Cuando empujé la puerta del salón y la abrí, Nast se encontraba adentro, riendo, mientras Sandford le narraba una anécdota acerca de un chamán.
– Paige, pasa -dijo Nast-. Toma asiento.
Lo hice.
– ¿Te gustaría beber algo? ¿Oporto? ¿Vino rosado? ¿Coñac?
– Vino rosado. Gracias.
Sandford enarcó las cejas, como si le sorprendiera que yo aceptara un trago. Yo debía confiar en mi convicción de que todavía no me matarían y comportarme como si confiara en ellos.
Una vez que Sandford nos pasó a todos las copas con el vino, Nast se acomodó bien en su silla.
– Antes me preguntaste cómo nos habíamos enterado de lo de la menstruación de Savannah. Pensé que deberías saber la verdad, aunque la cena no me pareció el momento apropiado para hablar del tema. -Bebió un sorbo de vino y se tomó su tiempo antes de continuar-. No me andaré con rodeos, Paige. Nos lo dijo Victoria Alden.
La copa casi se me cayó de las manos.
– Me doy cuenta de que no querrás creerme -prosiguió-. Permíteme que te ofrezca una prueba de que he estado hablando con la señorita Alden. En cuanto a la ceremonia, el Aquelarre la desaprobó, pero tu madre lo hizo por ti. La señorita Alden cree que el martes por la noche te llevaste prestado el automóvil de Margaret Levine, no para obtener los ingredientes de ese té del que le hablaste a Margaret, sino para conseguir los materiales requeridos para la ceremonia.
Me puse de pie de un salto.
– ¿Qué le has hecho a Victoria?
– ¿Disculpa?
– Has dicho que Victoria te lo contó. Tú la forzaste a hablar, ¿no es así? Qué…
La risa de Sandford me frenó.
Nast sonrió.
– Conmovedor, ¿verdad? Cómo sale en defensa de su Hermana Mayor del Aquelarre, incluso después de que esa misma persona la expulsó del Aquelarre. Nosotros no hicimos daño a Victoria, Paige. Ni siquiera nos pusimos en contacto con ella. Fue ella la que nos llamó.
– No, ella no haría eso.
– Oh, pero es que sí lo hizo. Consiguió el número de Gabe de la oficina del señor Cary y después nos llamó y nos ofreció un trato: información a cambio de protección. Ella nos daría detalles cruciales acerca de Savannah si nosotros le prometíamos llevarnos a mi hija y abandonar la ciudad.
– ¡No! Ella jamás…
– ¿No me crees? -Nast tomó un teléfono móvil de la mesa que tenía junto a su brazo-. Llámala tú misma.
No hice ningún movimiento para coger el teléfono.
– ¿No? Permíteme, entonces.
Marcó un número, se llevó el teléfono al oído, dijo unas pocas palabras y me lo pasó. Yo le arranqué el teléfono de la mano.
– Dime que está mintiendo -dije.
– No, no lo hace -respondió Victoria-. Debo atender a los intereses del Aquelarre, Paige. No permitiré…
– Tú… ¿Tienes idea de lo que has hecho?
– He entregado a Savannah a su padre.
– No, se la has entregado a…
– A la Camarilla. Sí, me doy cuenta de eso. Lo sé todo acerca de ellos, a pesar de lo que dije el otro día. Savannah es la hija de un hechicero y de una bruja que hacía magia negra. Se merece ir donde irá. El mal engendra el mal.
– ¡No! -grité y arrojé el teléfono contra la chimenea.
– ¿Oyes ese estruendo, Gabe? -Preguntó Nast-. Es el sonido de las ilusiones que se hacen añicos. -Me miró-. Me pareció que debías saberlo, de modo que ahora tienes plena conciencia de la situación. Ya puedes irte.
Sin siquiera esperar a que yo me fuera, él se volvió hacia Sandford y reanudó la conversación entre ambos. Salí de la habitación hecha una furia.
Cuando volvía a nuestro dormitorio, Savannah estaba dormida. Olivia salió murmurando apenas un adiós, quizá al darse cuenta de que yo estaba demasiado aturdida para oírla, mucho menos para responderle.
¿Cómo era posible que las Hermanas Mayores nos hubieran traicionado? Podía entender -aunque me costaba hacerlo- que me hubieran expulsado del Aquelarre, pero esto… Esto superaba mi comprensión. Habían vendido a Savannah a cambio de su propia seguridad. ¿Cómo podía costar un precio tan grande su seguridad?
Por muchas cosas que les recriminara a las Hermanas Mayores, siempre las había considerado buenas personas. Se habían pasado la vida luchando contra la tentación del mal y tratando de erradicarlo de su Aquelarre. Sí, puede que hubieran ido demasiado lejos, que nos hubiesen impuesto demasiadas restricciones, que incluso nos hubiesen robado parte de nuestro potencial. Pero jamás puse en duda que sus intenciones eran buenas.
Sin embargo, aquí me enfrentaba a algo que no podía negar: habían actuado tan mal como las Camarillas; quizá incluso peor. En su búsqueda implacable de la moralidad, las Hermanas Mayores se habían transformado precisamente en aquello contra lo que luchaban tanto: en la maldad. Esa sola palabra me hizo palidecer e instintivamente sentí la necesidad de justificarme, de moderarme.
Pero allí estaba. ¿De qué otra manera se podía describir su traición sino como un acto de maldad imperdonable?
Ahora más que nunca yo deseaba salvar al Aquelarre. Si lograba hacerlo, jamás olvidaría esta lección.
* * *
Tomamos un desayuno tardío con Nast, que se disponía a volver a Boston ese día por negocios, pero prometió regresar antes de la cena. Después del desayuno pasamos una hora en nuestra habitación, pues Nast todavía no nos había dado permiso para movernos libremente por la casa. A las once, Greta y su madre vinieron a darle a Savannah su sorpresa.
– ¿Qué es? -preguntó Savannah mientras bajábamos la escalera a toda velocidad.
– Si te lo dijera, ya no sería una sorpresa ¿verdad? -respondió Greta.
– Sólo te diremos esto -dijo Olivia-. Es para tu ceremonia. Sólo faltan cinco días más.
– Pero yo creí… -Savannah me miró de reojo-. Kristof dijo que Paige podía celebrar la ceremonia.
– Oh, sí, Paige lo hará. Pero tendremos que usar nuestro propio material. Todas las cosas de Paige se perdieron en el incendio. Una lástima, la verdad. Yo se lo advertí… Le mencioné al señor Nast que tal vez querría rescatar primero los elementos mágicos, pero él no vio la necesidad de hacerlo.
– De todos modos recibirás nuevas herramientas, Savannah -intervino Greta-. Incluso instrumentos mejores para tu ceremonia. ¿Adivinas de qué tumba cogimos la tierra? De la de Abby Borden, la madrastra de Lizzie Borden. No sé si sabes que a ella la mataron cerca de aquí.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Así que tenemos la arena de la tumba de una mujer que, con toda certeza, fue asesinada.
– ¿Y cuándo cogisteis esa tierra? -pregunté-. Es algo que tenía que hacerse la primera noche de la menstruación de Savannah.
– Oh, ésos son cuentos de viejas o, mejor dicho, de brujas viejas -apostilló Olivia-. Ya lo aprenderás, Savannah: mucho de lo que has escuchado son tonterías. Reunir objetos en determinados días, realizar rituales en momentos específicos…
– O sea, ¿que no tengo que esperar hasta el octavo día?
– No, eso sí es cierto. O al menos así lo creemos, aunque ninguna bruja que yo conozca ha querido jamás probar esa teoría ni arriesgarse a entorpecer los poderes de su hija.
Cuando llegamos a la puerta trasera, Roberta Shaw y Antón nos esperaban para escoltarnos fuera. Yo no veía a la nigromante desde el lunes, en la funeraria. Shaw no figuraba entre el personal que le había presentado regalos a Savannah, así que di por sentado que la habían echado. Pero al verla ahora allí todavía me pregunté si el hecho de que Nast hubiera condenado la debacle ocurrida en la funeraria no había sido más una farsa que otra cosa.
– ¿Qué hace ella aquí? -preguntó Savannah, mirando con furia a Shaw.
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