haciendo un movimiento brusco con su Cosmopolitan y volcando buena parte del contenido del vaso-. El tío estaba sentado, con la bragueta bajada y la polla fuera, esperando llamar mi atención.

El tipo rubio que estaba a la izquierda de Jaime se inclinó sobre ella.

– ¿Y lo consiguió?

– Demonios, no. ¿Una polla de diez centímetros? Por una cosa así ni siquiera aflojo el paso. Pasé volando por delante de él… y confié en que se abrochara antes de que a la vieja que estaba a su lado le diera un síncope.

– ¿Y veinte centímetros bastarían? -preguntó el tipo de cabello oscuro que estaba a su derecha.

– Eso depende de la cara que la acompañara. Pero… veinticinco…, veinticinco ya sería otra cosa. Treinta, y me pondría en contacto con su puñetero perro si me lo pidiera.

Se oyó una risa estrepitosa. Miré mi mojito y deseé haber pedido un whisky doble. Yo no solía tomar whisky, pero de repente me pareció una buena idea.

La música sonaba tan alto que ondulaba el charquito que había dejado el Cosmo de Jaime. Pensé en limpiarlo, pero decidí esperar hasta que otro bailarín borracho tropezara y cayera sobre nuestra mesa. Ya había ocurrido dos veces y era seguro que volvería a ocurrir. Tenía la esperanza de que él o ella llevasen puesta suficiente ropa como para secar la copa volcada de Jaime.

Llevábamos allí casi dos horas, y ni siquiera nos habíamos acercado al club de jazz. Jaime había oído el golpeteo de la música desde la acera y me había arrastrado al interior para tomar «sólo una copa». Yo ya me había tomado dos. Ella llevaba seis. Durante las dos primeras, no había hecho caso de la atención que despertaba en los parroquianos masculinos de la barra. Con la tercera, empezó a evaluar a los interesados. Cuando llegó la quinta, eligió entre cinco hombres con aspecto de corredores de bolsa que nos habían estado observando desde la barra, y terminó por hacerles una seña a los dos más atractivos y ofrecerles un lugar a cada lado de ella, apretando a tres personas en un asiento diseñado para dos.

Aunque yo tenía la mirada clavada en mi copa, enviando claras señales de «no tengo ningún interés», un miembro del trío debió de pensar que las sobras no eran del todo despreciables y se había sentado a mi lado. Yo no quería otra cosa que volver a mi tranquila habitación de hotel y llorar la muerte de Dana, planificando el paso siguiente para encontrar a su asesino. Y sin embargo allí estaba, atrapada contra la pared del reservado, oyendo las historias de guerra de Jaime, con mi segundo mojito, y arreglándomelas para mantener a distancia las manos curiosas de mi indeseado compañero. Y estaba empezando a cabrearme. El tipo que tenía al lado, Dale -¿o se llamaba Chip?- se me acercó disimuladamente, aunque ya estábamos más cerca de lo que me gusta estar con alguien que no sea la persona con quien me acuesto.

– Verdaderamente tienes unos ojos muy bonitos -dijo.

– Ésos no son mis ojos -respondí-. Levanta la vista. Bastante más arriba.

Reprimió una risa y levantó la mirada hasta mi cara.

– No, en serio. Tienes unos ojos muy hermosos.

– ¿De qué color son?

– ¡Hummm…! -Parpadeó en la oscuridad-. ¿Azules?

Eran verdes, pero no iba a sacarlo de su error. Había repetido la frase «Salgo con alguien» tantas veces que ya parecía un desafío. Casi las mismas que le había dicho a Jaime que realmente tenía que irme, pero daba la impresión de que no me oía. Cuando yo volvía a intentarlo, ella se lanzaba a contar otra historia procaz.

Era grato ver que se había recuperado de su traumática experiencia en el hospital. Aunque yo empezaba a sospechar que lo de «traumática» era excesivo. Puede que ligeramente perturbadora, más o menos como darse cuenta de que uno ha salido de casa con zapatos marrones y un vestido negro. Nada que no pudiese curarse con unos cuantos Cosmopolitan y el golpeteo de un estupendo bajo eléctrico.

– Perdona -me disculpé-. Tengo que…

– ¿Ir al baño de chicas? -respondió él, riendo al tiempo que se deslizaba para salir del reservado.

– Un momento, chicos -terció Jaime-. Las señoras necesitan refrescarse.

– Ah, no -anuncié mientras salía del reservado-. Yo me voy.

– ¿Te vas? ¿Ya? No he terminado la copa.

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